Gioconda Belli
El país de las mujeres
© 2010, Gioconda Belli
Era una tarde ventosa y fresca de enero. El poderoso soplo de los vientos alisios alborotaba el paisaje con sus revoltijos. Por la ciudad la hojarasca hacía cabriolas, flotando de una acera a la otra y rozando las cunetas con un ruido de rastrillo en sol menor. La laguna frente al Palacio Presidencial de Faguas tenía el agua encrespada y el color de un oscuro café con leche. Olía a amarillo, a flores silvestres estropeadas, a cuerpos sudorosos apretujándose.
Sobre la tarima, la presidenta Viviana Sansón terminó de pronunciar su discurso y alzó los brazos triunfante. Le bastaba agitarlos para que la plaza entera prorrumpiera en renovados aplausos. Era el segundo año de su mandato y el primero en que se celebraba, por todo lo alto, el Día de la Igualdad En Todo Sentido que el gobierno del PIE mandó incorporar a las efemérides más ilustres del país. A la Presidenta la emoción le enturbiaba los ojos. Toda esa gente, mirándola con exaltado fervor, era la razón de que ella estuviese allí sintiéndose la mujer más dichosa del mundo. La energía que le transmitían era tal que habría querido seguir hablando de los sueños locos con los que desafió los pronósticos de cuantos pensaron que ella jamás llegaría al poder, ni contemplaría como lo hacía en aquel momento el fruto de la audacia y del enorme esfuerzo puesto en el empeño por ella y sus compañeras del Partido de la Izquierda Erótica.
Miró a su alrededor. Se veían muchachas arriba de las terrazas de los edificios circundantes, muchachas encaramadas en los árboles del parque vecino y hasta sobre el techo de la glorieta al centro, hombres sentados sobre la escalinata del palacio presidencial. Alrededor de la tarima, las policías del cordón de seguridad se bamboleaban bajo la presión de la multitud. Pobres, pensó, mientras seguía trotando, moviendo los brazos en alto de un lado al otro, dando vueltas por el estrado circular. No habría querido policías, pero Eva insistía en cuidarla. Le preocupaba que ella hablara desde el centro de las plazas.
El sudor le corría por la espalda tras aquellas dos horas de moverse de un lado al otro. Nunca decía sus discursos detrás de los podios. Con su estilo de rockera en concierto -toda de negro y con botas- había roto la tradición de los políticos machos de antaño, siempre protegidos tras mesas y parapetos. Ella no. Quería que la gente la percibiera cercana, accesible. Desde su toma de posesión como Presidenta de Faguas, y aun antes, en su campaña electoral, siempre habló desde el centro de las multitudes, con el micrófono en la mano. El círculo era un abrazo, había declarado, y la palabra mágica de su administración era c o n t a c t o; todos en contacto: tocarse, sentirse. El círculo era la igualdad, la participación, el vientre materno, femenino. El símbolo reiteraba su fe en el valor de percibir con el corazón y no solamente con la razón. Fue el giro que ella le imprimió a la política del país y el que le permitió envolverse en el calor de los otros, ese calor que la hacía sudar en el esplendoroso sol de aquel día que empezaba a apagarse.
Viviana continuó su recorrido por el redondo escenario. A sus cuarenta años tenía un físico envidiable: un sólido cuerpo moreno claro de nadadora, una mata de pelo oscura de rizos africanos hasta los hombros -herencia del padre mulato que nunca conoció- y el rostro delgado de su madre, de facciones finas pero con grandes ojos negros y una boca de labios anchos y sensuales. Aquel día, Viviana vestía una camiseta negra de escote profundo, por el que sobresalían los pechos abundantes cuya utilidad solo aceptó cuando se metió en política. Durante su adolescencia su tamaño la incomodó de tal manera que practicó el nado como deporte cuando se fijó que todas las nadadoras eran planas como tablas de planchar. Ella, aunque brilló en sus proezas acuáticas y hasta llegó a ser campeona nacional de natación, apenas si logró hacer mella en el desarrollo desaforado de sus ya famosas tetas. Al final no le quedó más que abrazar sus generosas proporciones. Terminó pensando que debía celebrarlas y convertirlas en sinónimo del compromiso de darle a la población de aquel país los ríos de leche y miel que el mal manejo de los hombres le había escatimado. A veces se recriminaba su exhibicionismo, pero que funcionaba, funcionaba. No sería ni la primera ni la última mujer que descubría el hipnótico efecto de un físico voluptuoso.
Tras completar corriendo otras tres vueltas al redondel deteniéndose de tanto en tanto para alzar los brazos en señal de victoria, Viviana decidió que ya era suficiente. La sensación de triunfo era embriagadora, pero estaba cansada y no quería exagerar. Suficiente egolatría, pensó. Era peligroso, a su juicio, alimentar demasiado la adoración de la gente. Desde el principio, Martina, Eva, Rebeca e Ifigenia insistieron en que cabalgara sobre el influjo magnético que ejercía sobre las multitudes. Ella asumía una y otra vez el reto; llevaba a las masas al paroxismo del entusiasmo pero, después, sentía la compulsión maternal de tranquilizarlas y tenía que contener el deseo de cantarles canciones de cuna o de contarles cuentos como hacía con su hija luego de una buena sesión de alboroto, de correr por la casa gritando, haciéndose cosquillas, revolcándose. A Celeste, cuando era pequeña, siempre podía calmarla hasta dejarla soñolienta, lista para lavarse los dientes y ponerse el pijama. Con las multitudes no podía usar el mismo método, pero intentaba otras modalidades: cambiaba de ritmo, se relajaba, entraba en un andar quieto, agitando suavemente los brazos, caminando despacio, cada vez más despacio alrededor del círculo. Hizo señas a sus compañeras del PIE, las que iniciaran con ella la idea de aquel partido, para que subieran al estrado y caminaran todas juntas, tomadas de la mano como el elenco de una obra de teatro que termina. Le gustaba que se sintieran queridas, que disfrutaran un triunfo que igualmente les pertenecía. Eva Salvatierra, Martina Meléndez, Rebeca de los Ríos e Ifigenia Porta también eran mujeres atractivas y vibrantes. Eva era pelirroja, menuda, con pecas en las mejillas y una voz gangosa, ligeramente adolescente que contrastaba con su mortífera eficiencia. Martina era rubia castaña, más voluptuosa que flaca, pelo liso. Había nacido con el don de un irreverente sentido del humor. Sus ojos pequeños y oscuros ponían en duda casi todo por principio. Rebeca de los Ríos, alta, morena, esbelta como un junco, como habría dicho doña Corín Tellado, era de una belleza oscura y misteriosa y tenía el porte más elegante y refinado de todas. Ifigenia, la Ifi, era delgada, de cara larga y nariz pronunciada; todas la querían porque se parecía a la Virginia Woolf.
Los aplausos subieron momentáneamente de tono, pero fueron disminuyendo en la medida en que Viviana empezó a hablar lentamente: Ahora nos iremos todos a casa, dijo en el micrófono suavemente, casi susurrando las palabras, sonriendo, repitiendo gracias, gracias, como un mantra, un conjuro que a ella misma le permitiera aceptar el asombro gozoso de que tantos hubiesen depositado su confianza en ella y su gobierno.
A este punto, usualmente, el ánimo del público empezaba a decrecer, salía de pechos, gargantas y bocas, como un espíritu exhausto, a disolverse en un aire de final de fiesta. Ella solía observar fascinada el proceso: la energía acumulada esfumándose de los cuerpos como un flujo de agua derramada perdiéndose por las esquinas, mientras la compacta multitud se abría como una mano extendida despidiéndose.
Aquel día, sin embargo, aún reservaba una sorpresa: fuegos artificiales donados por la Embajadora de China. La primera detonación se escuchó a lo lejos. La multitud detuvo su éxodo. Un paraguas de luces rosa encendido descendió desde el cielo sobre la plaza. Lo sucedieron cascadas de iluminados pétalos blancos, arañas verdes, copos de azul y tentáculos amarillos. Todos los rostros se alzaron para mirar el deslumbre mientras de las gargantas brotaban las exclamaciones. Viviana sonrió. Amaba los fuegos artificiales. Eva, que era Ministra de Seguridad y Defensa, había dispuesto que ella y las demás bajaran del estrado y se retiraran a mirar las luces desde un sitio más seguro, pero Viviana no se movió, cautivada por la luz y por el efecto del cielo encendido sobre los rostros de aquella multitud súbitamente transportada a los portentos de la infancia. Ajena ya a su rol de protagonista, normalizado el flujo de adrenalina de su actuación pública, pudo, en ese instante de reposo, reparar en un hombre con la cabeza cubierta por una gorra azul de camionero que se abría paso entre la multitud. Lo vio acercarse y alzar los brazos a poca distancia como para sacarse una sudadera por la cabeza. Muy tarde reconoció su intención. No oyó el disparo pero un calor viscoso la golpeó fuertemente en el pecho y la frente y la hizo perder el equilibrio. Cayó hacia atrás sin remedio, desplomándose cuan larga era. Aún alcanzó a oír el griterío que irrumpió a su alrededor. Vio un hombre flaco, también de gorra, con cara de buen samaritano inclinarse sobre ella. Quebrándose en el caleidoscopio del líquido tornasol en el que lentamente sintió hundirse, vio los rostros de Eva, Martina y Rebeca como reflejos asomados a un estanque. Cuando oyó el aullar plañidero de las ambulancias, ya sus pensamientos, como si alguien hubiese abierto una trampa, corrían a desaguar en un total silencio.
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