Steven Saylor
Asesinato en la Vía Apia
Murder on the Apian Way
Traducción de Mª Luz García de la Hoz
Copyright © Steven Saylor,1996
Copyright © Emecé Editores, 1998
A quienes me enseñaron Historia…
Empezando por Iva Cockrell
Y los profesores de la Universidad de Texas-Austin
Oliver Radkey. M. Gwyn Morgan, Richard Gram. y R. David Armstrong
Nota sobre las horas del día romano
Los antiguos romanos no dividían el día como nosotros en grupos de horas vinculados a la «madrugada», la «mañana», la «tarde» y la «noche», sino que comenzaban por la salida del sol, de tal manera que cuando un romano hablaba de la primera hora del día se refería literalmente a la primera hora de luz solar; y la primera hora de la noche era la primera hora de oscuridad. La siguiente lista es una somera aproximación a las equivalencias horarias del día, sacadas de fuentes históricas y utilizadas en Asesinato en la Vía Apia:
7 de la mañana hora prima del día
8 de la mañana hora segunda del día
9 de la mañana hora tercia del día
10 de la mañana hora cuarta del día
11 de la mañana hora quinta del día
MEDIODÍA hora sexta del día
1 de la tarde hora séptima del día
2 de la tarde hora octava del día
3 de la tarde hora nona del día
4 de la tarde hora décima del día
5 de la tarde hora undécima del día
6 de la tarde hora duodécima del día
7 de la tarde hora prima de la noche
8 de la noche hora segunda de la noche
9 de la noche hora tercia de la noche
10 de la noche hora cuarta de la noche
11 de la noche hora quinta de la noche
MEDIANOCHE hora sexta de la noche
1 de la madrugada hora séptima de la noche
2 de la madrugada hora octava de la noche
3 de la madrugada hora nona de la noche
4 de la madrugada hora décima de la noche
5 de la mañana hora undécima de la noche
6 de la mañana hora duodécima de la noche
Los hombres aspiraban a un cargo público y para lograrlo llegaban incluso a robar y matar; sin embargo, la situación en la ciudad era tal que no podían celebrarse comicios. Sin gobernantes, los asesinatos ocurrían prácticamente a diario.
DIÓN CASIO, Historia romana, XL, 48
La Vía Apia, llamada así en honor de quien la hizo construir, Apio Claudio Ceco, se extiende desde Roma hasta Capua, camino que dura cinco días. Su anchura permite el paso sin dificultades de dos vehículos en direcciones opuestas. Esta vía es una de las maravillas del mundo; las piedras están perfectamente cortadas, niveladas y encajadas sin ningún tipo de argamasa, de manera que la superficie uniforme no parece obra del hombre, sino un maravilloso fenómeno de la naturaleza.
PROCOPIO, Historia gótica, V, 14
¿No cesaréis de citarnos leyes viendo que ceñimos espada?
PLUTARCO, Vida de Pompeyo, X, 2
Primera parte. Sublevación
¡Despierta, papá!
Una mano me sacudió el hombro suavemente. Me aparté y sentí un aire frío en la nuca al deslizárseme la manta. La recuperé de un tirón y me acurruqué en busca del calor perdido. Alargué el brazo pensando en Bethesda, pero sólo encontré un cálido vacío donde debería haber estado ella.
– Vamos, papá, será mejor que te levantes. -Eco volvió a sacudirme, pero esta vez con menos suavidad.
– Vamos, marido, levántate -dijo Bethesda.
¿Qué sueño es más profundo que el de una fría noche de enero, con el cielo cubierto de nubes amenazadoras y la tierra temblando a tus pies? Ni siquiera los gimoteos de mi hijo y de mi esposa impidieron que volviera a caer en brazos de Morfeo con la misma facilidad con que caería un niño en una blanda cama de plumas de ganso. Era como si, en un árbol cercano, dos urracas parlotearan absurdamente y me llamaran «papá» y «marido», se abalanzaran sobre mí, agitaran las alas y me picotearan sin piedad. Gruñí y agité los brazos para repeler el ataque. Tras un breve combate, se batieron en retirada hacia las nubes de escarcha, dejándome soñar en paz.
Las nubes de escarcha se abrieron de repente. Un chaparrón de agua helada me cayó en pleno rostro.
Me senté de un brinco farfullando y maldiciendo. Con aire de satisfacción, Bethesda colocó un cuenco vacío junto a un vacilante candil que había en una mesita pegada a la pared. Eco estaba a los pies de la cama recogiendo la manta que acababa de quitarme. Me abracé tiritando de frío.
¡Robamantas! -mascullé ferozmente. En aquel momento me parecía el mayor crimen imaginable-. ¡Impedir el descanso de un anciano!
Eco se mantuvo impasible. Bethesda se cruzó de brazos y enarcó una ceja. A la débil luz de la llama, ambos seguían pareciéndome dos urracas.
Cerré los ojos.
– Tened piedad de mí -suspiré, creyendo que invocando misericordia podría conseguir un maravilloso momento de sueño.
Pero antes de que mi cabeza rozara la almohada, Eco me cogió del hombro y volvió a ponerme derecho.
– No, papá, esto es serio.
– Qué es lo que es serio? -Hice un torpe intento de apartarlo de un empujón-. ¿Está ardiendo la casa? -Ya estaba irremediablemente despierto y con un humor de perros… hasta que me di cuenta de que faltaba alguien en el grupo de conspiradores. Miré por la habitación maldiciendo y me estremecí de terror-. ¡Diana! ¿Dónde está Diana?
– Aquí, papá. -Entró en el dormitorio y se metió en el círculo de luz. La larga cabellera, que se soltaba por las noches, le caía por los hombros, resplandeciente como las oscuras aguas a la luz de las estrellas. Los almendrados ojos, ojos egipcios heredados de su madre, estaban ligeramente hinchados por el sueño-. ¿Qué pasa? -dijo bostezando-. Eco, ¿qué haces aquí? ¿Por qué estáis todos levantados? ¿Y qué es todo ese alboroto en la calle?
– ¿Alboroto? -pregunté.
Diana irguió la cabeza como un gallo de pelea.
– Claro, supongo que no podrás oírlo desde la parte de atrás de la casa, pero desde mi habitación sí que se oye. Tanto que me han despertado.
– ¿Quiénes?
– Los alborotadores. Corren con antorchas gritando no sé qué.
Arrugó la naricilla, algo que suele hacer cuando está confusa. Al ver mi cara de haba, se volvió a su madre, que se le acercó con brazos tiernos. A sus diecisiete años, Diana sigue siendo bastante niña para apreciar el calor maternal. Mientras tanto, Eco se mantenía apartado con la sombría expresión del mensajero que porta malas noticias.
Por fin me di cuenta de que debía de haber ocurrido algo realmente terrible.
Poco después estaba vestido y caminaba con viveza por las oscuras calles junto a Eco y sus cuatro guardaespaldas.
Volví la cabeza alarmado cuando un grupo de hombres de aspecto sombrío llegó corriendo por detrás y nos adelantó. Las antorchas que portaban cortaban el aire como un cuchillo afilado. Nuestras sombras danzaban alocadamente, agrandándose cuando las antorchas se acercaban y perdiéndose como espectros en la oscuridad a medida que sus portadores nos dejaban rezagados.
Tropecé con un adoquín mal colocado.
¡Por las pelotas de Numa! Deberíamos haber traído antorchas.
– Prefiero que mis guardaespaldas vayan con las manos libres -dijo Eco.
– Bueno, sí, guardaespaldas no nos faltan -dije mientras echaba un vistazo a los cuatro esclavos formidables que, literalmente, nos rodeaban. Tenían aspecto de gladiadores entrenados: mandíbulas firmes, mirada pétrea, atenta a cualquier movimiento que hubiera a nuestro alrededor.
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