NOTA ACERCA DE LAS FECHAS:
En la datación encontramos un desfase de diez días entre los documentos españoles e ingleses. Ello es debido a que en 1582 España ya había adoptado el calendario gregoriano, el hoy vigente, y, sin embargo, Inglaterra no actualizará el suyo hasta 1752. En el libro se utiliza siempre el actual calendario gregoriano.
Introducción
Fue gran premissión y milagro del Señor no vino el Enemigo derecho a Lisboa sin tocar a La Coruña que si assy fuera sin duda ninguna tomara la Ciudad.
Durante el año transcurrido desde julio de 1588, cuando zarpa de España la Gran Armada, la famosa Invencible, y julio de 1589, cuando arriban a Inglaterra los restos de su réplica inglesa, la desconocida Contra Armada, se van a consumar dos de las mayores catástrofes navales de la historia. A la primera de ellas, y desde que se produjo hasta la actualidad, se le ha brindado una enorme atención. Así, andando el tiempo, se ha convertido en uno de los grandes hitos de la historia de Europa. A la segunda, y también desde que se produjo hasta hoy en día, no se le ha dedicado ninguna o, mejor dicho, la que se le dedicó fue para ocultarla, con lo que ha acabado por desaparecer por completo del relato histórico. Sin embargo, y para más sorpresa, el desastre inglés de 1589 superó con creces al español del año anterior. Tal enredo obliga a plantearnos algunas preguntas acerca de la naturaleza de tales hitos de la historia: ¿qué son en realidad? ¿cuál es su origen? ¿cómo se desarrollan? ¿para qué sirven?… Y, sobre todo, nos lleva a preguntarnos cómo es posible que dos episodios similares hayan recibido tratamientos tan dispares.
La atención que se dedicó a la derrota de la Gran Armada estuvo en justa proporción al terror que generó en la aún pequeña Inglaterra la amenaza de invasión masiva de la primera potencia de aquella época. Porque la Gran Armada, además del numeroso ejército que transportaba, tenía orden de escoltar, desde Flandes, los Tercios, y dirigirlos a Kent. Consumada con éxito aquella operación anfibia, poco podía oponer en tierras inglesas Isabel I que impidiese su derrota. Por su parte, Howard encargó una serie de pinturas representando una gran batalla naval generalizada y estampas a corta distancia. Pero la Gran Armada, ni se llamaba «Invencible», ni se batió en tal contienda. El éxito propagandista de Howard fue tan duradero como el de Burghley. Así, el inmenso corpus propagandístico construyó una realidad alternativa, que, al crecer con los siglos, dio a luz la «derrota de la Armada Invencible», el gran hito del nacionalismo inglés, con su retahíla de tópicos asociados.
La Contra Armada fue la contraofensiva inglesa. Llama la atención su magnitud teniendo en cuenta las limitadas capacidades de la Inglaterra de la época. Pero Isabel I era consciente de que se presentaba una ocasión irrepetible. Para aprovecharla, empeñó la corona y embarcó a armadores, nobles y comerciantes en aquella desdichada aventura. De esta manera consiguió reunir una gigantesca flota, compuesta por 180 barcos y 27.667 hombres, más grande por lo tanto que la propia Gran Armada. La estrategia era muy clara: debía explotar al máximo la momentánea debilidad de Felipe II, pues 25 grandes barcos habían naufragado en aguas de Escocia e Irlanda en el viaje de vuelta de la Gran Armada. Además, la mayoría de los 102 retornados necesitaban una completa reparación. España se encontraba, pues, relativamente indefensa ante un ataque a gran escala. En consecuencia, la soberana inglesa concentró aquella flota, la más poderosa, con mucho, fletada por Albión hasta entonces. Tres eran sus misiones. La primera destruir el grueso de la Gran Armada, que estaba siendo reparado en Santander. Después conquistaría Lisboa y secesionaría Portugal de España, entronizando al pretendiente bastardo portugués, el prior de Crato, que se ofrecía a instaurar en Lisboa un gobierno satélite de Inglaterra y a abrir el imperio portugués, heredado por Felipe II, a las pretensiones inglesas. Por último, interceptaría la flota de Indias en las Azores, el gran sueño irrealizado de Inglaterra. Se prepararía así el colapso del inmenso imperio de Felipe II y la usurpación anglicana de las rutas oceánicas descubiertas por los españoles.
La Contra Armada fracasó, pero el tratamiento que recibió su derrota fue, desde su inicio, totalmente distinto. Ningún país la sintió como uno de los mayores triunfos de su historia. Ninguno pasó del terror a la euforia, porque en 1589 reinaban en España la tristeza y la frustración. La victoria española en La Coruña, el primer puerto que atacó la Contra Armada, y donde se habían acantonado, para defenderla, parte de los Tercios regresados de la Gran Armada, no era entonces visible. Los invasores, cruentamente rechazados, habían tenido, entre muertos y heridos, miles de bajas, sí. Pero, una vez zarpados, lo único apreciable era que la parte baja de esa pequeña ciudad no era más que escombros humeantes. Lo visible era el sufrimiento que había soportado la población y la ruina que se abatió sobre ella. La victoria en Lisboa solo era el hecho romo y prosaico de que una gran metrópoli había resistido un corto conato de asedio, repeliendo más tarde el ejército sitiado a los propios asaltantes, y obligándolos a reembarcarse con enormes pérdidas. Las victorias navales fueron brillantes y, sobre todo, muy humillantes y dañinas para una Contra Armada en retirada que se dispersó. Pero solo fueron menores, pues no hubo, no podía haber, una gran batalla generalizada estando la fuerza naval española aún en reparación (aunque ya muy avanzada) tras el tormentoso regreso de la Gran Armada. Los espías de Felipe II informaron puntualmente del impresionante fiasco que había sufrido Isabel I, y el rey respiró aliviado después de superar aquellos peliagudos meses de 1589 en que España estuvo casi huérfana de galeones listos para zarpar. El Austria reemprendió vigorosamente la guerra y reforzó la Marina hasta alcanzar en el Atlántico un poder nunca antes conseguido. Las correrías de Drake se cortaron de cuajo y para siempre, pues cuando, con poderosa flota, las volvió a intentar, solo encontró la derrota y la muerte. Sin embargo, nadie se lanzó a una campaña propagandística, nadie supo poner en valor que el proyecto hispánico había sobrevivido a un momento tan crítico como el que había pasado Inglaterra meses antes. Nadie ensalzó que la presencia hispánica en el mundo acababa de volver a nacer.
Pero, y este es dato relevante, Inglaterra, esta vez para librar a Drake y Norris, responsables de la derrota de la Contra Armada, de la cólera de la reina, emprendió una nueva operación propagandista de proporciones no mucho menores. Si en el primer caso fue para ensalzar e idealizar un éxito, esta vez lo fue para ocultar un fracaso. Anthony Wingfield redactó un minucioso panfleto que creó una nueva realidad alternativa, al sustituir las operaciones militares por un relato que, con frecuencia, sustituye la verosimilitud por la brillantez. Ha sido este escrito, durante los últimos cuatro siglos, la principal fuente utilizada para reconstruir el destino de la Contra Armada.
Otros panfletos fueron redactados, en inglés para el consumo interno, y en latín para el exterior. El éxito fue rotundo. A esto se sumó el habitual carácter exculpatorio o laudatorio de la documentación inglesa, en contraste con el estilo sobrio y descriptivo que exigía el aparato burocrático filipino. Así, la Contra Armada fue desapareciendo de la memoria colectiva hasta evaporarse. No se convirtió en un mito. Esta asimetría, por su lado, coadyuvó a la distorsión histórica. Las razones de tal distorsión son complejas y múltiples, y, además, atraviesan los siglos hasta llegar a nuestros días. De ellas se hablará en el epílogo. No es la menor que la historiografía sobre este tema se haya escrito y publicitado en los siglos XIX, y XX, época en la que España dejó de tener peso en el concierto internacional, sumiéndose en el retraso material e intelectual y en luchas intestinas. Justo la época en que Gran Bretaña alcanzaba su cenit y buscaba mitos del pasado en los que reconocerse.