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ANTONIO LOBO ANTUNES - Libro de crónicas (Spanish Edition)

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  • Libro:
    Libro de crónicas (Spanish Edition)
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    Penguin Random House Grupo Editorial España
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    2013
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António Lobo Antunes
Libro de crónicas

Traducción de

Mario Merlino

Libro de crónicas Spanish Edition - image 1

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A la memoria de mi abuelo

António Lobo Antunes (1889-1960)

a quien echo tanto de menos

Libro de crónicas

Una selección

Elogio del suburbio

Crecí en los suburbios de Lisboa, en Benfica, por aquel entonces pequeñas quintas, travesías, casas bajas, oyendo a las madres que llamaban a la hora del crepúsculo

–Vííííííííítor

con un grito que, salido de la Rua Ernesto da Silva, alcanzaba a las cigüeñas en la copa de los árboles más altos y ahogaba a los pavos reales en el lago bajo los álamos. Crecí junto al castillete de las Portas que nos separaba de la Venda Nova y de la Estrada Militar, en un país cuyos puestos fronterizos eran la droguería del señor Jardim, la tienda de comestibles del Careca, la pastelería del señor Madureira y la mercería Havaneza del señor Silvino, y me entretenía por la tarde en el taller de calzado del señor Florindo, golpeando suelas en un cubículo oscuro rodeado de ciegos sentados en banquillos bajos, envueltos en el olor a cuero y a miseria que se mantiene como el único olor de santidad que conozco. Doña Maria Salgado, delgada, muy pequeña, siempre de luto, transportaba la Sagrada Familia en una caja, de vivienda en vivienda, y mis abuelos recibían en la sala durante quince días a esas tres figuras de barro en una caja de cristal empañado que las criadas iluminaban con mariposas de aceite. Crecí entre el señor Paulo que curaba con cuerdas y cañas las alas de los gorriones, y los Ferra-O-Bico, cuya tía se fugó con un gitano y leía el destino en las playas, embozada de negro como la viuda de un marinero que nunca hizo puerto. Mis amigos tenían nombres propios tremendos

(Lafaiete, Jaurés)

y vivían en bajos con ventanas a la altura de la calzada, donde se distinguían aparatos de radio gigantescos, tiestos de albahaca y madrinas con chinelas. El perro de la tenería encendía ladridos fosforescentes en las noches de julio, cuando el polen de la acacia llovía en mis párpados, yo, muerto de amor por la mujer de Sandokán, me descubría unicornio encerrado en el servicio de la escuela, y el brigadier Maia, con boina vasca, bajaba a la Adega dos Ossos gesticulando contra el régimen. En la época en la que, a los trece años, me inicié en el hockey sobre patines del Fútbol Benfica, el portero acolchado como un barón medieval me señaló ante el pasmo de los compañeros

–El padre del rubio es médico

en lo que constituyó de inmediato mi primera gloria deportiva y la primera tenebrosa responsabilidad, a partir del momento en que el entrenador, palpándome los músculos con los ojos, advirtió con una mueca de duda:

–Me gustaría ver si das la talla, rubio, que tu padre en el ring era una fiera para los golpes.

El dueño de la Farmacia União hacía solitarios, la esposa del propietario de la Farmacia Marques era una griega suntuosa con nalgas de ánfora y pupilas encendidas, que me hacía olvidar a la mujer de Sandokán al verla los domingos camino de la iglesia, el campanero a quien llamaban Zé Martelo y que tocaba el Papagaio Loiro en la Elevación de la misa del mediodía en vez del A treze de Maio obligatorio, poseía una empresa funeraria cuyo folleto-reclamo comenzaba «¿Para qué insiste usted en vivir si por cien escudos puede tener un bonito funeral?», y yo escribía versos en los descansos del hockey, fumaba a escondidas, una de mis extremidades tocaba a Jesus Correia y la otra a Camões, y era indecentemente feliz.

Hoy, si voy a Benfica no encuentro Benfica. Los pavos reales se han callado, ninguna cigüeña en la palmera de Correos

(ya no existe la palmera de Correos, la quinta de los Lobo Antunes fue vendida)

el señor Silvino, el señor Florindo y el señor Jardim murieron, se construyeron edificios en el lugar de las casas, pero sospecho que por debajo de esas construcciones de cinco y seis y siete y ocho y nueve pisos, en un sitio cualquiera bajo marquesinas y sucursales de banco, el señor Paulo aún cura, con cuerdas y cañas, las alas de los gorriones, doña Maria Salgado aún se afana de vivienda en vivienda con la Sagrada Familia en su caja de cristal empañado, Lafaiete y Jaurés juegan a los cromos en la Calçada do Tojal rodeados de tiestos de albahaca y madrinas en chinelas. No hay pavos reales ni cigüeñas pero la acacia de mis padres, obstinada, resiste. Tal vez sólo resista la acacia, sólo ella quede de aquel tiempo como el mástil, horadando las olas, de un barco sumergido. La acacia me basta. Arrasaron las tiendas y los patios, no tocan el Papagaio Loiro en la campana, pero la acacia resiste. Resiste. Y sé que junto a su tronco, si cierro los ojos y acerco el oído a su tronco, he de oír la voz de mi madre llamando

–Antóóóóóóóónio

y un chico rubio atravesará el patio, con una bolsa de canicas en el bolsillo, pasará delante de mí sin verme y desaparecerá en la habitación de arriba, soñando que al menos la mujer de Sandokán no lo obligaría nunca a comer puré de patatas ni sopa de nabizas durante el suplicio de la cena.

El gran Barrigana

En los últimos cuarenta años, con entusiasmo, fervor y admiración, he visto jugar a casi todos los grandes porteros portugueses, desde el inolvidable Azevedo, el Hércules del Barreiro, hasta José Pereira, el Pájaro Azul

(de quien conservé durante varios meses una preciosa biografía ilustrada con muchas fotos, una de las cuales mostraba a un señor esmirriado y pequeñito al lado de una locomotora con el impresionante pie Su padre, Amadeu Pereira, en sus funciones de guarda del túnel del Rossio)

he visto al gigantesco Ernesto, del Atlético, el terror de los extremos, he visto a Abraão, del Olhanense, cuyo nombre mágico poseía para mí apocalípticas resonancias de catecismo, he visto a Cesário, del Sporting de Braga, en la tarde gloriosa del partido del Benfica en el que defendió todos los chutazos de Palmeiro, Arsénio, Águas, Rogério y Rosário, he visto a Capela, de la Académica, y a Sebastião, el rubio Nero del Estoril Praia, célebre por sus vuelos acrobáticos, he visto el estadio Francisco Lázaro rendirse absolutamente al fantástico Aníbal, con el tupé peinado con gomina, a propósito de quien mi tío João Maria exclamaba Sólo lo supera el de las Guerras Púnicas, he visto al caprichoso Carlos Gomes dar puntapiés a fotógrafos antes de trasladarse a España y de amenazar al presidente del club, cuando no le pagaban, con la sabia frase No hay dinero no hay portero, he seguido cariñosamente a Vital, del Lusitano de Évora, que surcaba el césped con el talón pensativo de la bota para marcar el centro de la meta, y sin embargo, para mi disgusto y frustración, nunca llegué a ver ningún partido de mi ídolo, Frederico Barrigana, el Mãos de Ferro, guardameta del Futebol Clube de Oporto. En el intento de compensar tal desdicha recortaba embelesado del periódico las instantáneas que lo mostraban saltando con un delantero que le hincaba en sus partes una rodilla disuasoria

(¿por qué partes si son enteras?)

con el fin de apaciguar los ímpetus asesinos del adversario; admiraba su calvicie y la gorra que la cubría con una exactitud de cápsula; coleccionaba sus entrevistas

(ejemplo de una declaración suya profética: Los muchachos del Elvas han de jugarse el todo por el todo)

y escuchaba boquiabierto en la radio de mi padre, con los dedos como pantalla en la oreja, los relatos de Artur Agostinho que, los domingos a las tres de la tarde, narraba con tono épico las proezas del gran Frederico Barrigana en un estadio lleno de gente a reventar. A los doce años, si no hubiese deseado con tanta pasión ser escritor, habría querido ser el Mãos de Ferro. Pero, claro, tenía la suficiente conciencia de mis limitaciones como para comprender que no se puede querer ser el gran Frederico Barrigana; se es, por don divino, perfecto como él desde el principio.

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