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Karl Vereiter - La Marcha De Los Vencidos Dunkerque

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La Marcha De Los Vencidos Dunkerque: resumen, descripción y anotación

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«Como una cuña de acero, las fuerzas blindadas alemanas avanzaban hacia el oeste, hacia el mar, empezando a dibujar sobre los mapas de los estados mayores la gigantesca tenaza que iba a cerrarse a la espalda de las fuerzas francobritánicas que seguían en Bélgica.» Por primera vez en sus obras, Karl von Vereiter va a colocarse, casi de una manera exclusiva, «del lado aliado» y, más concretamente, del lado británico. De la mano de una pequeña unidad británica, de un grupo de valientes y sufridos hombres, va a hacernos revivir aquellas tremendas jornadas por el largo camino de la esperanza hacia las playas abarrotadas de soldados que miran, con temor e incertidumbre, el brazo de mar que les separa de la vida y de la libertad. Porque Dunkerque no fue una batalla, sino algo mucho más sencillo, más humano. Se trató de una retirada trágica -¿y hay alguna que no lo sea?-. Una retirada con todas las espantosas consecuencias que lleva consigo. Sólo Vereiter podía ser capaz de describir el ambiente opresivo que reina en los corazones de los hombres que se repliegan.

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Karl von Vereiter La Marcha De Los Vencidos Dunkerque 1967 Prólogo I Por - photo 1

Karl von Vereiter

La Marcha De Los Vencidos Dunkerque

1967

Prólogo

I

Por primera vez en sus obras, y en el caso concreto de La marcha de los vencidos, Karl von Vereiter va a colocarse, casi de una manera exclusiva, «del lado aliado» y, más concretamente, del lado británico.

Esto, que pudiere sorprender al lector, tiene, no obstante, una sencilla y lógica explicación, que servirá para los asiduos lectores de las obras del periodista germano, especialmente en aquellas cuyas batallas no intervinieron las tropas del Tercer Reich.

El autor, al emprender el amplio plan de trabajo que se había propuesto, disponiéndose a dar una visión completa de la Segunda Guerra Mundial, no podía limitarse, naturalmente, a aquellos hechos bélicos que se desarrollaron de manera exclusiva en Europa y el Norte de África.

Por otra parte, no podemos olvidar que Vereiter es, además de periodista, un escritor de imaginación. Su deseo ha sido el de darnos algo que no fuese la descripción descarnada y técnica de las grandes batallas de la Segunda Guerra Mundial.

Su proyecto era el de proporcionar al lector una serie de historias que, bajo la apariencia de una obra de ficción, encerrasen, como luego veremos, la experiencia vivida de muchos de esos personajes que fueron protagonistas reales de los hechos relatados.

Es indudable que Vereiter, para obras como la presente, debió documentarse en las fuentes de origen que, como en este caso, estaban «al otro lado» de las trincheras, entre los adversarios de Alemania.

Por eso, una vez terminada la contienda, y tras el estudio de lo que podríamos llamar «batallas vistas desde el lado alemán», Vereiter viajó mucho, buscó información y visitó a innumerables excombatientes que le proporcionaron la espina dorsal de los hechos que se proponía hilar en una monumental narración.

Sólo así le fue posible pasar de un lado a otro e intentar, incluso, describir aquellos teatros de la guerra en los que no pudo estar jamás. Durante cerca de seis años, se movió de un lado para otro, coleccionando recuerdos vividos y archivando datos que hicieron posible la descripción, como por ejemplo, de la extensa y complicada campaña aliada en el Pacífico.

Naturalmente, Vereiter no dio nombres, y si lo hizo los envolvió en el pudoroso manto del secreto; pero, incluso el lector menos atento sabrá descubrir, en innumerables ocasiones, esa verdad que no puede disfrazarse, ese hecho concreto que brilla por sí mismo, empapado aún en una realidad que la prosa novelesca del autor no consigue cubrir del todo.

II

Así ocurre en el presente libro.

Vereiter, consciente de que la aventura dolorosa de Dunkerque no puede ser vista del lado germano, se une a una pequeña unidad británica, a un grupo de valientes y sufridos Tommies. Y de la mano de estos hombres sencillos, va a hacernos revivir aquellas tremendas jornadas, por el largo camino de la esperanza, hacia las playas abarrotadas de hombres que miran, con temor e incertidumbre, el brazo de mar que les separa de la vida y de la libertad.

Dunkerque no fue una batalla.

Difícil es aún encontrar una definición exacta para lo que allí ocurrió.

Se le ha llamado -término en el que muchos autores coincidieron- «el Milagro de Dunkerque». Es posible, con ciertas restricciones, que lo fuese.

Pero para Vereiter es algo mucho más sencillo, más humano. Se trata de una retirada trágica -¿y hay alguna que no lo sea?-. Una retirada con todas las espantosas consecuencias que lleva consigo. Nadie, absolutamente nadie, que no haya vivido instantes como esos puede describir el ambiente obsesivo que reina en los corazones de los hombres que se repliegan.

En Inglaterra, Vereiter encontró a muchos hombres que habían estado en Dunkerque. Así consiguió los detalles para escribir este libro, pero el temblor que su lectura nos proporciona, la angustia que destila cada momento, no lo consiguió el escritor más que mucho más tarde, cuando sintió, sobre su propia carne, el lacerante dolor de la derrota…

Mayor H. S. Cowerland

Primera Parte

Los perros

«Estaban ahí, en la noche, con las fauces abiertas, un brillo de estrella en la punta afilada de sus colmillos. Esperaban su hora. Porque también los perros, en el devenir de la Historia, tienen su momento estelar. Les habían llamado, hasta entonces, “el amigo del hombre”, pero fue el hombre, su amigo, el primero que les abandonó, volviéndoles la espalda.

Fue, quizá, porque ya no les necesitaba. Cuando las cosas se salen de su sitio, cuando se desorbitan, se deshacen, saltan en pedazos o se desintegran, el hombre retorna a su unidad primitiva.

Algunos dicen, no sin un cierto énfasis, que “la bestia que dormita en el interior del hombre se abre paso y sale al exterior”.

Nada más inexacto.

Lo que ocurre, simple y sencillamente, es que el hombre deja de ser hombre…

…y se vuelve perro.»

I

El grito, desgarrador como el lamento de una pobre bestia herida, rompió el silencio estático de la noche. Desde su fuente de origen, una garganta contraída por un dolor inmenso, un grito brincó a la calle, rebotando sobre las fachadas de las casas abandonadas, deshaciéndose en el filo de las esquinas, salpicando el arroyo en mil pedazos que eran, en eco repetido hasta el infinito, como mil gritos tan desgarradores como el primero.

Los hombres, que se habían sentado al pie de la fuente sin agua de la plaza, se irguieron; sus manos fueron, en un gesto automático, en busca de las armas que habían dejado a su lado.

En el fondo de sus pechos, donde el cansancio se había alojado como una bestia inmunda, el corazón se puso a latir asustado, como un pájaro, golpeando con sus alas la jaula del tórax.

De todos ellos, de los hombres que soñaban momentos antes, de los que dormían sin soñar, de los que estaban despiertos y soñaban con los ojos abiertos, sólo uno echó a andar unos cuantos pasos, su fusil en la mano, intentando perforar las tinieblas de aquella noche sin luna.

Conteniendo la respiración, el sargento Cuberland se detuvo, la mirada fija en la negrura, inspeccionando hacia el lugar de donde procedía el lamento.

Le parecía imposible que el enemigo hubiera llegado hasta allí. Aquella misma tarde, cuando el sol se teñía de rojo en el oeste, habían abandonado la posición los tres pelotones de la sección, por orden expresa del teniente Foster.

Su unidad, el segundo pelotón, había sido la primera en marcharse. Pero Cuberland sabía que los otros dos: el primero, mandado por Aldous Ryder, y el tercero, bajo las órdenes de Richard Kirk, debían haberle seguido, con un pequeño intervalo de tiempo, dirigiéndose, tal y como se les había ordenado, a este pequeño pueblo belga cuyo nombre desconocían por completo.

Detrás de Robert Cuberland, los hombres se animaron.

El primero en moverse fue Winston Williams, al que sus compañeros llamaban, en broma, WC, ya que su nombre completo era Winston Charles Williams.

A WC le dolían tremendamente los pies. Se había cambiado de calcetines aquella misma mañana. El último par que poseía. Pero tenía la planta irritada y los dedos hechos un desastre.

Las asquerosas botas del ejército no estaban hechas para él que -se le saltaban las lágrimas al recordarlo- se hacía los zapatos a medida, utilizando siempre el más fino y suave charol, el único material que le servía para el desempeño de su artística profesión.

Era profesor de baile.

Sus pies le preocupaban. Porque como todos aquellos hombres que habían llegado de Inglaterra, formando el llamado BEF (Cuerpo Expedicionario Británico), Winston no pensaba morir.

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