© María Isabel Santos Caballero, 2018 © Editorial Planeta Colombiana S. A., 2018 Calle 73 N.º 7-60, Bogotá Diseño de cubierta: Departamento de Diseño Grupo Planeta Fotografía de cubierta: © Familia Marroquín Santos |
Fotografías de cuadernillos: Propiedad de la familia Marroquín Santos | Primera edición: noviembre de 2018 |
ISBN 13: 978-958-42-7442-7 ISBN 10: 958-42-7441-4 Impreso por: xxxxxx |
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.
A mis hijos Juan Pablo y Manuela, por su valor y resiliencia al soportar la atroz violencia generada por su padre y los horribles encierros en su niñez.
A mi nuera Ángeles, a quien siento como otra hija que Dios me dio; por su afecto y lealtad incondicional.
A mi nieto Juan Emilio, que me da la fuerza e inspiración necesarias para sobreponerme a todo; por esa mágica conexión de plenitud con mi vida.
A mis padres, mi familia, mis maestros, mis amigas y amigos, y a quienes me escucharon cada noche y leyeron mis escritos respetando mi silencio y mis lágrimas.
Gracias a todos por su amor ilimitado y constante.
PRÓLOGO
“¿Cómo hizo para dormir con ese monstruo?”, me preguntó una de las víctimas de mi marido, Pablo Escobar. “¿Era cómplice o víctima? ¿Por qué no hizo nada? ¿Por qué no lo dejó? ¿Por qué no lo denunció?”.
Esas preguntas, probablemente, son las mismas que miles de personas se hacen sobre mí. La respuesta es porque lo amaba; y aunque a muchos les parezca insuficiente, la verdad es que esa fue la razón por la que estuve a su lado hasta el último día de su vida, a pesar de que infinidad de veces no estuve de acuerdo con sus acciones y sus decisiones.
Conocí a Pablo Escobar cuando yo tenía escasos doce años y él veintitrés. Fue el primer y único amor de mi vida. Me casé con él por la iglesia, convencida de que los votos matrimoniales se cumplen. Me criaron en medio de una cultura paisa machista en la que a las mujeres se les enseñaba a seguir a sus maridos sin preguntar.
Crecí moldeada por Pablo para ser la esposa y la madre de sus hijos, para no preguntar o cuestionar sus comportamientos y hacerme la de la vista gorda. Terminé el bachillerato después de tener a mi primer hijo y de ahí en adelante mi vida giró en torno a mi esposo hasta el día que murió.
Soporté amantes, desplantes, humillaciones, mentiras, soledades, allanamientos, amenazas de muerte, atentados terroristas, intentos de secuestro de mis hijos y hasta largos encierros y exilios. Todo por amor. Por supuesto hubo muchos momentos que me hicieron dudar si debía continuar o no. Pero no fui capaz de dejarlo, no solo por amor sino también por miedo, impotencia y por la incertidumbre de no saber qué sería de mi vida y la de mis hijos sin él. Temí incluso la posibilidad de que el hombre más peligroso de Colombia pudiera hacerme daño si me alejaba de él.
En 1984 —cuando nuestra situación se puso muy complicada por el asesinato del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla— y durante los nueve años siguientes, sentí pánico porque Pablo no midió las consecuencias de sus actos y mucho menos los efectos sobre su propia familia. La sinrazón en la que cayó no permitía cuestionamientos ni reproche alguno, y, a pesar de ello, tampoco tuve la fuerza necesaria para abandonarlo cuando muchos sí lo hicieron.
Cada día de aquellos años de finales de los ochenta y principios de los noventa fue una cuestión de vida o muerte para todos los colombianos, rehenes de una guerra que también nos incluyó a mis hijos y a mí; esquivar la barbarie desatada por mi marido fue todo un reto.
Un carro bomba con setecientos kilos de dinamita explotó en la puerta de nuestro hogar mientras dormíamos. Así comenzó la feroz guerra narcoterrorista con nosotros como objetivo principal de los enemigos de mi marido. Sobrevivimos de milagro, pero a partir de ahí ya no hubo otra opción que esperar las decisiones de Pablo de cómo movernos, cuándo y hacia dónde.
Cuando pude darme cuenta de lo distante que había estado de la realidad tan cruel que nos contenía, ya era demasiado tarde. Era muy joven, ingenua y ciega ante la realidad y por eso sucumbí; muchas veces anduve muy cómoda, pero siempre fue desde la ignorancia de quien no tiene derecho a mirar, opinar, decidir, elegir ni preguntar.
Los últimos tiempos de Pablo fueron muy solitarios; estaba rodeado de muchos hombres, pero de pocos amigos. Su voracidad y ambición desmedida lo llevaron a perder el control de todo. Pensaba solo, definía solo, se hizo dueño de nuestras vidas y se apropiaba con violencia de la vida de todo aquel que se atravesaba en su camino. No tuve la fuerza suficiente para confrontarlo, aunque muchas veces le recriminé por su actuar. Nunca escuchó.
Mi vida y la de mi familia dieron un giro total con su muerte. A partir de ahí tuve que negociar nuestras vidas con sus enemigos, concertar con el Estado una salida, cambiar legalmente nuestras identidades, buscar un país que nos acogiera y ver cómo sacaba adelante a mis hijos y a mi nuera.
El amor por ellos develó fuerzas que no conocía y ello me permitió hacer cosas que nunca pensé. Pero también me di cuenta de que no importara lo que hiciéramos, mis hijos y yo seguiríamos siendo identificados como la familia de Pablo Escobar y cargaríamos hasta la tumba toda clase de prejuicios sociales.
Juan Pablo Escobar, hoy Sebastián Marroquín, decidió darle la cara al mundo en 2009 con el documental Pecados de mi padre, en el que pidió perdón por los crímenes de Pablo. Al publicar sus libros Pablo Escobar, mi padre y Pablo Escobar in fraganti, quiso contar nuestra historia con la única intención de que no se repita, que no sea ejemplo de nada. El coraje de mi hijo me impulsó a seguir su camino, y con su ayuda decidí también contar lo que sentí y viví en aquellas épocas.
Me llevó veinticinco años ponerme de pie, salir del encierro y vencer el miedo para contar con mis palabras cómo fue mi vida al lado de Pablo Escobar. A pesar de los años que viví con él, fue a raíz de las investigaciones que hice para este libro que empecé a dimensionar y a entender cabalmente lo que aconteció en nuestras vidas. Para llegar a esto tuve que vencer el miedo a que me juzguen mal y convivir con las incertidumbres de las muchas personas que me pidieron que no lo hiciera, que dejara las cosas así. Pero considero que asumí un camino sin retorno porque quería dejar atrás tantos años de silencio. Contar mi historia se convirtió en una necesidad para mí.
Ahora, con la mirada que da la distancia y la sabiduría de los años, he vuelto a ver esa película con detenimiento y me doy cuenta de mis responsabilidades e irresponsabilidades, de mis aciertos y desaciertos.
La investigación de campo para desarrollar este libro me sirvió para descubrir que no sabía muchas cosas de mi marido; al punto de que en muchos pasajes de la historia lo desconozco por completo y en otros francamente me siento horrorizada.
Cuando terminó de leer el texto, mi hijo comentó que creía saber casi todo sobre su padre, pero reconoció que este libro cambiará para mal, la imagen y visión que tuvo de él.
Este proceso ha sido doloroso y no exento de lágrimas porque me ha llevado a cuestionar muchas de mis decisiones y a reflexionar sobre lo que hice y dejé de hacer. Escribir ha sido una catarsis, un viaje a profundidad para indagar sobre esta historia, que ha desgarrado el alma y el corazón de miles de familias.
En este tiempo he comenzado a recorrer, una por una, la memoria de las personas que sufrieron el horror de la guerra del narcotráfico. Siento tristeza y vergüenza infinitas por el enorme dolor que generó mi marido y al mismo tiempo lamento que sus acciones hayan dejado graves secuelas en mis hijos y también sobre mí.