Antonio Dikele Distefano - Fuera llueve, dentro también. ¿Paso a buscarte? (Spanish Edition)
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Fuera llueve, dentro también. ¿Paso a buscarte? (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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Traducción de Ana Ciurans Ferrándiz
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Para mi familia,
Endri,
la Primavera Árabe,
Benni y Fred.
Y para mi madre, que me ha enseñado a amar la lluvia.
Quisiera que África brillara como los diamantes
que le han robado.
Me tratas como a África, me quitas lo mejor y después
me dejas tirado.
ANTONIO DIKELE DISTEFANO
ME ENAMORÉ DE ELLA PORQUE UNA NOCHE ME SONRIÓ.
CUANDO SALIMOS JUNTOS, ME DI CUENTA
DE QUE LE SONREÍA A TODO EL MUNDO.
Hacía varias semanas, meses quizá, que había dejado de quererla, pero seguía sintiendo celos. La idea de que pudiera ser feliz con otro me resultaba insoportable. No quería que me olvidara, que pasara
completamente de mí, que nos convirtiéramos en miradas que se cruzan en el metro a las siete de la
mañana.
Era como esos niños que tienen montones de juguetes que ni siquiera usan, pero que tampoco prestan a nadie. De esos que sueltan impulsivamente «es mío» con tono tajante.
«Vosotros, los hombres, tratáis mal a quien os quiere, pero os dejáis tratar mal por quien no os quiere...»
Pero no era solo que ya no la quisiera, sino que la odiaba. La odiaba cuando salíamos con mi mejor amigo y ella se pasaba todo el rato mirándolo, sonriéndole como si quisiera decirle algo.
Algo que no tenía nada que ver conmigo.
Y yo no lograba hacer como si nada, disimular el miedo que me daba lo que habría podido pasar.
Cuando intentaba hablarle de eso, me decía que era un paranoico.
«Pero ¿cómo se te ocurre? Es feo. ¡Aunque no tuviera novio, nunca saldría con él!»
Había pasado de estar loco por ella a estar simplemente loco.
¿Qué motivo tenía para inventármelo todo? ¿Por qué iba a buscar un pretexto para discutir?
Me cabreaba que mi amigo no hiciera nada para evitar esas miradas, sino todo lo contrario, que las
buscara. Era como si yo no existiera. En cuanto me distraía un momento, ya se estaban mirando.
Al pensarlo, todavía me molesta.
Fui perdiendo la costumbre de leer sus mensajes, de decirle «Ya llego», «¿Te apetece hacerlo?»,
«¿Dónde estás?», de decirle que viniera si salía con mis amigos.
Cuando lo dejamos, comprendí que no tenía celos de ella, sino de ellos, porque otro hombre, sin
hablar ni hacer nada, la hacía sonreír.
Cuando una historia se acaba, quedan los mensajes, las fotos, los intentos de arreglarlo todo, las cosas que no se han dicho. Páginas de la memoria, fragmentos de algo que se podría reconstruir con
la imaginación en cualquier momento.
Me acuerdo de que siempre me enfadaba cuando me escribías «si quieres, mañana nos vemos...»,
porque, cuando se trataba de ti, yo siempre quería. Me acuerdo de lo feliz que me hizo que me dijeras que habías instalado Skype, porque así, si un día nos peleábamos, nos encontraríamos allí, entrando
los dos a la vez para decirnos que nos echábamos de menos.
Y cada mensaje tiene tu rostro mirándome todavía. Adhesivos que se desprenden porque ya ha pasado mucho tiempo, arena bajo los pies de quien no sabe que un día fuimos piedras.
Salimos juntos siete meses, y durante tres solo fui tu chico.
Después lo dejamos.
Te veías desde hacía meses con un amigo, a mis espaldas.
Con un amigo mío. Por eso yo era solo tu chico, porque nuestra relación solo era apariencia y se
limitaba a «estar físicamente cerca», nada más.
Te había conocido el verano anterior. Le pedí tu correo electrónico a tu hermano y poco después
empezamos a salir. Me llamabas «Anto», no lo soportaba, yo te llamaba
«Amor», tú sí lo soportabas. Mis frases siempre acababan con una coma. Me
salía espontáneamente porque no quería que nuestras conversaciones se acabaran
nunca.
Pero acababan.
A las once me dabas siempre las buenas noches.
«Tengo que irme, Anto. Mañana tengo un examen. Buenas noches, un abrazo.»
«Hasta mañana. Buenas noches.»
Pero yo no dormía. Releía todo lo que nos habíamos escrito, tenía el «síndrome
del SMS».
—¿Cuándo naciste? —me preguntaste un día.
Era nuestra segunda cita, y cada pregunta era una manera de llenar el silencio
para no aumentar la vergüenza que sentíamos.
Estábamos a punto de darnos el primer beso, sentados en la parada de autobús
que hay enfrente del bar Fellini.
—El 25 de mayo, ¿por qué?
—Eres Géminis.
—¿Y eso importa?
—¿Te acuerdas de Cioè, aquel tebeo que se puso de moda hace unos años? En las
dos últimas páginas había un horóscopo con una tabla que indicaba quién iba a ser
el amor de tu vida según a tu signo zodiacal. Siempre me salía «Géminis» y
todas mis amigas decían: «¡No! ¡Es imposible!».
—En pocas palabras, acabas de decirme que me quieres...
—No lo digo yo, sino el tebeo.
La música, el insomnio y los apodos eran tu especialidad.
También te gustaban las estrellas: «Siempre nos observan, mientras que
nosotros las miramos solo cuando se caen».
Y te encantaban Los novios de Manzoni y la gimnasia artística. Te quería desde
hacía unas horas, unos días.
Te llamaba continuamente y acercaba el móvil a la cadena de música para
decirte que fuera estaba oscuro, pero que tú existías, amor. Te repetía las
palabras de Tiziano Ferro. Pero a ti te gustaban los Tokyo Hotel.
—Ven aquí.
—No, ven tú.
—Va, ven tú, siempre voy yo.
Quedábamos a mitad de camino.
Ya había estado en su casa, pero aquella noche me quedé a cenar. Comimos todos juntos, su padre no
me quitó el ojo de encima y su madre me acribilló a preguntas. Aquello no fue una cena, sino un interrogatorio en toda regla.
«Antonio, ¿a qué instituto vas?»
«Antonio, ¿ya sabes a qué universidad vas a ir?»
«Antonio, ¿a qué te dedicas?»
Odio la pregunta «¿a qué te dedicas?». Como si el trabajo definiese nuestras vidas.
El trabajo, en realidad, las ennoblece.
Si hubiera sido más descarado, aquella noche habría respondido: «Me dedico a querer a su hija».
No lo hice.
Hay chicos que viven cada día de su vida pendientes de lo que podría gustarles o no a sus padres y,
por suerte, yo les gustaba a los suyos.
La madre llevaba la ropa de su hija con desenvoltura, y si no hubiera sido por las arrugas, que no
ocultaba con ningún maquillaje, le habría echado treinta años. El padre era un tipo sencillo. Un hombre moderno, enamorado, ambicioso, joven, una persona capaz de dirigir sus pasos hacia lo que
realmente quería.
Me habría gustado ser un padre así.
Sin que ellos lo supieran, decidí que si teníamos un hijo, sería chico y lo llamaríamos Erik. Me imaginaba un niño único en el mundo, diferente de todos los demás, pero igualmente maravilloso.
Los mulatos son muy guapos, y así sería nuestro hijo, de mi sangre pero de otro color.
Creo que el mundo es como un piano cuyas teclas, blancas y negras, emiten una dulce melodía. Como
las galletas Oreo.
Nunca he estado de acuerdo con los que dicen que todos somos iguales.
Mi padre tampoco. Decía: «Todos estamos al mismo nivel, cada uno de nosotros es un cero, porque el cero no es un número, sino un punto que hay que llenar, y cada uno tiene que decidir con
qué quiere llenarlo...».
Y proseguía: «Antes de que los blancos llegaran a África, nosotros éramos ciudadanos. Y aunque
no sabíamos comer con cubiertos, tampoco sabíamos lo que era el hambre. Sin embargo, ahora no
somos más que monos clandestinos que vienen a sus países a robarles el trabajo, cuando fueron ellos
los que nos robaron la dignidad. El día en que ya no haya extranjeros, les tendrán tirria a los homosexuales, a los obesos, a los del sur, a los comunistas, a las mujeres, a los parados. Y cuando ya no les quede nadie, se tendrán tirria a sí mismos, porque comprenderán que se merecen la soledad».
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