Nativel Preciado
Camino de hierro
Para Alejandro,
Sara y Pablo.
Trabaja en este mundo
como si fueras a vivir eternamente
y trabaja para la otra vida
como si fueras a morir mañana.
Naguib Mahfuz
Si quieres ver cómo se ríe Dios, cuéntale tus planes», repite uno de mis personajes. Escribí esta historia para huir de la realidad y lo hice en tres versiones diferentes, cuidando tanto el final como el principio, pero todos mis esfuerzos fueron inútiles y la realidad se impuso. Está escrita en primera persona, fingiendo que se trata de una autobiografía, aunque no es más que una memoria reinventada sobre el sufrimiento colectivo de un país y el dolor, más íntimo, de una persona que se ve obligada a recorrer un tortuoso «camino de hierro» en busca de la memoria. Si no nos enfrentamos a nuestros fantasmas, éstos nos perseguirán. Todos pasamos por tragedias inevitables, pero existen otras, como las guerras, que son prescindibles e indignas.
Apenas hacen falta explicaciones previas. Paula, la protagonista, realiza un arduo viaje para respetar la palabra dada a sus muertos y lo narra a través del monólogo interior y del diálogo que establece con los personajes que surgen en su camino. El itinerario es muy sencillo. Se trata de un relato elemental, sin grandes disquisiciones, ni paréntesis, ni apartados ni notas a pie de página. Si utilizo un pequeño divertimento para iniciar cada una de las siete partes en las que se divide la historia, es porque ese número cabalístico me ha perseguido durante mi travesía. Escribir es un ejercicio de alquimia que consiste en alterar los recuerdos para confundir la realidad que los inspiró. Por eso eludo, intencionadamente, las descripciones físicas minuciosas, para que el lector contemple los personajes con sus propios ojos. También forma parte del juego el simbolismo rudimentario de los nombres de los personajes y la fascinación que ejercen en ellos las constelaciones del firmamento.
Como no quiero mentir, vaya por delante que me ha salido una historia melancólica. La mente, a veces, se ilumina más en la oscuridad de la noche que con la luz del día. Sería imperdonable aburrir al lector, además de hacerle llorar, de modo que para reducir el sufrimiento a la mínima expresión no me he recreado en los detalles escabrosos, y he llevado a cabo una ingente labor de poda. Siempre queda cierta esperanza al final del camino.
Hay una literatura que ayuda a olvidar y otra a comprender. Ojalá esta historia sirva para que las malas vivencias del pasado no se repitan. La memoria sólo es la herencia que nos prestaron nuestros padres para que se la donemos a nuestros hijos. He contado este ensueño para dialogar con mis muertos, firmar la paz con mis antepasados y, sobre todo, conmigo misma.
Capítulo 1 . Sola en el Edén
Durante años viajaron juntos en busca del rastro de las siete maravillas del mundo antiguo, pero sólo encontraron la única que queda en pie: las pirámides de Giza. Treparon hasta lo más alto de los monumentos funerarios de Keops, Kefrén y Micerinos. Quisieron dejar un mensaje en la Gran Pirámide entre las rendijas de sus descomunales bloques de granito, como habían hecho en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén, pero forman filas tan prietas que no es posible introducir ni el filo de una navaja. Por eso, ahora, no concibe mayor tormento que estar sola en el paraíso, dicho sea en honor a Goethe. La soledad, sin embargo, la sitúa frente a sí misma.
Vivo sola en una casa de quinientos metros, con veintiséis puertas y veinticuatro ventanas que abro todos los días para que se ventile, porque si las dejo cerradas, a veces, huele a muerte. Sólo el trabajo de abrir y cerrar ventanas me ocupa demasiado tiempo. Los amigos me aconsejan que venda la casa o, al menos, alquile la mitad. Pero no lo haré, porque todavía espero que regrese Lucas. Me abandonó hace más de un mes y no sé nada de él. Se limitó a dejarme una nota diciendo que se iba de viaje y que ya me llamaría. Quiero que vuelva, aunque a veces me sucede con las personas lo mismo que con los perros, procuro desprenderme de ellos poco a poco, porque sufro de una manera inaguantable cuando los pierdo. Prefiero estar sola para evitar enfermedades y desgracias ajenas. Soporto mejor mi propio dolor que el de los demás.
Vivir en una casa tan grande para mí sola es un despilfarro. En realidad no se trata de una casa, sino de tres unidas. Lucas y yo nos fuimos apropiando de los apartamentos que se iban quedando vacíos en la cuarta planta, porque pensábamos compartirlos con varios amigos cuando los hijos se independizaran. Ya teníamos habilitados los trasteros para instalar los servicios comunes y alojar a un par de personas que nos ayudasen con las compras, la comida y la limpieza. Jugaríamos a las cartas, veríamos películas, organizaríamos encuentros literarios, sesiones fotográficas, recitales de poesía, jornadas musicales, fiestas con baile, comilonas y daiquiris.
Era un proyecto compartido por media docena de cuarentones, a los que, de todos modos, los achaques de la madurez, probablemente, nos hubieran impedido disfrutar de un ocio tan intenso. Desde hace una década compartía este sueño con mis tres viejas amigas, a las que se unieron sus respectivas parejas a pesar de sus recelos de advenedizos. No obstante, entre todos atesorábamos recuerdos de hacía casi treinta años gracias a Lucas, nuestro vínculo y una parte esencial de nuestras vidas, especialmente de la mía. Lucas ya no está conmigo, ha sido el último que me ha abandonado, y mi único objetivo es lograr que vuelva a esta casa, si es posible, vivo y sano. Que vuelva de cualquier modo, porque no puedo soportar esta incertidumbre y necesito hacerle preguntas cuya respuesta me es imprescindible para seguir existiendo.
Mis amigas del alma se marcharon antes de tiempo y la relación con sus parejas, ignoro por culpa de quién, se fue deteriorando. Cuando digo que se fueron antes de tiempo, me refiero a que murieron jóvenes, ni siquiera llegaron a cumplir los cincuenta, lo cual, supone un desastre prematuro y poco habitual en este siglo. Resulta demasiado inquietante que mis mejores amigas se hayan muerto tan jóvenes, cada una a causa de un cáncer diferente, así que conozco los síntomas, la terapia, la evolución y el desenlace de esta enfermedad. Me espanta que las personas cercanas no lleguen a completar su ciclo vital; se van de pronto y mi vida queda bruscamente interrumpida. Empiezo a sospechar que se trata de una maldición o quizá de una prueba a la que me somete el destino y que no logro superar. ¡Maldita soledad!
De modo que las muertes sucesivas me obligaron a abandonar el sueño de convertir esta casa en un refugio para la madurez. Por eso estoy aquí, en este espacio tan desmesurado, rodeada de espíritus cuya presencia no logro percibir. Sé que las casas conservan la energía de sus habitantes. En una parte de los quinientos metros vivió un viejo sabio por el que Lucas y yo sentíamos una enorme admiración y al cual rezo por las noches con la esperanza de que interceda por mí. Nos dejó una imagen de plata en una de las puertas a la que de vez en cuando me encomiendo, con poca fe, pero con mucha esperanza.
Ahora la casa parece estar maldita y, sin embargo, no tengo fuerzas para huir de ella. Algo similar les sucede a las personas que nacen, viven y mueren junto a un volcán o en una zona de frecuentes terremotos o a orillas de los ríos que se desbordan o de los mares que de vez en cuando se traga la tierra. La gente no se va porque acepta su destino. Casi nadie se molesta en huir de él, quizá porque piensa que está escrito en algún lugar. Habrá que preguntarse por qué hay países dejados de la mano de Dios, condenados a la fatalidad de la tragedia, cuyos habitantes aceptan con resignación todo lo que les viene encima.
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