Gioconda Belli
La Mujer Habitada
"Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nace nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira."
Eduardo Galeano
Mito de los indios makiritare. Memorias del Fuego
Herria isilerazi nahi izan zuten,
bitza kendu,
mintzaira eragotzi.
eta iroultza sortu zen.
emakumea isilerazi nahi izan zuten,
mutu bíhurtu, enoratu, baztertu,
eta orduan HITZA jaio zen, Emakume hitza,
iraultza, bici-iturri.
Laura Mintegi
AL AMANECER EMERGÍ. Extraño es todo lo que ha acontecido desde aquel día en el agua, la última vez que vi a Yarince. Los ancianos decían en la ceremonia que viajaría hacia el Tlalocan, los jardines tibios de oriente -país del verdor y de las flores acariciadas por la lluvia tenue- pero me encontré sola por siglos en una morada de tierra y raíces, observadora asombrada de mi cuerpo deshaciéndose en humus y vegetación. Tanto tiempo sosteniendo recuerdos, viviendo de la memoria de maracas, estruendos de caballos, los motines, las lanzas, la angustia de la pérdida. Yarince y las nervaduras fuertes de su espalda. Hacía días que oía los pequeños pasos de la lluvia, las grandes corrientes subterráneas acercándose a mi morada centenaria, abriendo túneles, atrayéndome a través de la porosidad húmeda del suelo. Sentía que estaba cercano el mundo, lo veía acercarse en el diferente color de la tierra.
Vi las raíces, las manos extendidas, llamándome. Y la fuerza del mandato me atrajo irremisiblemente. Penetré en el árbol, en su sistema sanguíneo, lo recorrí como una larga caricia de savia y vida, un abrir de pétalos, un estremecimiento de hojas. Sentí su tacto rugoso, la delicada arquitectura de sus ramas y me extendí en los pasadizos vegetales de esta nueva piel, desperezándome después de tanto tiempo, soltando mi cabellera, asomándome al cielo azul de nubes blancas para oír los pájaros que cantan como antes.
Canté también con mis nuevas bocas (hubiera querido danzar) y hubo azahares sobre mi tronco y en todas mis ramas, olor de naranjas. Me pregunto si habré llegado, por fin, a las tierras tropicales, al jardín de abundancia y descanso, a la alegría tranquila e interminable reservada a los que mueren bajo el signo de Quiote-Tlátoc, señor de las aguas… Porque no es tiempo de floraciones; es tiempo de frutos. Pero el árbol ha tomado mi propio calendario, mi propia vida; el ciclo de otros atardeceres. Ha vuelto a nacer, habitado con sangre de mujer.
Nadie sufrió este nacimiento, como sucedió cuando asomé la cabeza entre las piernas de mi madre. Esta vez no hubo incertidumbre, ni desgarraduras en la alegría. La partera no enterró mi xicmetayotl, mi ombligo, en la esquina oscura de la casa; ni me tomó en sus brazos para decirme: "Estarás dentro de la casa como el corazón dentro del cuerpo… serás la ceniza que cubre el fuego del hogar". Nadie llora al ponerme nombre, como hubo de hacerlo mi madre, porque desde la aparición lejana de los rubios, de los hombres con pelos en la cara, todos los augurios eran tristes y hasta temían llamar al adivino para que me pusiera nombre, me diera mi tonalli. Temían conocer mi suerte. ¡Pobres padres! La partera me lavó, me purificó implorando a Chalchiuhtlicue, madre y hermana de los dioses y en esa misma ceremonia, me llamaron Itzá, gota de rocío. Me dieron mi nombre de adulta, sin esperar que llegara mi tiempo de escogerlo, porque temían el futuro.
En cambio, ahora todo parece tranquilo a mi alrededor: hay arbustos recién cortados, flores en grandes maceteras y un viento fresco que me mueve, me mece de un lado al otro como si así me saludara, me diera la bienvenida a la luz después de tanta oscuridad.
Extraño es este entorno. Me rodean muros. Construcciones de anchas paredes como las que nos hacían levantar los españoles.
Vi una mujer, la que cuida el jardín. Es joven, alta, de cabellos oscuros, hermosa. Tiene rasgos parecidos a las mujeres de los invasores, pero también el andar de las mujeres de la tribu, un moverse con determinación, como nos movíamos y andábamos antes de los malos tiempos. Me pregunto si trabajará para los españoles. No creo que trabaje la tierra, ni sepa hilar. Tiene manos finas y unos ojos grandes, brillantes. Brillan con el asombro de quien aún descubre.
Todo quedó en silencio cuando se marchó; no escuché sonidos de templo, movimiento de sacerdotes. Sólo la mujer habita esta morada y su jardín. No tiene familia, ni señor y no es diosa porque teme: cerró puertas y candados antes de marcharse.
El día que floreció el naranjo, Lavinia se levantó temprano para ir a trabajar por primera vez en su vida.
Soñolienta apagó el despertador. Odió su mugido de sirena de barco alborotando la paz de la mañana. Se frotó los ojos y se desperezó.
El olor entraba por todas partes. La esencia de los azahares la sitiaba desde el jardín con insistencia. Se asomó a la ventana, arrodillándose sobre la cama y desde allí miró el naranjo florecido.
Era un árbol viejo, situado justo frente a la ventana de la habitación. El jardinero de su tía Inés lo había sembrado tiempo atrás, jurando que daría frutos todo el año porque era un injerto producto de la acuciosidad de sus manos de curandero, jardinero, conocedor de hierbas. La tía le tomó cariño al árbol, a pesar de que nunca, mientras ella vivió, dio muestras de querer florecer.
Serían las lluvias tardías de diciembre, pensó Lavinia. "Lluvias fuera de estación, señales de prodigio" solía decir su abuelo.
Perezosa, se metió al baño. Encendió la radio al pasar, levantando del suelo la ropa dejada caer con descuido cuando llegó trasnochada a acostarse. Le gustaba su habitación, arreglada con canastos y colchas de colores. Con un sueldo de arquitecto, podría mejorar la decoración folklórica pensó, mientras se bañaba, entusiasmándose ante la perspectiva de su primer día de trabajo.
El olor de los azahares llovía en el agua de la ducha. Era un buen augurio que el árbol hubiera florecido ese día precisamente, se dijo, frotándose el pelo largo y castaño, pasándose luego el peine para desenredarlo. Salió del baño secándose en la enorme toalla playera y se maquilló ante el espejo, aumentando el tamaño de sus ojos, los rasgos de su cara llamativa. No le habría gustado ser como Sara, su mejor amiga; tener rasgos de muñeca de porcelana. La imperfección tenía sus atractivos. Su cara que, en otro tiempo, no hubiera tenido mayor éxito, no podía estar más a tono con la música rock, la moda hippie, las minifaldas, la continuada rebeldía de la década anterior, la modernidad descuidada de principios de los setenta.
Sí, se dijo, escogiendo cuidadosamente la ropa, sacudiendo la cabeza para acomodar los rizos -el secreto era no peinarse- ella estaba a tono con la época. Hacía más de un mes se había trasladado a la casa de la tía Inés, abandonando la casa paterna. Era mujer sola, joven e independiente.
La tía Inés era quien de niña la había criado. En esa casa, solía pasar largas temporadas porque sus padres andaban muy ocupados con la juventud, la vida social y el éxito. Sólo cuando se percataron que ya estaba crecida, cuando le vieron asomar la edad, los senos, el vello, las curvas, pusieron en plena vigencia la patria potestad para mandarla a estudiar a Europa, como se estilaba en ese tiempo entre la gente de linaje.
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