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Antonio Trujillo García - Asesinos: Crímenes que estremecieron España (Spanish Edition)

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Antonio Trujillo García Asesinos: Crímenes que estremecieron España (Spanish Edition)

Asesinos: Crímenes que estremecieron España (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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ASESINOS

Crímenes que estremecieron España

Antonio Trujillo García

© Antonio Trujillo, 2017

© De esta edición: Bresca Editores Digitales, 2017 www.brescaeditores.com

© Fotografía y diseño de portada: DG Angélica McHarrell www.mcharrell.com

Queda terminantemente prohibida, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

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Para ti. Sé que estás ahí. En algún sitio .  

Sangre y oro

«Qué alegría morir en la silla eléctrica. Será el último escalofrío. El único que todavía no he experimentado...». Albert Fish (El vampiro de Brooklyn)

Un mes y medio antes de que el Titanic colisionara contra un iceberg en su viaje inaugural, concretamente la mañana del 29 de febrero de 1912, Cruz Mendiola, comandante de la Guardia Municipal de Barcelona, accedió a una vivienda situada en la segunda planta del número 29 de la calle de Poniente, en el corazón del barrio del Raval, seguido de cuatro guardias armados con mazas y palancas de hierro. Los cinco hombres vestían uniformes azules de paño, con dos hileras de botones de cobre en la pechera y una gorra redonda con el escudo de la ciudad. También lucían frondosos bigotes que les cubrían por completo el labio superior, y zapatos de materiales y modelos distintos. Uno de ellos calzaba unas botas de cuero marrón muy gastado; otro llevaba algo parecido a unos zapatos de claqué con la parte trasera de la suela desprendida; y otro, unos escarpines de tela a los que faltaban los cordones.

―¡Todos adentro! ―ordenó el comandante, desde el estrecho recibidor de la casa―. Registrad hasta el último rincón.

El comandante se quitó la gorra en cuanto el último guardia pasó a su lado, sacó un pañuelo deshilachado de su bolsillo y se lo pasó por la frente. Se sentía mareado. En el ambiente flotaba un extraño olor que le irritaba las fosas nasales. En el suelo de barro cocido de la casa faltaban algunas baldosas, las paredes del recibidor estaban agrietadas y las vigas del techo estaban infestadas de carcoma. El comandante cerró los ojos y suspiró. Apenas había dormido en las últimas veinticuatro horas, lo cual, a sus sesenta y dos años, hubiera bastado para acabar con las fuerzas de cualquiera.

La tarde del día anterior se había presentado en su despacho el mismísimo alcalde en persona, don Joaquim Sostres Rey, para ordenarle que se hiciera cargo de la investigación. “No puede haber un solo fallo”, dijo el alcalde, mientras encendía un habano. “Todos los ojos de la ciudad están puestos sobre nosotros, así que no podemos permitirnos ese lujo”. “No se preocupe, señor”, contestó Mendiola, con el labio inferior tembloroso. “Le aseguro que no tiene de qué preocuparse”. El alcalde miró a través de la ventana, hacia la tarde lluviosa de Barcelona, y dio una larga calada a su cigarro. “Eso espero”.

El comandante dobló el pañuelo y volvió a meterlo en su bolsillo. Al mirar a su derecha, descubrió que la única puerta que había al otro lado del rellano estaba abierta, aunque solo unos pocos centímetros. A través de la estrecha rendija pudo ver el ojo izquierdo de la vecina, que lo observaba como si lo hiciera a través de un punto de mira. Mendiola volvió a colocarse la gorra rápidamente y miró a su alrededor, tratando de disimular su agotamiento. ¿Es que aquella mujer no iba a dejar nunca de fisgonear? Supo que era una entrometida desde el primer momento en que la vio. Aunque también es cierto que, de no haber sido por ella, no habrían podido encontrar a la niña.

Aquella mujer se llamaba Claudina Elías, y vivía justo enfrente de Enriqueta Martí i Ripollés, quien, con el tiempo, sería conocida como la vampira de Barcelona .

Doce días antes, Claudina se asomó a la ventana de su cocina mientras ordenaba la comida en la despensa. Acababa de regresar del mercado de hacer la compra, la cual consistía en cinco sardinas conservadas en sal y envueltas en papel de periódico, medio litro de leche y dos huevos. El mercado era, junto a los pequeños comercios que había a lo largo de la calle Poniente, el único lugar al que Claudina acudía sin temor a ser asaltada por uno de los cientos de rateros que pululaban por las calles del Raval.

La ventana daba a un pequeño patio interior. Al otro lado podía verse un ventanuco enrejado que pertenecía a la vivienda de su vecina Enriqueta, una mujer avejentada de entre cuarenta y cuarenta y cinco años de edad, con la nariz pequeña y redonda y unos ojos minúsculos y muy separados entre sí, que subsistía a base de pedir limosna en iglesias y centros de socorro. Tenía dos hijos pequeños, un niño de cinco y una niña de seis, y no se le conocía marido. Claudina pensaba que, probablemente, el marido de su vecina había muerto. Aunque, viendo lo huraña y descuidada que era Enriqueta, bien podía haberla abandonado por otra mujer de aspecto y modales más respetables.

A través del ventanuco, Claudina vio a dos niñas que jugaban con una muñeca de trapo. Eso le resultó extraño. Normalmente, siempre veía a Angelina, la hija de Enriqueta, jugando con su hermano Pepito. Al principio pensó que la niña desconocida era Pepito, ya que ambos tenían más o menos la misma edad, además de que la niña tenía el pelo rapado. Pero descubrió que no se trataba de Pepito cuando la niña la miró fijamente. Tenía la cara muy sucia, y unos ojos famélicos que pedían a gritos un mendrugo de pan. Las dos niñas llevaban jerseys de lana agujereados que debieron haber pertenecido a personas adultas, pues a ambas les llegaban hasta las rodillas y las mangas estaban dobladas varias veces sobre sí mismas. Las pequeñas jugaban y reían sin parar. Solo eran dos niñas felices que aguardaban la hora de la merienda de la mejor manera posible. Si es que ese día había merienda.

Una vez hubo terminado de guardar la compra, Claudina descorrió el visillo de la ventana y se quedó mirando a las niñas. Las dos parecían tener la misma edad.

Angelina desvió la mirada hacia la ventana y vio a la mujer que la observaba desde el otro lado del patio.

―Buenas tardes, señora. ―La niña habló con la voz cristalina de la infancia―. ¿Cómo está usted?

―Muy bien, Angelina. ¿Y tú, cómo estás?

―Pues muy contenta. ―La niña sonrió―. Llevo todo el día jugando con Tere ―dijo, señalando a la otra niña con su brazo raquítico.

En ese mismo instante, el rostro demacrado de Enriqueta se interpuso entre ambas. Llevaba un pañuelo negro en la cabeza, y tenía el ceño fruncido.

―Buenas tardes, vecina ―dijo Claudina―. Solo estaba saludando a su hija. Me había extrañado mucho no ver a Pepito.

Cuando pronunció la última frase, Enriqueta ya había cerrado la ventana. Después corrió una cortina oscura, tras la que se oyeron los gritos que lanzó a las niñas para ordenarles que no se acercaran más a la ventana.

Claudina estuvo pensativa durante el resto de la tarde. No sabía decir por qué, pero aquel episodio de las niñas le había resultado un tanto extraño. Desde luego, lo que había estado fuera de lugar no era la actitud de Enriqueta. Había coincidido con ella muchas veces en la escalera, y esas muestras de mala educación eran muy habituales en ella. La presencia de la otra niña, lo sucia que estaba, y el hecho de que tuviera la cabeza rapada tampoco eran cosa extraña en aquellos años. Para las familias menos pudientes, el jabón y los remedios contra los piojos eran verdaderos artículos de lujo. Pero entonces, ¿qué era lo que había llamado su atención?

Pasó varias horas sentada en su mecedora oyendo la radio y dándole vueltas a su vieja cabeza. Normalmente, no se tomaba tantas molestias en resolver un mal presentimiento que podía no tener importancia. Había oído muchas veces a su vecina gritando y pegando a sus hijos. Sin embargo, lo que fuera que fuese que había visto no la dejaba pensar en otra cosa.

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