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La tía Annie ha muerto. Pese a las promesas de los médicos, nunca volvió a andar después de la caída, ni siquiera con muletas. La trasladaron de la cama del hospital Volks a la cama de un asilo de Stikland, en medio de ninguna parte, donde nadie tenía tiempo de ir a visitarla y donde murió sola. Ahora la van a enterrar en el cementerio de Woltemade número tres.
Al principio se niega a ir. Ya tiene bastante con los rezos del colegio, dice, no quiere escuchar más. Expresa su desprecio por las lágrimas que van a derramarse. Organizar un buen funeral para la tía Annie es sólo la forma que tienen sus familiares de sentirse mejor. Deberían enterrarla en un hoyo del jardín del asilo. Así se ahorrarían dinero.
En el fondo no siente eso. Pero necesita decirle cosas así a su madre, necesita observar cómo su cara se contrae de dolor y agravio. ¿Cuántas cosas más tiene que decirle para que por fin se dé la vuelta y le diga que se calle?
No le gusta pensar en la muerte. Preferiría que cuando la gente envejeciera y se pusiera enferma, sencillamente dejara de existir y desapareciera. No le gustan los cuerpos asquerosos de los ancianos; pensar en los ancianos desvistiéndose le hace estremecerse. Espera que en la bañera de su casa de Plumstead nunca haya estado un viejo.
Su propia muerte es otro asunto. De algún modo siempre está presente después de su muerte, suspendido sobre el espectáculo, disfrutando de la aflicción de quienes la provocaron y que, ahora que es demasiado tarde, desearían que estuviera vivo todavía.
Al final, sin embargo, va con su madre al entierro de la tía Annie. Va porque ella se lo ruega, y a él le gusta que le rueguen, le gusta la sensación de poder que eso le infunde; también porque nunca ha ido a un entierro y quiere ver la profundidad a la que se cava la tumba, cómo bajan el ataúd a su interior.
No es ni mucho menos un funeral imponente. Sólo hay cinco dolientes, y un joven pastor protestante con granos. Los cinco son el tío Albert, su mujer y su hijo, su madre y él mismo. Hacía años que no veía al tío Albert. Está el doble de encorvado sobre su bastón; las lágrimas fluyen de sus ojos azul claro; las arrugas le sobresalen del cuello pese a que la corbata ha sido anudada por otras manos.
Llega el coche fúnebre. El director de la funeraria y su ayudante van de negro, de etiqueta, mucho más elegantes que cualquiera de ellos (él lleva puesto el uniforme del colegio Saint Joseph's: no tiene ningún traje). El pastor pronuncia una oración en afrikaans por la hermana fallecida; luego el coche fúnebre da marcha atrás hasta la tumba y deslizan el ataúd, apoyado en largas varas, en la fosa. Para su sorpresa, no lo bajan al interior de la tumba —hay que esperar, según parece, a los sepultureros—, pero el director de la funeraria indica discretamente que ellos pueden echar un puñado de tierra encima.
Empieza a lloviznar. Todo ha concluido; pueden irse si quieren, pueden volver a sus propias vidas.
En el camino de regreso hacia la verja, entre hectáreas de tumbas nuevas y viejas, va detrás de su madre y del primo de ésta, el hijo del tío Albert, que hablan en voz baja. Se da cuenta de que tienen los mismos andares costosos. El mismo modo de levantar las piernas y dejarlas caer pesadamente, la izquierda y luego la derecha, como campesinos con zuecos. Los Du Bici de Pomerania: labriegos del campo, demasiado lentos y pesados para la ciudad; fuera de lugar.
Piensa en la tía Annie, a la que han abandonado aquí en la lluvia, en un Woltemade dejado de la mano de Dios; piensa en las largas garras negras que le cortó la enfermera en el hospital, que nadie cortará más.
«Sabes tanto», le dijo la tía Annie una vez. No era un simple halago: aunque tenía los labios fruncidos en una sonrisa, estaba sacudiendo la cabeza al mismo tiempo. «Tan joven y sin embargo sabes tanto. ¿Cómo vas a poder guardarlo todo en la cabeza?», y se inclinó y le dio unos golpecitos en el cráneo con un dedo huesudo.
El chico es especial, le dijo la tía Annie a su madre, y su madre se lo dijo a él. Pero ¿especial en qué sentido? Nadie lo dice nunca.
Alcanzan la verja. Ahora llueve más fuerte. Antes de que puedan coger sus dos trenes, el tren para Salt River y luego el tren para Plumstead, tendrán que caminar bajo la lluvia hasta la estación de Woltemade.
El coche fúnebre los pasa. Su madre levanta la mano para pararlo, habla con el director de la funeraria. «Nos acercarán al pueblo», dice.
De modo que tiene que subirse al coche fúnebre y sentarse apretujado entre su madre y el director de la funeraria, viajando por la Voortrekker Road, odiándola por ello, rezando por que nadie de su colegio lo vea.
—La señorita era profesora de escuela, creo —dice el director de la funeraria. Habla con acento escocés. Un inmigrante: ¿qué puede saber un inmigrante de Sudáfrica, de gente como la tía Annie?
Nunca ha visto un hombre más velludo. Le brota pelo de la nariz y de los oídos, le sale a manojos de los puños almidonados.
—Sí —dice su madre—: enseñó durante unos cuarenta años.
—Entonces dejó algo bueno —dice el director de la funeraria—. Una noble profesión, la enseñanza.
—¿Qué pasó con los libros de la tía Annie? —le pregunta a su madre más tarde, cuando están completamente solos de nuevo. Dice los libros, pero sólo está pensando en los numerosos ejemplares de Ewige Genesing.
Su madre no lo sabe o no quiere decírselo. Durante todo el trayecto, del piso en el que se rompió la cadera al hospital, de allí al asilo de Stikland y de allí a Woltemade número tres, a nadie se le han pasado por la cabeza los libros excepto quizá a la misma tía Annie, los libros que nadie leerá nunca; y ahora la tía Annie yace bajo la lluvia esperando a que alguien encuentre tiempo para enterrarla. Lo han dejado a él solo con todos los pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?
JOHN MAXWELL COETZEE nació en Ciudad del Cabo en 1940 y se crió en Sudáfrica y Estados Unidos. Es profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo, traductor, lingüista, crítico literario y, sin duda, uno de los escritores más importantes que ha dado estos últimos años Sudáfrica. En 1974 publicó su primera novela, Dusklands. Le siguieron In the Heart of the Country (1977), con la que ganó el CNA, el primer premio literario de las letras sudafricanas; Esperando a los bárbaros (1980), también premiada con el CNA; Vida y época de Michael K. (1983), que le reportó su primer Booker Prize y el Prix Étranger Femina; Foe (1986); Age of Iron (1990); El maestro de Petersburgo (1994); Infancia (1997) y Desgracia (1999). También le han sido concedidos el Jerusalem Prize y The Irish Times International Fiction Prize.
Título original: Boyood
John M. Coetzee, 1998.
Traducción: Juan Bonilla.
Ilustraciones: Coa Hulton G.
Editor original: Ariblack (v1.0)
ePub base v2.0
John Maxwell Coetzee tiene diez años. Vive en Worcester, una pequeña localidad al norte de Ciudad del Cabo, con una madre a la que adora y detesta a la vez, un hermano menor y un padre por quien no siente respeto alguno. Lleva una doble vida: en el colegio es el alumno modélico, el primero de la clase; en casa, un pequeño déspota. Los secretos, los engaños y los miedos le atormentan; el amor por la granja familiar y por el