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Richard Collier - Las Arenas De Dunkerque

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Richard Collier Las Arenas De Dunkerque
  • Libro:
    Las Arenas De Dunkerque
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1962
  • Índice:
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Las Arenas De Dunkerque: resumen, descripción y anotación

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Una experiencia vívida y auténtica de lo sucedido en Dunkerque durante la Segunda Guerra Mundial, basado en centenares de entrevistas hechas en Inglaterra, Francia y Alemania. Explica todo lo relacionado con la evacuación y aporta el testimonio de las últimas personas que lo vivieron. Como suele hacer Collier, una buena síntesis de los relatos de distintas personas que presenciaron los hechos. Muchos libros se han escrito sobre la evacuación de Dunkerque en 1940 y el de Collier posiblemente sea uno de los más documentados y con el elemento humano más marcado.

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C APÍTULO PRIMERO La próxima vez vendré yo a buscarte Domingo 26 de mayo De - photo 1
C APÍTULO PRIMERO
La próxima vez vendré yo a buscarte…

Domingo, 26 de mayo. De las 18 a las 24 horas.

M ás tarde, al recordar aquel atardecer, era el silencio lo que perduraba con mayor intensidad en la memoria de Augusta Hersey. Como cualquier otro día, había ayudado a su madre en el establecimiento, preparando los filtros de café detrás de la desgastada barra de cinc y limpiando los tapetes de hule de las mesas, mientras el café «L’Épi d’Or» (La espiga de oro) permanecía aún silencioso y vacío… Parecía como si sombríos departamentos, al igual que la ciudad entera esperasen atentos la llegada de un ruido que debía producirse fatalmente.

Eran las seis de la tarde del domingo, 26 de mayo de 1940. La ciudad de Tourcoing, en el norte de Francia, yacía bañada por dorados rayos de sol. Todo un día de lluvia había hecho que los pavimentos reluciesen tal como pizarras húmedas y frescas. En los campos que circundaban la ciudad, el trigo recién nacido asomaba por entre los surcos y cantaba el cuclillo. Mas también se distinguían en el aire otros sonidos amenazadores y siniestros: el ladrido de los perros hambrientos, el mugir doloroso del ganado sin ordeñar. Los granjeros, como los obreros de las fábricas, habían huido.

Habían transcurrido dieciséis días desde que Augusta, tras ocho largos meses de espera, había presenciado la erupción de la Segunda Guerra Mundial, iniciada con mortífera actividad. Dieciséis días desde que 117 divisiones de infantería y diez divisiones blindadas habían partido de Aachen, en Alemania, penetrando en Holanda hasta Maastricht, para invadir el territorio neutral de Bélgica con una operación envolvente del flanco izquierdo. Doce días desde que los componentes del cuerpo expedicionario británico de Lord Gort habían cruzado la frontera como héroes conquistadores, ornados sus cascos de guerra con ramilletes de lilas. Entre ellos, figuraba el que había de convertirse en esposo de Augusta seis semanas más tarde, el soldado Bill Hersey, de Est Surrey.

Y tan solo diez días desde que Bill, en su calidad de almacenero de una brigada de la compañía antitanque, había efectuado su entrada triunfal en Bruselas. En aquel atardecer dominguero, Bill se encontraba apenas a tres kilómetros de la ciudad, acuartelado con su unidad en los suburbios de Roncq, después de llevar a cabo una retirada de más de ochenta kilómetros.

Para Augusta, una muchacha de veintiún años, morena y llena de vitalidad, los acontecimientos se habían sucedido con una escalofriante rapidez. Todo aquello aparecía ante sus ojos tan absurdo e irreal como las seis semanas de atolondrado galanteo del que Bill, con ayuda de un diccionario de bolsillo, la había hecho objeto, tan inquietante como la repentina marcha de su padre a Burdeos a fin de buscar alojamiento para la familia más allá de la zona de batalla. Incluso las noticias de los periódicos resultaban vagas y contradictorias. Era difícil comprender cómo siete divisiones blindadas alemanas habían logrado romper las líneas del desorganizado 9° Ejército francés, en Sedán. Sus tanques se adentraban ahora con inaudita facilidad a través de los bosques de las colinas de las Ardenas, los mismos que los expertos habían calificado de impenetrables.

Por su parte, los ingleses habían abandonado, una tras otra, las orillas de los ríos —el Dyle, el Dendre, el Escault—, en apariencia sin disparar un tiro.

Al igual que le ocurría a la mayor parte de las mujeres que contemplaban el dorado atardecer de mayo, la estrategia de aquella campaña de pesadilla quedaba más allá del poder de comprensión de Augusta Hersey. Como mujer, solo le preocupaba el hecho de que, a pesar de las aprensiones de su padre, amaba a aquel joven soldado rubio, que poseía un perfil de dios griego y cuyo lenguaje apenas acertaba a comprender. Le constaba asimismo que el muchacho correspondía a su amor.

No importaba nada que papá hubiese estallado en violencias cuando una noche Bill, abriendo su inseparable diccionario de bolsillo, señaló la palabra mariage y añadió con simplicidad: «Su hija». No importaba nada que papá hubiese exclamado a gritos: «Ese chico no te conviene. Es demasiado adicto al coñac». Augusta se había limitado a contestar: «Ya cambiará». Lo afirmó con la firme seguridad del que se halla en lo cierto. El primer día de cobro que siguió a su compromiso, Bill depositó la totalidad de su paga semanal sobre el mostrador de cinc y anunció que se proponía financiar con sus 175 francos la bebida de todos sus compañeros. Él se había contentado con tomar una taza de café.

Aquella noche, mientras vagaba con aire distraído por el café, charlando de vez en cuando con Denise, Madeleine y Raymonde Marquette, las tres amigas que habían buscado refugio en casa de sus padres, Augusta se sentía impaciente. Hacía tres días que no había visto a Bill y le suponía seriamente preocupado por ella. Fue el mismo día en que un aparato de caza alemán había disparado contra la bicicleta de Augusta mientras ella pedaleaba con rapidez hacia Roncq. En el suelo, había quedado subrayado el rastro polvoriento de una ráfaga de ametralladora.

De modo instintivo, había gritado al piloto:

—¿Con qué te crees que estás jugando?

Pero al darse cuenta del peligro corrido las lágrimas habían asomado a sus ojos. Bill la consoló entre sus brazos, y aseguró con firmeza:

—Es demasiado peligroso que vuelvas a hacer sola ese recorrido. La próxima vez, vendré yo a buscarte.

Sin embargo, no era Augusta Hersey la única que se encontraba inquieta. En aquella noche dominical de mayo, un viejo sueño agonizaba y, con su estertor, Francia entera se llenaba de confusión.

Durante ocho largos meses, la mayor parte de los 390.000 hombres del cuerpo expedicionario británico habían disfrutado como nunca en sus vidas. Cada día, amparados en la ilusoria protección que les ofrecían por el sur los sesenta kilómetros de la Línea Maginot, habían construido más de cuatrocientos pequeños blocaos de cemento, cavando trincheras de un 1,80 de profundidad por un metro de anchura, al estilo de las que se hicieron famosas durante la Primera Guerra Mundial. Esperaban que los alemanes se estrellasen contra aquella inextricable selva de acero y de cemento. Por las noches, en miles de pequeños establecimientos semejantes al café «L’Épi d’Or», confraternizaban con las bellezas locales y celebraban los días de paga con el plato favorito del soldado inglés: huevos fritos con patatas. Después, inspirados por el importe de diez francos en vino blanco, entonaban las mismas canciones que sus padres habían cantado —Tipperary, A Long, Long Trail A-Winding—, a la vez que una nueva inspirada por la vecindad geográfica del lugar: «We’re going to hang out the Washing on the Siegfried Line».

Tanta fortificación había hecho nacer de modo espontáneo en toda Francia un slogan que parecía tan poderoso e inamovible como la misma Línea Maginot: «Nous vainquerons parce que nous sommes les plus fortes!». (¡Venceremos porque somos los más fuertes!).

Jamás, a lo largo de la Historia, un ejército se había dirigido a la guerra con mayor confianza y tamaña despreocupación. Cierto que en las fachadas de los establecimientos de recreo solía leerse cosas como esta: «En servicio activo… Mantenga las entrañas abiertas y la boca cerrada…». No obstante, toda aquella algarabía sonaba a vaciedad y se envolvía en un hálito de indiferencia. Los periódicos hablaban de «La guerra fantasma» y de «La guerra monótona» y la mayoría de los hombres esperaban con ansia obtener un permiso para regresar a casa en el Maid of Orleans, o, al menos, llegase de una vez el verano. El soldado Robert Sellers, del regimiento de East York, se había pasado todo el invierno dedicado a sacar brillo a sus zapatos de baile mientras pensaba en los antros de París. Graham Jones, un joven ferroviario de Birmingham, pidió a sus familiares que le enviasen un taparrabos para dedicarse a las tomas intensivas de sol. Caso muy semejante era el del capitán Geoffrey Sutcliffe, de la 139 Brigada de infantería. Si bien nadie se había preocupado de equiparle siquiera con una pistola, él no había olvidado su raqueta de tenis.

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