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Maruja Torres - Diez veces siete

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Maruja Torres Diez veces siete
  • Libro:
    Diez veces siete
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2014
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Diez veces siete: resumen, descripción y anotación

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Maruja Torres, con setenta años a sus espaldas y mil batallas en el recuerdo, ha sido convocada en el despacho del director de El País, diario en el que ha pasado los últimos treinta años de su vida profesional, pero algo en el ambiente augura que no será para nada bueno. En este punto comienza Diez veces siete: de la niña del Raval, abandonada demasiado pronto por su padre, hasta la famosa reportera admirada por miles de jóvenes periodistas de este país.

Un diálogo directo con el lector. Una obra saltando en el tiempo que habla con valentía de los afectos, los amores, el periodismo y el compromiso.

Extraordinaria y genial como solo Maruja —«Era un patito feo y por suerte no me convertí en cisne, sino en una mujer sin apéndices»— podía hacerlo.

Maruja Torres Diez veces siete ePub r11 nalasss 160914 Para nosotros I En - photo 1

Maruja Torres

Diez veces siete

ePub r1.1

nalasss 16.09.14

Para nosotros

I

En pie al otro lado de la calle, de cara al que, en mi recuerdo, siempre perdurará como el edificio del diario El País, cualquiera que sea el rótulo que le pongan los nuevos propietarios. En pie —y lo recalco: todavía en pie—, mientras espero el taxi que me alejará de aquí para siempre. Ahí, ahora, entonces, un pensamiento idiota cruza mi frente.

De haber sabido que la mía iba a ser una vida medianamente interesante, habría llevado un diario.

Cuadernos que, con el relato de hechos puntuales, en caracteres apretados —no se desaprovecha papel, en un diario—, ayudan a recordar quién se era en el momento en que algo que parecía relevante quedó fijado en sus páginas. No te engaña, un diario. Puedes haber cambiado, pero la caligrafía de entonces devuelve tu antigua imagen en el espejo. Porque la letra es lo que somos, es la epidermis del espíritu —del ánimo, del impulso—, y también sufre modificaciones con los años. Al igual que el rostro, el cuerpo. La letra se precipita, tiñéndose de urgencia, avara de los días.

El tiempo, usurpador hasta del tópico del tiempo que pasa. Nada se le resiste, como sabéis, si sois lo bastante mayores. Como sabréis, si tenéis la suerte de llegar a serlo.

Contra el tiempo y sus derrotas, y muy consciente de que nunca podré ganarle un pulso: memoria. He pensado mucho en ello últimamente. Un diario me habría resultado de gran ayuda.

Avanza la vejez, y se acumulan las preguntas. Buena señal. Desconfiad de quien siempre tiene a punto respuestas. Yo nunca dejaré de preguntar, de preguntarme, mientras me quede salud mental, por mayor que sea. «No hables de ti como de una vieja», me riñe una de mis mejores amigas. «No te veo vieja, no lo eres», insiste. Pero ese es, precisamente, el gran interrogante que me propongo plantearme, a sabiendas de que no lo voy a resolver. ¿Sabré ser una buena vieja? Que no es lo mismo que una vieja buena, algo que ni remotamente soy, ni pretendo ser. Positivamente, no lo soy ni nunca lo seré. Porque las chicas malas, cuando son viejas, también van a todas partes, aunque sea en silla de ruedas, querida Mae West. Vieja, vieja, vieja. Lo repito a menudo. No me asustas, palabra. No me asustas, edad. Me asusta huir de vosotras.

La mala leche, la indignación me mantienen en ascuas. También el dolor por lo que nunca me será ajeno. Y la ilusión por lo nuevo o lo bueno que me traiga el día. Quiero morir así. Curiosa. Viva.

La memoria me remueve y me atiza. Aunque nunca escribí un diario. Salvo en la adolescencia, cuando adolecía de casi todo y me enamoraba —varias veces al mes: del camarero, del colchonero, del farmacéutico, de un primo o dos— y, en una gruesa libreta con tapas de hule negro, pergeñaba una amalgama de párrafos de novela rosa y de torpes relatos verdes que creía originales, aliñados con escenas de erotismo camuflado, sorbidas del cine de los sábados, y con besos, los de mis labios huérfanos, que estampaba en el papel después de pintarlos con el carmín grasiento propio de la época —hablo de 1954, 1955: a mis mercuriales once o doce años—, robado a una de las mujeres de la casa. Escondía el diario, lo escondía de ellas, que siempre fisgaban, siempre vigilaban. Eran como los curas a quienes se confesaban, que las espiaban a su vez y que, a través de ellas, de sus cuentos, fiscalizaban y reprimían a las familias. Interiorizando la falsa virtud en el confesionario, las mujeres de casa desarrollaban también el hábito de la hipocresía. Volvían del cura resplandecientes de rectitud. Y listas para imponerla, usando cuanta mendacidad fuera necesaria.

Pobres pero decentes y de derechas, era su lema. No perdonaban.

Vivíamos en un barrio, el Chino —que con la democracia recuperó su nombre auténtico: Raval—, enclavado en la parte más cercana al mar de lo que entonces se consideraba Distrito V y hoy pertenece a Ciutat Vella, en la orilla de las Ramblas que se extendía hasta Montjuic. Si hoy lo recuerdo y me hago trampa aérea, esto es, si me convierto en un pájaro que sobrevuela mi niñez, distingo un territorio abigarrado, en una oscuridad apenas aliviada por la cercanía del puerto. Ahí abajo, en habitaciones pequeñas con luces verdosas y camas revueltas, con un bidé en la esquina, trajinan sus quehaceres las putas que no solo trabajan, sino que viven en el Barrio. En otras habitaciones aglomeradas, hundidas en edificios que los propietarios nunca visitan, aunque mandan a cobrar a sus administradores, se esfuerzan también mujeres que tienen a gala ser decentes. Cuando se es pobre y se vive en la ignorancia y el miedo, lo más fácil es trazar la línea divisoria que hace que nos sintamos mejores. Las putas y nosotras, las honradas.

Todas se dedicaban a lo mismo. Luchar por la vida.

Me las arreglaba para hablar con las putas, para conocerlas. Desde que era muy pequeña. El arte de la desobediencia se aprende pronto. Puede aprenderse tarde, también. Entonces lamentas lo que te has perdido.

Memoria para tener conciencia, aunque duela. Sobre todo, si duele. Algo habrá hecho, el pasado, para que el presente nos devuelva la cínica versión del ayer que ahora sufrimos, acosados por la autoridad y por nuestro propio desconcierto. Esta pantomima siniestra pretende vender como lo más moderno la antigua explotación de los de abajo por los de arriba y la voluntad de meternos en vereda. Dickens más Mad Max más Concilio de Trento. Moral, moralina, moraleja: cuántos crímenes se cometen en vuestro nombre.

Maldita sea esta época de capitalismo gore y de obispos que salen de sus criptas arrastrando las faldas. Me obliga a recordar con excesivo realismo, sin adornos, aquella otra de miseria, curas, control, mentiras, injusticia. Han vuelto los vigilantes de las costumbres y del alivio del luto económico de los pobres. Parece ser que, durante unos años, lo pasamos demasiado bien y tuvimos demasiado de todo. Blindados en trajes clásicos, los guardianes se han sacudido la naftalina y ocupan la proa de un Titanic en el que todos los botes son suyos. Nosotros: hay que huir, reagruparse, dar la cara. Montados en un Neptuno justiciero enarbolando un tridente.

Desde niña me escapaba por dentro, utilizando sueños románticos y reparadores: «Alguien vendrá y me rescatará. Aparecerá un elegante extranjero y se me llevará lejos», me decía. Desde niña mi imaginación, que siempre fue más osada que mis sensiblerías de adolecida, y que tenía en gran estima a Dickens, especialmente a su Oliver Twist, brincaba por su cuenta: «Vendrá un extranjero, un hombre poderoso, con una casa grande, limpia, sin bultos oscuros —pertrechos de miserables, muestras de tela, cuerdas, cacharros mugrientos, restos, absurdas sobras que no podemos tirar, porque nunca se sabe— cubiertos con mantas baratas en los rincones. Tendrá una casa soleada, en cuyos balcones la ropa no tardará en secarse, una casa llena de libros, a la que me conducirá, triunfante y en un auto descapotable, después de confesar públicamente que es mi verdadero padre, sacándome de aquí para siempre, colmándome de amor. Y me dará estudios».

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