Novela histórica, publicada en 1844, en pleno apogeo del Romanticismo, narra los desgraciados amores de don Álvaro Yáñez, último señor de Bembibre, y doña Beatriz Ossorio. La trama se combina con la caída de la Orden del Temple, verdadera protagonista de la obra. El paisaje se asocia a la propia intimidad de los personajes, y les ofrece refugio y consuelo en sus tristezas. Los personajes responden a los caracteres peculiares del drama romántico español. El autor logra una adecuada fusión artística del fondo histórico, de las peripecias novelescas y de su marco geográfico. El argumento combina elementos poéticos, históricos, legendarios, románticos y costumbristas.
Enrique Gil y Carrasco
El señor de Bembibre
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Cain16.05.13
Título original: El señor de Bembibre
Enrique Gil y Carrasco, 1844
Diseño de portada: Cain
Editor digital: Cain
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ENRIQUE GIL Y CARRASCO, (Villafranca del Bierzo, León, España, 15 de julio de 1816 - Berlín, Alemania, 22 de febrero de 1845). Fue un escritor del periodo del Romanticismo español. Es recordado fundamentalmente por la novela historicista El Señor de Bembibre, obra maestra de la prosa romántica de ficción española, que sigue el modelo de la novelística de Walter Scott.
Notas
Capítulo I
E n una tarde de mayo de uno de los primeros años del siglo XIV , volvían de la feria de San Marcos de Cacabelos tres, al parecer, criados de alguno de los grandes señores que entonces se repartían el dominio del Bierzo. El uno de ellos, como de cincuenta y seis años de edad, montaba una jaca gallega de estampa poco aventajada, pero que a tiro de ballesta descubría la robustez y resistencia propias para los ejercicios venatorios, y en el puño izquierdo cubierto con su guante llevaba un neblí encaperuzado. Registrando ambas orillas del camino, pero atento a su voz y señales, iba un sabueso de hermosa raza. Este hombre tenía un cuerpo enjuto y flexible, una fisonomía viva y atezada, y en todo su porte y movimientos revelaba su ocupación y oficio de montero.
Frisaba el segundo en los treinta y seis años, y era el reverso de la medalla, pues a una fisonomía abultada y de poquísima expresión, reunía un cuerpo macizo y pesado, cuyos contornos de suyo poco airosos, comenzaba a borrar la obesidad. El aire de presunción con que manejaba un soberbio potro andaluz en que iba caballero, y la precisión con que le obligaba a todo género de movimientos, le daban a conocer como picador o palafrenero, y el tercero, por último, que montaba un buen caballo de guerra e iba un poco más lujosamente ataviado, era un mozo de presencia muy agradable, de gran soltura y despejo, de fisonomía un tanto maliciosa y en la flor de sus años. Cualquiera le hubiera señalado sin dudar porque era el escudero o paje de lanza de algún señor principal.
Llevaban los tres conversación muy tirada, y como era natural, hablaban de las cosas de sus respectivos amos, elogiándolos a menudo y entreverando las alabanzas con su capa correspondiente de murmuración.
—Dígote Nuño —decía el palafrenero—, que nuestro amo obra como un hombre, porque eso de dar la hija única y heredera de la casa de Arganza a un hidalguillo de tres al cuarto, pudiendo casarla con un señor tan poderoso, como el conde de Lemus, sería peor que asar la manteca. ¡Miren que era acomodo un señor de Bembibre!
—Pero hombre —replicó el escudero con sorna, aunque no fuesen encaminadas a él las palabras del palafrenero—, ¿qué culpa tiene mi dueño de que la doncella de tu joven señora me ponga mejor cara que a ti para que le trates como a real de enemigo? Hubiérasle pedido a Dios que te diese algo más de entendimiento y te dejase un poco menos de carne, que entonces Martina te miraría con otros ojos, y no vendría a pagar el amo los pecados del mozo.
Encendióse en ira la espaciosa cara del buen palafrenero que, revolviendo el potro, se puso a mirar de hito en hito al escudero. Éste por su parte le pagaba en la misma moneda, y además se le reía en las barbas, de manera que, sin la mediación del montero Nuño, no sabemos en qué hubiera venido a parar aquel coloquio en mal hora comenzado.
—Mendo —le dijo al picador—, has andado poco comedido al hablar del señor de Bembibre, que es un caballero principal a quien todo el mundo quiere y estima en el país por su nobleza y valor, y te has expuesto a las burlas algo demasiadamente pesadas de Millán, que, sin duda, cuida más de la honra de su señor que de la caridad a que estamos obligados los cristianos.
—Lo que yo digo es que nuestro amo hace muy bien en no dar su hija a don Álvaro Yáñez, y en que velis nolis venga a ser condesa de Lemus y señora de media Galicia.
—No hace bien tal —repuso el juicioso montero—, porque, sobre no tener doña Beatriz en más estima al tal conde que yo a un halcón viejo y ciego, si algo le lleva de ventaja al señor de Bembibre en lo tocante a bienes, también se le queda muy atrás en virtudes y buenas prendas, y sobre todo en la voluntad de nuestra joven señora que, por cierto, ha mostrado en la elección algo más discernimiento que tú.
—El señor de Arganza, nuestro dueño, a nada se ha obligado —replicó Mendo—, y así que don Álvaro se vuelva por donde ha venido y toque soleta en busca de su madre gallega.
—Cierto es que nuestro amo no ha empeñado palabra ni soltado prenda, a lo que tengo, entendido; pero en ese caso, mal ha hecho en recibir a don Álvaro del mismo modo que si hubiese de ser su yerno, y en permitir que su hija tratase a una persona que a todo el mundo cautiva con su trato y gallardía, y de quien por fuerza se había de enamorar una doncella de tanta discreción y hermosura, como doña Beatriz.
—Pues si se enamoró, que se desenamore —contestó el terco palafrenero—; además, que no dejará de hacerlo en cuanto su padre levante la voz, porque ella es humilde como la tierra, y cariñosa como un ángel, la cuitada.
—Muy descaminado vas en tus juicios —respondió el montero—, yo la conozco mejor que tú porque la he visto nacer; y aunque por bien dará la vida, si la violentan y tratan mal, sólo Dios puede con ella.
—Pero hablando ahora sin pasión y sin enojo —dijo Millán metiendo baza—, ¿qué te ha hecho mi amo, Mendo, que tan enemigo suyo te muestras? Nadie, que yo sepa, habla así de él en esta tierra, sino tú.
—Yo no le tengo tan mala voluntad —contestó Mendo—, y si no hubiera parecido por acá el de Lemus, lo hubiera visto con gusto hacerse dueño del cotarro en nuestra casa, pero ¿qué quieres, amigo? Cada uno arrima el ascua a su sardina, y conde por señor nadie lo trueca.
—Pero mi amo, aunque no sea conde, es noble y rico, y lo que es más, sobrino del maestre de los templarios y aliado de la orden.
—Valientes herejes y hechiceros —exclamó entre dientes Mendo.
—¿Quieres callar, desventurado? —le dijo Nuño en voz baja, tirándole del brazo con ira—. Si te lo llegasen a oír, serían capaces de asparte como a San Andrés.
—No hay cuidado —replicó Millán, a cuyo listo oído no se había escapado una sola palabra, aunque dichas en voz baja—. Los criados de don Álvaro nunca fueron espías, ni mal intencionados, a Dios gracias; que, al cabo, los que andan alrededor de los caballeros siempre procuran parecérseles.