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Elinore Pruitt Stewart - Cartas de una cazadora y Otras mujeres de la frontera

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Elinore Pruitt Stewart Cartas de una cazadora y Otras mujeres de la frontera

Cartas de una cazadora y Otras mujeres de la frontera: resumen, descripción y anotación

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Tras sus deliciosas «Cartas de una pionera», esta vecina del salvaje Wyoming de principios del siglo XX nos cuenta ahora su viaje a través del desierto hasta los bosques donde habitan los alces. Indios escapados de su reserva, abuelitas sanadoras o inquietantes cazadores de dientes pueblan su narración a lo largo del camino. «Cartas de una cazadora» es nuevamente un canto a la vida y a la naturaleza que, en esta segunda entrega, se acompaña de Otras mujeres de la frontera, una antología de relatos de escritoras que vivieron en el salvaje oeste norteamericano, desde Calamity Jane y Laura Ingalls hasta Carry A. Nation, la sexagenaria que reventaba tabernas a hachazos en su cruzada contra el alcohol.

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I
CONNIE WILLIS

Burnt Fork, Wyoming

8 de julio de 1914

Querida señora Coney:

Tengo en la mano su carta del día 4. Lo feliz que me hacen sus cartas; lo feliz que soy también cuando me cuenta cositas.

Tenía intención de escribirle tan pronto como volviera de Green River para hablarle de una muchacha que conocí allí, pero había tanto que hacer que lo fui postergando. Le he descrito el desierto tantas veces ya que tengo miedo de aburrirla, así que dejaré esa parte y le diré que llegué a la ciudad bastante tarde. El personal del hotel estaba cenando en el comedor, pues todos los huéspedes habían salido ya. Y tan contentos interrumpieron su propia comida para poner la nuestra en la mesa.

Hubo alguien que me interesó de manera especial. Era una chica de corta estatura, no sabría decir si era una niña o una mujer. Se me antojaba poca cosa, pero cuando se puso a hablar ya no pensé en nada más que en la música de su voz, era tan apacible, tan rica y dulce de tono, y ella parecía tan pequeña para una voz tan espléndida. Por alguna razón me había imaginado que chillaría como un ratón, pero cada palabra que decía me encandilaba. Antes de terminar la comida supe que era la lavaplatos. El resto del personal había terminado su trabajo del día, pero ella, claro, tenía que lavar los platos que habíamos usado.

Los demás se fueron a sus cosas y yo, puesto que había sido nuestra tardanza la que la había retrasado, me ofrecí a ayudarla con los platos. No era más que un momento secarlos, así que me puse con ello. Era tan pequeña que tenía que subirse a una caja para poder estar cómoda mientras lavaba los vasos y los platos.

«La pila y la escurridera están hechas para gente de verdad. Yo tengo que subirme a esta caja, de lo contrario el agua me chorrea por las mangas», me dijo.

Mi habitación estaba en el piso de arriba. Me echó una mano con los niños. Me dijo que su nombre era Connie Willis, que era la única hija del «primer hombre de mamá», pero que mamá se volvió a casar después de la muerte de papá y que la segunda tanda fue muy numerosa. Cuando murió, la madre dejó un bebé de apenas unas horas de edad. Como Connie era la mayor de los hijos, se hizo cargo de la casa y del bebito.

Tendría que haber visto cómo se le iluminaba la cara cuando hablaba de la pequeña Lennie: «Lennie tiene ahora ocho años, es la más lista entre las listas y linda como una muñeca. Todos los hijos de Ford son lindos y listos también. Yo soy la única niña canija que tuvo mamá. Tendría que ver a cualquiera de los otros, especialmente a Lennie».

Realmente me vino bien escuchar a Connie, su paciencia y coraje eran de lo más estimulantes. Mientras estuve en la ciudad, vino a verme todos los días al terminar su trabajo para hablarme de Lennie. Para ella no ambicionaba nada. Llevaba ropa limpia, pero no eran sino retales que habían tenido otros dueños: los zapatos no casaban, uno era más grande que el otro. Dijo: «Pensé que se trataba de un golpe de suerte cuando vi que la cocinera siempre gastaba primero el zapato derecho y la muchacha del comedor el izquierdo, porque, verá, me podría quedar con los viejos de ambas y así me ahorraría dos dólares para lo que estoy ahorrando. Pero no fue tanta la suerte después de todo, aunque sí fue divertido, porque la cocinera lleva tacón bajo y tiene un pie mucho más grande que la muchacha del comedor, que lleva tacón alto. De modo que corté el tacón alto con el cuchillo de carnicero. Y con esto he ahorrado lo suficiente como para comprarle a Lennie un par de zapatos de charol para estrenarlos el 4 de Julio».

Me pareció una ambición ridícula, pero conversaciones posteriores me hicieron avergonzarme de tal pensamiento.

Le pregunté si el padre de Lennie no podía cuidar de ella.

«Bueno», dijo, «Papá Ford es un buen hombre. Tiene buen corazón, pero son tantos chiquillos que hace lo que buenamente puede. Verá», me dijo en un arranque de confianza, «llevo doce años ahorrando para una lápida para mamá, pero tengo que ayudar a papá de vez en cuando y a veces pienso que nunca llegaré a ahorrar lo suficiente. Es un poco complicado con tres dólares a la semana y, encima, soy un tanto extravagante a veces. Siempre he querido tener una muñeca, una bien preciosa. Las Navidades pasadas la conseguí para Lennie. Luego sucede también que me gusta cumplir los deseos de los demás. En eso estoy ahora. Mamá siempre quiso verme vestida realmente guapa al menos una vez, pero siempre fuimos muy pobres y ahora soy demasiado vieja. Aunque siempre me queda Lennie y este 4 de Julio voy a ponerla tan guapa como mamá habría querido verme. En Manila, Utah, donde vive papá, siempre se celebra ese día. Saldré a buscar todo lo necesario. Y, bueno, si mamá está donde pueda ver, verá a una de sus chicas bien vestida por una vez».

«Pero ¿no te equivocas al decir que llevas ahorrando doce años para la lápida de tu madre? Solo lleva muerta ocho».

«En realidad no, no me equivoco. Verá, al principio no era una lápida, sino un tocador con encimera de mármol. Mamá siempre quiso uno a toda costa, pues pensaba que las tareas de la casa serían mucho más llevaderas si tuviera al menos una cosa bella de la que ocuparse en la casa. Si yo no hubiera sido tan egoísta, habría podido tener su tocador antes de morir. Yo tenía quince dólares, lo suficiente para comprárselo, pero cuando miré en el catálogo para elegir uno me di cuenta de que con quince dólares más podría hacerme con el juego completo. Pensé en lo orgullosa que mamá estaría con un bastidor de cama y un lavabo nuevos, de modo que me dispuse a ahorrar esa cantidad. Pero antes de que lograra ahorrar los quince dólares, mamá se cansó de vivir, de esperar y de privarse de todo. Nunca causó ningún problema mientras vivió, y murió de igual manera.

»Me fueron a buscar al lugar donde trabajaba para que fuera a casa. Acababa de llegar y estaba de pie junto a la cama de mamá cogiéndole la mano cuando ella me dirigió una sonrisa; me entregó a Lennie y luego se giró y suspiró satisfecha. Eso fue todo. Se acabaron los tiempos difíciles para ella.

»Papá Ford quería comprarle un ataúd a plazos, endeudarse con ello, pero a mí me indignaba darle ese trato a mamá, incluso aunque estuviera muerta. Así que le convencí para que pusiera todo el dinero que tuviera para comprar el ataúd y yo puse todo lo que tenía también. De modo que el ataúd en el que yace es suyo propio. No se lo debemos a nadie. A partir de ese momento me quedé en la casa ocupándome de las tareas y del cuidado de Lennie hasta que cumplió los cuatro años. Desde entonces he estado lavando platos en este hotel».

Esta es la historia de Connie. Después de contármela fui donde la casera y le sugerí que ayudáramos un poco con el vestuario de Lennie, pero la mujer me dijo que me mantuviera al margen. «Dudo que Connie aceptara nuestra ayuda y, de hacerlo, cada centavo que aportáramos solo contribuiría a restarle gusto a ella. No ha habido muchos días felices en su vida, pero el 4 de Julio será uno de ellos si nosotras nos mantenemos al margen». Así que me mantuve al margen.

Me hizo mucha ilusión que la señora Pearson me invitara a acompañarla a Manila para presenciar el concurso de rodeo del día 4. Manila es una ciudad bastante pequeña, situada en el Lucerne Valley. Todas las casas de la ciudad son hogares de rancheros, cuyas granjas se pueden ver desde cualquier extremo de Manila. El valle se extiende entre una elevada muralla de arenisca roja y los cuchillos, que es como se le llama a las afiladas estribaciones. El muro de arenisca mide varias millas de largo. El valle presenta una bella estampa según se avanza hacia el este. En esta época del año la alfalfa está tan verde… Las granjas colindan entre sí. En cada una de ellas hay una cabaña donde vive el ranchero durante el regadío y la temporada de la siega del heno. Cuando terminan estas tareas se mudan a sus casas de la «ciudad». Al otro lado de los cuchillos se alzan unas enormes montañas, sinuosos cañones y rumorosos arroyos de montaña; bosques de pinos ponen la guinda a la postal. Hacia el este se aprecia cómo el majestuoso Green River horada su camino a través de muros de granito. La calzada avanza mano a mano con la arenisca y las lomas de cedros, y siguiendo el canal que lleva agua a todas las granjas del valle. Disfruté cada momento. Todo era tan hermoso, la roca roja, los verdes campos, la cálida y tostada arena de la calzada y los lugares desiertos, las prominentes montañas, los cedros sinuosos y la artemisa sazonando el aire caliente, la distancia azul y las nubes esponjosas. Ay, cómo me gustaría pintarle todo esto. En primer plano debería haber unas vacas camino de casa conducidas por un muchacho descalzo que lleva una escopeta al hombro y un conejo marrón desmayado en la mano. Pero mejor lo dejo a su libre imaginación y paso a hablar del día 4.

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