Richard Woodman
El vigía de la flota
Los principales acontecimientos que se describen en esta novela son hechos históricos. Algunos personajes secundarios, como los almirantes Kempenfelt y Arbuthnot, y los capitanes Calvert, Jonathan Pulter y Wilfred Collingwood, son también reales, y sus personalidades concuerdan con la imagen que han legado a las generaciones posteriores.
Aunque ficticias, las hazañas de la Cyclops son posibles desde el punto de vista naval y político. El papel moneda puesto en circulación por el Congreso Continental fue, sin duda, tan pernicioso que casi destruye la Revolución Americana. La lucha en las Carolinas y en Georgia estuvo plagada de atrocidades, si bien el río Galuda no existe.
Todas las maniobras marítimas que se nombran son posibles. Por ejemplo, la descripción de la batalla del cabo de Santa María puede verificarse en otras fuentes, si bien la captura de la Santa Teresa es atribuible exclusivamente al buen hacer de la Cyclops.
Se ha intentado por todos los medios asegurar la corrección de los hechos que aquí se detallan, relativos a la vida en los navíos de guerra durante la Guerra de la Independencia americana. A los entendidos en este tema podría interesarles que en la época en que Drinkwater se hizo a la mar, los oficiales por nombramiento tomaban el rancho en su cámara y los guardiamarinas y los ayudantes del segundo oficial lo hacían en el sollado. Al iniciarse el siglo XIX, tanto los guardiamarinas como los ayudantes del segando oficial ocupaban la cámara de oficiales, donde el condestable, en calidad de oficial asimilado, ejercía cierta autoridad parental, y se designaba a maestros de escuela para que educasen a los «jóvenes caballeros». Los oficiales disponían, por aquel entonces, de una cámara más espaciosa.
Me rodeo del mayor número de fragatas posible, pues si (…) dejara escapar al enemigo por falta de dichas guardianas, habría de considerarme digno de reprobación.
Lord Horado Nelson
Octubre-diciembre de1779
Un sol pernicioso rasgó el cielo encapotado para arrojar un rayo de luz pálida sobre la fragata. El poniente fresco y la creciente marea adversa se unieron para escupir un mar enrarecido mientras el navío, largadas las gavias y las velas de estay, navegaba rumbo al este por el Canal del Príncipe, alejado del Támesis.
En el alcázar, el piloto cié derrota dio orden de aflojar el timón para no acercarse demasiado al Pansand y los cuatro timoneles luchaban por contener el navío mientras las cabillas se les escapaban entre los dedos.
– ¡Señor Drinkwater! -El viejo piloto de derrota, cuya cabellera blanca azotaba el viento, se dirigió a un joven enjuto de complexión media y rasgos delicados, casi femeninos, con una pálida tez enfermiza. El guardiamarina dio un paso al frente, con nervioso entusiasmo.
– ¿Señor?
– Transmita mis saludos al capitán. Haga el favor de informarle de que hemos dejado atrás el faro Pansand.
– Sí, señor -respondió, y dio media vuelta para retirarse.
– ¡Señor Drinkwater!
– ¿Señor?
– Haga el favor de repetirme el mensaje.
El joven enrojeció profundamente, le temblaba hasta la nuez.
– Su… sus saludos para el capitán y hemos pasado el Pansand; entendido, señor.
– Bien.
Drinkwater se apresuró a ir bajo el alcázar en dirección al centinela de casaca roja, que indicaba la sagrada presencia del capitán de la fragata de Su Majestad, Cyclops, de treinta y seis cañones.
El capitán Hope se estaba afeitando cuando el guardiamarina llamó a su puerta. Asintió al recibir el mensaje. Drinkwater vaciló inseguro, sin saber si debía retirarse. Tras unos instantes que parecieron siglos, el capitán pareció satisfecho con el estado de su barbilla, se limpió el jabón y comenzó a atarse el corbatín. Atravesó al joven guardiamarina con un par de acuosos ojos azules encajados en una faz cadavérica y muy arrugada.
– ¿Y usted es…? -dijo sin formular del todo la pregunta.
– D… Drinkwater, señor, guardiamarina.
– ¡Ah, sí! El rector de Monken Hadley solicitó que se le diese este puesto, lo recuerdo bien… -El capitán alcanzó su abrigo-. Cumple con tus tareas, muchacho, y no tendrás que temer, pero asegúrate de saber bien cuáles son…
– Sí… Es decir, sí, señor.
– Bien. Dígale al piloto que subiré enseguida, cuando haya desayunado.
El capitán Hope se puso el abrigo y se giró para mirar por las ventanas de popa, mientras Drinkwater se retiraba cerrando la puerta tras de sí.
El capitán suspiró. Creía que el muchacho era demasiado mayor para ser nuevo pero, con todo, no podía dejar de pensar que bien podía haber sido él hacía cuarenta años.
El capitán tenía cincuenta y seis años pero desempeñaba ese rango sólo desde hacía tres. Al carecer de contactos, habría llegado al fin de sus días como oficial con media paga, de no ser por una guerra ingrata contra las colonias americanas rebeldes que obligó al Almirantazgo a darle empleo. Muchos oficiales competentes se habían negado a luchar contra los colonos, sobre todo los que albergaban simpatías liberales y podían permitírselo. Mientras los rebeldes pactaban con aliados poderosos, los recursos de la Armada Real británica se estaban agotando, pues vigilaban la cauta enemistad de los holandeses, la supuesta neutralidad del Báltico y a los hostiles adversarios franceses y españoles. Ante esta tesitura, sus Señorías se habían arañado los bolsillos y, cuando no quedaba qué arañar, dieron con el cumplidor Henry Hope.
Hope era mucho más que un marino competente. Primer oficial en la batalla de la bahía de Quiberon, había destacado en varias ocasiones durante la Guerra de los Siete Años. Concluyó la guerra como capitán de corbeta pero, para entonces, contaba ya con cuarenta años y pocas esperanzas de ascenso. Aún vivía su madre viuda, que estaba a cargo de una hermana cuyo marido había caído antes de Ticonderoga, en el desatinado ataque de Abercrombie, pero no tenía familia propia. Era un hombre acostumbrado a sinsabores y tribulaciones, un hombre hecho para comandar un barco.
Sin embargo, al contemplar por las ventanas de popa la estela espumosa y borboteante que calmaba las aguas embravecidas del alejado estuario, recordó a un Hope mucho más soñador. El significado de su apellido le hostigaba en silencio [1]. Inadvertidamente, se preguntó por el joven que acababa de abandonar la cabina, pero desechó este pensamiento cuando su sirviente entró con el desayuno.
La Cyclops estuvo tres días anclada en la rada de las Downs, mientras convocaba en derredor a un pequeño grupo de comerciantes y aguardaba viento favorable para seguir rumbo al oeste. Cuando la fragata y el resto del convoy levaron anclas, confiaban en que les acompañase un agradable viento del este Canal abajo. Pero lo cierto fue que el viento cambió de dirección y durante una semana la Cyclops avanzó a barlovento contra el último temporal del equinoccio.
Nathaniel Drinkwater tuvo que soportar una instrucción breve y penosa. Estaba apostado con los gavieros, estremeciéndose de frío y de pavor cuando las juanetes empecinadas se inflaron y le atronaron los oídos. No hubo disculpa alguna cuando un ayudante del contramaestre, en su incansable diligencia, le rebanó accidentalmente las posaderas con un virador. La crueldad formaba parte de la vida y se multiplicaba en las cubiertas apestosas de un hacinado buque de guerra británico. Hostigado y abroncado, exhausto como estaba tras una semana de trabajo incesante bajo un frío inusitado, obligado por pura necesidad a engullir un rancho intragable al que ayudaba con la peor cerveza, una noche Drinkwater se desmoronó.
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