Antonio Gala
Los papeles de agua
© Antonio Gala, 2008
Este libro ha tenido, desde su origen hasta su lanzamiento, una vida muy peculiar. Su publicación fue aplazada primero, y rechazada después, por la Editorial Proteo, que se había hecho cargo de todas las anteriores novelas de Deyanira Alarcón. De su autoría no era posible dudar por tratarse de un texto estrictamente manuscrito. Pero Proteo alegó que consistía en un material inconcluso, abocetado sólo y demasiado distinto, y aun contrario, a la obra anterior, cuidada y coherente, de la autora. En él se aludía a intimidades no del todo contrastadas y a ideas sociales inverosímiles en el caso de la famosa novelista. Así como a una dureza de vocabulario y de actitudes del todo impropias de ella.
Los géneros literarios nunca han tenido límites estrictos. Y quizá ahora menos todavía. Este libro no es una novela ni siquiera al modo menos tradicional: lo que en él se recoge no es ficción. ¿Podría considerarlo alguien un libro de viajes? Acaso de dos: un largo viaje interior e intrincado, y otro exterior, muy conocido, en una versión personal. Pero también puede vérsele como un conjunto de reflexiones, vividas con desgarro, sobre el amor, la soledad, la felicidad siempre perseguida y con excesiva frecuencia no encontrada…
Pero ¿podría consistir entonces en una biografía, en una autobiografía más bien? No es ésa su intención. Ni en un diario. Ni en un estudio sobre el sexo. Ni en un relato de aventuras contra la mafia y la política. Ni en un estudio con referencias zoológicas o botánicas… Sin embargo, contiene algo de todo lo anterior… En ningún caso corresponde a un tipo de escrito calificable. Hay que acercarse a él sin prejuicios: con los ojos y el corazón abiertos a lo que vaya a encontrarse, que nunca será lo mismo para un lector u otro.
Lo que se narra en él, si algo se narra, es una historia infrecuente, pero de ninguna manera inverosímil. Entre otras cosas, porque se refiere a hechos comprobados, quizá más frecuentes de lo que creemos. Y desde luego por la condición de los personajes, que son reales e incluso conocidos por bastantes lectores. Sobre todos, la propia protagonista, que es a la vez la que lo escribe.
Quizá la forma de contar los hechos sea insólita, pero no más que los hechos que cuenta. El lector, por lo tanto, debe colaborar más que en otras ocasiones; debe comprender la evolución de una historia interior que sale de sí misma, pero no con la intención de ser leída. Consiste -eso sin duda- en el trayecto interior y exterior de una mujer en crisis que, por ser escritora, ella misma como personaje investiga. Quizá da por sabidos algunos extremos de su vida, o al menos no los recoge; pero con los datos que, sin proponérselo, suministra, tendrá el lector lo suficiente para adentrarse en ella y acompañarla en la búsqueda de sí misma. Si la vida no está sobre la literatura, y ésta no sirve para aquélla, debe ser olvidada o suprimida. Es lo que se hace aquí.
Su primera parte es reflexiva e íntima, como la asimilación de cualquier soledad; la segunda, un viraje total, puede resultar, en comparación con la anterior, vertiginosa, como la asimilación de cualquier desafío y de cualquier difícil historia de amor.
La autora de este libro -llamémosle así-, Deyanira Alarcón, no fue nunca una mujer sencilla de entender. En este caso lo demuestra mejor que en sus anteriores novelas, que llegaron al público con gran éxito y brillante acogida. Sencillamente porque aquí no es una novelista, es ella, entera y verdadera: una mujer que trata de explicarse a sí misma y de sobrevivir escribiendo, después de haber renunciado a ese tipo de literatura que sólo sirve como literatura. Este libro, cuya autora no pensó como tal sino como un espejo que hace aguas a veces y a veces refleja una superrealidad, es un texto disperso que, sin procurarlo, se transforma en una confesión veraz y estremecida. En una confesión desprovista de pudor e incluso de respeto a sus imaginables lectores, que ella no tuvo en cuenta, más aún, que rechazó al escribirla. Porque no pretendía ni su aceptación ni su aplauso ni su entretenimiento. Ni siquiera su posible existencia.
Es eso lo que opone este libro a sus novelas de ficción anteriores, de carácter más creativo, imaginario y tradicional. Aquí Deyanira Alarcón, famosa no sólo por su pluma sino por su belleza, aparece sola y desnuda, tanto en sus opiniones cuanto en sus peripecias. De ahí que sea inclasificable, precisamente por la intención no clasificable de su creadora. En su desordenado conjunto se despreocupa de la forma acostumbrada, de un fin lógico y perseguido, de una exposición respetuosa e incluso respetable. Se trata de una pesquisa personal, con avatares que suelen encubrirse o disfrazarse y con un lenguaje no siempre comedido. Todo sorprende aquí: las inusuales reflexiones, los pasos de una distracción forzosa, cierta procacidad, una relación o varias sobrevenidas y sorprendentes para ella misma también…
En definitiva, éste es un libro singular y curioso. Porque nunca quiso convertirse en un libro ni se escribió pensando en los lectores. Ni siquiera en ser leído por nadie. Asume el desahogo de su autora, que no volvió los ojos, a conciencia, sobre él. Acaso por eso habla con desdén de los Papeles de agua, que significan el acatamiento de un destino y sintetizan la actitud, la conciencia y casi la presciencia de quien lo cumple a ciegas. A pesar de todo lo dicho, o precisamente por ello, sin el lector no tendrían el más mínimo sentido. De ahí que lo editemos.
Con seguridad no debemos aclarar -o quizá fuese confundir- ningún otro supuesto. Salvo algo que, al final, nos corresponderá añadir.
Miro hacia atrás y veo que me ha rodeado siempre una cerca encrespada de vidrios rotos y de cristales puntiagudos. ¿Quién me encerró con ella? ¿Quién podría saltarla sin desangrarse? Ni un solo momento de mi vida puedo considerarlo feliz. Ni siquiera cuando he tratado de engañarme. Todo lo que me importaba se me ha acercado sólo para decirme adiós.
Que no se pongan moños los que escriben, ya lo hagan bien ya mal: eso nadie lo sabe hasta después. Porque todo es literatura. En el sentido estricto y en el despectivo a la vez. Si no se escribe, si no se cuenta, nada existe ni dura. Aunque parezca susurrada, secreta o al menos sigilosa, la política es literatura en cuanto trata de explicarse y de proliferar. Y en cuanto trata de convencer y apear sus absurdos, la teología es también literatura en el peor sentido de la palabra. Y la justicia y la economía y el latrocinio y la desigualdad de clases. Y, por encima de todo, el amor: una moneda muy valiosa que no sirve para comprar absolutamente nada. (Voltaire atisbó algo: «Curtir la piel del oso que devoró a Abacaba no consuela.») O la cenestesia, ese resumen de nuestro interior y de nuestro exterior, esa confusa síntesis de nuestras sensaciones.
No sé el tiempo que llevo sin escribir. No me interesa ya. Me deprime. Me parece un infantilismo. Es para escribir contra el escribir (y también contra el no escribir) por lo que hoy, después de estar vagando por esta ciudad inhabitable, subo a mi par de humildes habitaciones, donde no hay nada personal, nada me recuerda a nadie, ni a mí misma, y cojo una cuartilla escrita por la otra cara con una diligencia del juzgado número 38 de Madrid, dirigida a no sé quién ni me importa, y que tampoco sé cómo ha llegado hasta mis manos. El folio del que formaba parte va acompañado de otro, que sugiere cómo burlar la ley a golpe de talonario. También eso es literatura… Lo es hasta lo que no se escribe y en consecuencia no puede leerse. Cuanto se relata y se obra, se obra y se relata como literatura. Todo lo que acontece es literatura o nada.
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