Bronwyn Scott - Seduccion en Venecia
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Seduccion en Venecia: resumen, descripción y anotación
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3º serie El Tour de los Libertinos
Todos los jugadores tenían una suerte parecida…
Cuando Nolan Gray entró en una partida de altas apuestas en Venecia, enfrentado a un adversario implacable, supo que iba a necesitar algo más que suerte. No podía empezar a perder en aquel momento… ¡Sobre todo, porque la virginidad de la deslumbrante Gianna Minotti estaba en juego!
El destino le sonrió, y Nolan ganó la partida. Sin embargo, marcharse en una góndola con Gianna y no poder cobrar su apuesta puso a Nolan al límite. ¿Podría ayudar a Gianna a conseguir su libertad, cuando lo que quería en realidad era quedársela para sí mismo?
Para Mike, Rebecca y Madison, que compartieron con nosotros la segunda parte de nuestro Gran Tour. Gracias por compartir con nosotros nueve cenas. Conoceros fue el plato fuerte del viaje.
The Antwerp Hotel, Dover, marzo de 1835
—¡Desgraciado! ¡Nadie tiene tanta suerte! —gruñó el hombre que estaba sentado frente a Nolan Gray, con incredulidad—. Si saca otro as, voy a…
—¿A qué? ¿Me va a rajar de lado a lado? ¿Me va a pegar un tiro aquí mismo?
Nolan soltó sobre la mesa la carta de agravio que, por supuesto, era otro as.
Lo hizo con despreocupación, como si las amenazas fueran algo corriente en sus largas noches de naipes.
El hombre se levantó a medias de la silla. Había perdido los estribos a causa de las pérdidas de aquella noche y de la indiferencia de Nolan.
—Cuando alguien tiene la suerte que ha tenido usted, no se le llama suerte. Se le llama otra cosa —dijo con hostilidad, como si estuviera a punto de tirarse al cuello de Nolan.
—¿Cómo se le llama? —preguntó, apoyándose en el respaldo de la silla sin darle al hombre la satisfacción de ponerse en pie.
Observó el enorme tamaño de su oponente con alarma; debía de pesar unos quince kilos más que él. No sería una pelea justa, pero no iban a llegar a eso, o bien porque aquel hombre no era más que un fanfarrón, o porque aparecerían armas antes de llegar a los puños. Nolan había visto más veces a tipos como aquel, pero no se esperaba verlo aquella noche. Debería haber sido más intuitivo. Aquello era Dover, no un elegante club de juego y apuestas de Londres, donde los caballeros tuvieran su código.
El hombre gruñó.
—Ya sabe cómo lo llamo —dijo, y señaló con un gesto de la mano a los otros dos jugadores que estaban sentados con ellos—. Sabe cómo lo llamamos todos.
Nolan pensó que había elegido mal a sus aliados; no parecía que los dos hombres estuvieran dispuestos a involucrarse en el conflicto. Claro, que no habían perdido tanto dinero.
—No, me temo que no. ¿Le importaría decírmelo claramente? —replicó Nolan, para comprobar hasta qué punto se atrevería a llegar aquel tipo.
Más lejos de lo que había pensado. Y sin previo aviso.
El hombre saltó por encima de la mesa, pero él fue más rápido. Con un movimiento de la muñeca, hizo que la cuchilla que llevaba en una funda oculta en la manga se deslizara en su mano. Le puso el filo de la hoja al hombre en la barbilla, aprovechando el impulso de su adversario. Si quería evitar más problemas, aquel era el momento de hacer una demostración de fuerza. Los otros empujaron la silla hacia atrás, discretamente, para dejar claro que no querían formar parte de aquello.
—¿Me está usted llamando tramposo? —preguntó Nolan con frialdad.
No tenía tiempo para aquello. ¿Dónde estaba Archer? Hacía un momento estaba justo allí, y a él le hacía falta su ayuda en aquel momento. No se habría marchado dejándolo abandonado, ¿verdad? Se suponía que iban a reunirse con Haviland y Brennan en el muelle, muy temprano, para tomar el barco en el que iban a cruzar el Canal.
No tenía sentido acostarse para volver a levantarse minutos después, así que se había quedado despierto toda la noche. Y así era como había terminado: en un tugurio de Dover, a punto de batirse en duelo la última noche que pasaba en Inglaterra. Haviland lo iba a matar si llegaba tarde y perdían el barco.
El hombre alzó la barbilla con un gesto desafiante o, quizá, para evitar el roce de la hoja del cuchillo de Nolan.
—Por supuesto que le estoy llamando tramposo.
—Pues yo le llamo a usted mal perdedor —replicó Nolan, con la misma vehemencia.
Aquella no era la primera vez que le ocurría algo así. Con los años, jugar se había convertido en algo tedioso: jugar, ganar un poco, ganar escandalosamente, duelo, repetición. Esperaba que los franceses, que tenían la reputación de ser obsesos del juego, fueran mejores adversarios que sus compatriotas.
—¿Quiere que zanjemos este asunto como caballeros, en la calle, o se retracta de su comentario? —le preguntó.
Quedaba menos de una hora para que tuviera que estar en el muelle. A través de las altas ventanas del hotel, vio que una diligencia se acercaba a la acera. Era la suya. Tal vez pudiera batirse en duelo si se daba la prisa suficiente. O, tal vez, lo que debía hacer era salir corriendo, aunque detestaba dejar que aquel hombre le dirigiera insultos que no merecía. Él había contado las cartas con todas las de la ley; tener una mente privilegiada no era un delito.
Estaban empezando a atraer a una multitud de curiosos, aunque fueran las cuatro de la mañana. Los trabajadores que se levantaban cuando despertaba la ciudad iban llegando al hotel para hacer sus repartos y sus entregas. ¿No era eso, precisamente, lo que quería evitar? ¿El hecho de llamar la atención? El escándalo era lo que le había impulsado a dejar Londres, porque la mala reputación que había adquirido había terminado por horrorizar a su padre.
Nolan bajó el cuchillo y le dio un empujón al hombre, y lo tiró sobre la mesa. Después, le metió en el bolsillo de la chaqueta el dinero que le había ganado.
—No merece la pena —dijo.
Cuanto antes saliera de Inglaterra, mejor, pero aquella no era la manera más adecuada de marcharse. Por lo menos, era improbable que a su padre le llegara el rumor de que su hijo se había visto implicado en un duelo justo antes de que zarpara su barco. El Antwerp Hotel no era exactamente el ambiente de su padre.
Estaba a punto de llegar a la puerta cuando su sexto sentido le lanzó un aviso. El desgraciado no había quedado conforme, no había reconocido la piedad que habían tenido con él. Nolan se giró, dando un grito, y la hoja de su cuchillo resplandeció. Captó el brillo del cañón de una pistola bajo la luz de la lámpara de araña del vestíbulo del hotel y, sin titubear, lanzó el cuchillo directamente al hombro de su atacante. La pistola cayó al suelo. Al recepcionista se le escapó un jadeo de incredulidad.
—¡Señor Gray, este es un hotel decente!
—¡Él empezó la pelea! —respondió Nolan—. No es una herida grave.
Había tenido cuidado al apuntar; demasiado cuidado. No iba a poder recuperar el cuchillo. El hombre se lanzó hacia delante, seguramente, porque su descarga de adrenalina había superado al dolor que sentía por el momento. Era hora de huir. El recepcionista llamaría a la policía, y le harían preguntas.
Nolan salió corriendo hacia el patio y vio a Archer acercándose a él, en medio de la oscuridad, desde el establo. Eso no era de extrañar; Archer amaba más a los caballos que a los seres humanos.
—¡Archer, tenemos que irnos! —exclamó Nolan. Lo tomó del brazo y continuó caminando hacia la diligencia, hablando a toda prisa, consciente de que el hombre había salido del hotel y los perseguía.
—No mires ahora, pero ese tipo furioso que viene detrás de nosotros cree que he hecho trampas. Él tiene una pistola, y mi cuchillo bueno. Está en su hombro, pero creo que puede disparar con las dos manos. De otro modo, no tendría sentido —explicó.
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