J. M. Coetzee
Elizabeth Costello
Traducción de Javier Calvo
En primer lugar está el problema del arranque, es decir, de cómo ir desde donde estamos ahora, y ahora mismo todavía no estamos en ninguna parte, hasta la orilla opuesta. Solo es cuestión de cruzar, de tender un puente. La gente soluciona problemas así todos los días.
Pongamos por caso que lo conseguimos, sea como fuere. Digamos que el puente ha sido construido y cruzado, y que podemos quitarnos el problema de encima. Hemos dejado atrás el territorio en el que estábamos. Y estamos al otro lado, que es donde queríamos estar.
Elizabeth Costello es escritora. Nació en 1928, lo cual quiere decir que tiene sesenta y seis años y va para sesenta y siete. Ha escrito nueve novelas, dos libros de poemas, un libro sobre ornitología y ha publicado bastante obra periodística. Es australiana de nacimiento. Nació en Melbourne y sigue viviendo en esa ciudad, aunque entre 1951 y 1963 pasó una temporada en el extranjero, en Inglaterra y Francia. Ha estado casada dos veces. Tiene dos hijos, uno de cada matrimonio.
Elizabeth Costello saltó a la fama con su cuarta novela, La casa de Eccles Street (1969), cuya protagonista es Marion Bloom, la mujer de Leopold Bloom, el protagonista de otra novela, Ulises (1922), de James Joyce. En la última década se ha desarrollado en torno a ella una pequeña industria crítica. Incluso existe una Elizabeth Costello Society, con base en Albuquerque, que publica un boletín trimestral, el ElizabethCostello Newsletter.
En la primavera de 1995, Elizabeth Costello viajó, o, mejor dicho, viaja (en presente) a Williamstown, Pensilvania, al Altona College, para recibir el premio Stowe. El premio se entrega cada dos años a un escritor mundial de primera fila, elegido por un jurado compuesto por críticos y escritores. Consiste en cincuenta mil dólares, legados por el patrimonio de los Stowe, y una medalla de oro. Es uno de los premios literarios más importantes de Estados Unidos.
En su visita a Pensilvania, a Elizabeth Costello (Costello es su apellido de soltera) la acompaña su hijo John. John es profesor de física y astronomía en una universidad de Massachusetts, pero por razones privadas está en pleno año sabático. Últimamente Elizabeth ha perdido fuerzas: sin la ayuda de su hijo no estaría llevando a cabo este viaje tan agotador a través de medio mundo.
Avanzamos. Han llegado a Williamstown y los han llevado a su hotel, un edificio sorprendentemente grande para una ciudad tan pequeña, un hexágono alto, todo de mármol oscuro por fuera y de cristal y espejos por dentro. En la habitación de Elizabeth tiene lugar la siguiente conversación:
– ¿Estarás cómoda? -le pregunta su hijo.
– Estoy segura de que sí -contesta ella.
La habitación está en el piso doce, desde donde se pueden ver un campo de golf y unas colinas boscosas más allá.
– Entonces, ¿por qué no te tumbas y descansas? Nos vienen a buscar a las seis y media. Yo te llamo cuando falte un rato.
Él se dispone a salir. Ella habla.
– John, ¿qué quieren exactamente de mí?
– ¿Esta noche? Nada. No es más que una cena con miembros del jurado. No nos retiraremos tarde. Les recordaré que estás cansada.
– ¿Y mañana?
– Mañana es otra historia. Me temo que vas a tener que remangarte.
– Me he olvidado de por qué acepté venir. Parece que es meterse en un jaleo enorme para nada. Tendría que haberles pedido que se olvidaran de la ceremonia y me enviaran el cheque por correo.
Después del largo vuelo, Elizabeth aparenta su edad. Nunca ha cuidado su aspecto. Antes se lo podía permitir, ahora la edad le pasa factura. Parece vieja y gastada.
– Me temo que no funciona así, madre. Si aceptas el dinero, también tienes que aceptar el espectáculo.
Ella niega con la cabeza. Todavía lleva puesto el viejo impermeable azul que se puso en el aeropuerto. Su pelo tiene un aspecto grasiento y marchito. Ni siquiera ha empezado a deshacer las maletas. Si su hijo la deja sola, ¿qué va a hacer? ¿Acostarse con el impermeable y los zapatos puestos?
El está aquí, con ella, por amor. No se imagina a su madre pasando por este padecimiento sin él a su lado. Está con ella porque es su hijo y la quiere. Pero también está a punto de convertirse en -palabra desagrable- su amaestrador.
Piensa en ella como en una foca, una foca de circo vieja y cansada. Que debe tirarse una vez más al tanque de agua y demostrar que puede mantener la pelota en equilibrio sobre el morro. Y a él le corresponde persuadirle, darle ánimos y ayudarla a llegar al final de la actuación.
– Es lo único que saben hacer -dice en el tono más suave que puede-. Te admiran, quieren rendirte honores. Es la mejor manera que se les ocurre de hacerlo. Darte dinero. Publicitar tu nombre. Usar una cosa para hacer la otra.
De pie ante el escritorio estilo imperio, hojeando los folletos que le dicen dónde comprar, dónde cenar y cómo usar el teléfono, Elizabeth le echa una de esas miradas breves e irónicas que todavía tienen el poder de sorprenderle, de recordarle quién es ella.
– ¿La mejor? -murmura.
El llama a la puerta a las seis y media. Ella está lista, esperando, llena de dudas pero lista para enfrentarse al enemigo. Lleva su vestido azul y su chaqueta de seda, su uniforme de señora novelista, así como los zapatos blancos que no tienen nada de malo pero que le dan aspecto de pata Daisy. Se ha lavado el pelo y se lo ha peinado hacia atrás. Todavía tiene un aspecto grasiento, pero honorablemente grasiento, como el de un peón o de un mecánico. Y ya tiene esa expresión pasiva en la cara que, al verla en una jovencita, uno consideraría retraída. Una cara sin personalidad, de esas que obligan a los fotógrafos a trabajar para darles algún elemento distintivo. Como Keats, piensa él, el gran defensor de la receptividad inexpresiva.
El vestido azul y el pelo grasiento son detalles, señales de un realismo moderado. Suministra los detalles y deja que los significados emerjan por sí mismos. Un procedimiento del que fue pionero Daniel Defoe. Robinson Crusoe, náufrago en una playa, mira a su alrededor en busca de sus compañeros de barco. Pero no hay nadie. «Nunca los volví a ver, ni vi otro rastro de ellos -dice- que tres de sus sombreros, una gorra y dos zapatos desparejados.» Dos zapatos desparejados. Al estar desparejados, los zapatos dejaban de ser calzado y se convertían en pruebas de la muerte, arrancados de los pies de los ahogados por los mares espumeantes y arrojados a la orilla. Nada de grandes palabras, nada de desesperación, simplemente sombreros, gorras y zapatos.
Hasta donde él puede recordar, su madre siempre se pasaba las mañanas encerrada escribiendo. No se la podía interrumpir bajo ninguna circunstancia. Él se veía a sí mismo como un niño desafortunado, solo y al que nadie quería. En los momentos en que sentían más lástima por sí mismos, él y su hermana se desplomaban delante de la puerta cerrada con llave y hacían ruiditos parecidos a gemidos. Con el tiempo los gemidos se convertirían en canturreos y silbidos y ellos se sentirían mejor, olvidarían su abandono.
Ahora la escena ha cambiado. Él ha crecido. Ya no está delante de la puerta sino al otro lado, observando cómo su madre se sienta de espaldas a la ventana y afronta la página en blanco, día tras día, año tras año, mientras el pelo negro se le vuelve lentamente gris. Qué obstinación, piensa él. Su madre merece la medalla, no hay duda, esa medalla y otras muchas. Por un valor más allá del cumplimiento del deber.
El cambio llegó cuando él tenía treinta y tres años. Hasta entonces no había leído ni una palabra de lo que escribía su madre. Aquella era su réplica hacia ella, su venganza por haberle dejado fuera. Ella lo negaba a él, así que él la negaba a ella. O tal vez él se negaba a leerla para protegerse a sí mismo. Tal vez aquel era el motivo más profundo: mantener alejado el rayo. Luego, un día, sin decir una palabra a nadie, sin siquiera murmurar nada para sí mismo, cogió de la biblioteca uno de los libros de su madre. Y se lo leyó todo, sin esconderse, en el tren o sentado a la mesa a la hora del almuerzo.
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