Karl Von Vereiter - Martin Borman, El Enigma De Su Muerte
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Martin Borman, El Enigma De Su Muerte: resumen, descripción y anotación
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Sinopsis
¿Vive Martin Bormann?¿Son suyos los restos encontrados entre las ruinas de un viejo edificio berlines, no lejos de la Chancillería»?¿De dónde salieron los miles de millones de marcos, las divisas y el oro que se vertieron sobre los países, de Sud-América?¿Es cierto que Martin Bormann controla la totalidad de los nazis que consiguieron escapar en 1945?Muchas respuestas se han dado a estas preguntas.De todos los misterios, que guarda todavía aquel poderoso mundo que fue el Tercer Reich, es sin duda alguna el mayor, el más apasionante, el más profundo el que concierne al último lugarteniente de Adolf Hitler:MARTIN BORMANN.Oscuro personaje durante los años del nacionalsocialismo, amante del anonimato, sin apenas haber dejado tras él media docena de malas fotografías, este hombre, al que él Führer nombró su albacea testamentarío y su sucesor político, desaparece bruscamente en medió de 'un Berlín llameante, en minas, por cuyas calles y plazas pasan ya infantes y tanques soviéticos.Más tarde, mucho más tarde, los rumores empiezan nacer, pero nadie sospecha que, desde la sombra, Martin Bormann ha creado, en tierras americanas, un nuevo, Reich, cuyo poder económico es incalculable y cuyos. Proyectos hacen palidecer...
Karl von Vereiter
Martin Borman, El enigma de su muerte
Versión:
E. Sánchez Pascual
Portada:
CHACO
ÍC) Ediciones PETRONIO, S. A., 1975
Depósito Legal: B. 24.193 · 1975
I. S. B. N. 84-7250-393-3
Printed in Spain Impreso en España
1975— MIPSE, S. t. — Magallanes, 51 — Barcelona
EL ENCUENTRO
Zwangvolle Plage!
Müh ohne Zweck!
Das beste Schwert, das je ich geschweisst, in der Riesen Fäusten: hielte es fest: doch dem ich's geschmiedet, der schmähliche Knabe, er knickt und schtneisst es entzwei, als schüf'ich Kindergeschmeid! [1]
Wagner: «Siegfried», primera escena.
—«Das ist Essig, kein Wein!» [2] .
Aquella voz me sacó de mi ensimismamiento. De no ser por aquella exclamación de protesta, jamás hubiera conocido a aquel hombre. Pero sus palabras me hicieron sonreír, y levanté los ojos de los papeles que estaba consultando.
Generalmente, bajo muy pocas veces a Barcelona. Un concierto, algún estreno en un teatro o una buena película. La verdad es que la ciudad me atonta. Prefiero la paz bucólica de mi casa en la Costa Brava, con el mar a mis pies y un cielo límpido, de un azul único, sobre mi cabeza.
Aquel día de junio había estado en Barcelona. Casi siempre, cuando voy a la gran ciudad, donde paso la noche, me detengo, al volver, en Calella.
En Calella me es posible respirar, en pequeño, el aire de mi patria. Me siento en un local público, leo o estudio, pero me veo rodeado por hombres y mujeres de mi país, oigo sus voces, sus risas, sus gritos. Y me basta cerrar los ojos para creer que estoy lejos de aquí, en la tierra que me vio nacer.
Las voces que llegan hasta mi proceden de casi todas las partes de Alemania. Me basta oírlas para, siempre con los ojos cerrados, ver los paisajes de donde estas gentes vienen: Bade-Wurtemberg, Palatinado, Renania, Baviera, Hesse...
Faltan, naturalmente, en este coro de voces cálidas y emotivas, las de las gentes del otro lado de la línea de demarcación. Pero sé que pronto las oiré, aquí, en España. Ese gran país que es el mío volverá a estar unido, y las líneas de alambres de espino, los muros siniestros, desaparecerán para siempre.
Levanté la cabeza.
El hombre que acababa de protestar estaba sentado en una mesa, no muy lejos de la que yo ocupaba. Una joven con cabellos color miel, ojos azules y que no llevaba encima más que un minúsculo bikini, le sonreía.
El hombre era alto, fuerte. Sus cabellos rubios estaban manchados de gris en las sienes y un comienzo de calvicie lanzaba dos flechas a ambos lados de una frente amplia e inteligente.
Debía haber dejado atrás los sesenta, pero aún conservaba una silueta joven que un pequeño abultamiento abdominal no conseguía deformar.
—Yo encuentro muy bueno este vino, Günter —dijo la joven con voz melosa.
El se volvió, mirándola con una cierta irritación. Me percaté entonces que el hombre estaba bastante bebido. Tenía los ojos congestionados y las vénulas dibujaban una rara hidrografía sobre su nariz bastante abultada.
—¡Qué sabes tú de vinos, Frieda! —protestó él con colérica voz.
Y tras un corto silencio:
—¡Voy a llamar a ese maldito camarero y voy a decirle unas cuantas verdades!
. Fue entonces, lo recuerdo perfectamente, cuando me decidí a intervenir.
No me gusta que mis compatriotas hagan el ridículo.
Llevo el suficiente tiempo en España para haber aprendido muchísimas cosas. Y no puedo entender que un alemán se atreva a dudar de las calidades de los vinos que se le ofrecen en este país.
Indudablemente, el hombre tenía ganas de armar escándalo. Y lo que ocurría era, sencillamente, que el buen vino español, del que había generosamente abusado, había roto el equilibrio de sus buenos modales, disolviendo su cordura y buen sentido.
Me puse en pie, acercándome a la mesa.
—Perdone —le dije en alemán—. He oído lo que decía. Es muy posible que este vino no sea el que agradecería un paladar como el suyo. Conozco bien los caldos españoles... y si me permitiese, le ofrecería una botella de algo sensacional.
Sus ojos estriados de sangre me estudiaron durante un par de minutos. Noté en ellos la dureza de los hombres que están acostumbrados a mandar y, sobre todo, a los que el dinero no preocupa.
Conozco bastante bien esos nuevos ricos de la Alemania Federal, gente que saben perfectamente que, a pesar de las apariencias internacionales que prestan al dólar la primacía monetaria mundial, que saben, repito, que el marco es-la más saneada y seguramente la más fuerte de todas.
—¿Usted conoce los vinos? —me preguntó sin pensar aún en decirme que me sentara.
Hice un gesto afirmativo con la cabeza.
—Deseo que pruebe un vino andaluz —le dije sonriendo—. Permítame que le invite... y a la señorita también.
Dudó aún unos instantes, pero yo vi desaparecer de sus pupilas la peligrosa luz de la desconfianza.
—«Gut!» —gruñó—. Siéntese con nosotros, «Herr...»
—Karl von Vereiter —me presenté.
—Yo soy Günter Hedemann —dijo—. Tengo el gusto de presentarle a Frieda Elmenreich... una amiga.
Estreché las manos que se me tendían. La de él, fuerte, dura, nerviosa. Blanda y dulce la de la mujer.
Llamé al camarero y le pedí una botella de Moriles. El líquido dorado llenó los vasos.
—«Prosit!» —dijo levantando el vaso.
—«Auf Ihr Wohl!» [3] —respondí, imitándole.
Habló muy poco mientras bebía vaso tras vaso. Fue sobre todo Frieda la que entabló una animada conversación conmigo.
—Llegamos ayer —me dijo—. Vinimos en avión hasta Gerona. El coche lo había mandado Günter por tren.
—¿De dónde proceden? —le pregunté.
—De Colonia. Yo soy de allí —agregó con un tonó evasivo—. Allí conocí a Günter.
Estaba claro como el agua. El hombre de negocios, soltero o más probablemente viudo, que concibe unas vacaciones en linda compañía. Y en joven compañía, ya que Frieda no tendría más de veinte años...
—¿Y usted? —inquirió la joven con una luz divertida en sus ojos.
—Llevo mucho tiempo en España —repuse—. Puede decirse que, a estas alturas, soy mitad alemán, mitad español. Tengo una casita en la Costa Brava, no muy lejos de la frontera francesa...
Aquella última palabra pareció sacar a Günter de su modorra. Puso su mano sobre mi antebrazo y clavó en mis ojos una mirada brillante de los suyos.
—«Sakrement!» Frankreich!... «La douce France» —dijo luego en francés—. ¡París!
Movió la cabeza, entornando los ojos. Luego, bruscamente, como si hablase consigo mismo: —«Der Chef des Stabes der Panzerarmee... Ich! Herr Günter Hedemann... —movió la cabeza de un lado para otro—. «Nein! Obergruppenführer Hedemann!» [4] .
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