Un joven biógrafo inglés prepara un libro sobre el difunto escritor sudafricano John Coetzee. Sin haberlo conocido personalmente, el biógrafo se embarca en una serie de entrevistas con personas que fueron importantes en su vida. De sus testimonios emerge el retrato de un joven Coetzee algo torpe, rodeado de libros, con poca facilidad para abrirse a los demás y entregado a su imperiosa necesidad de escribir. Verano es la culminación de las memorias noveladas del Nobel sudafricano. Unas memorias que se completan con Infancia y Juventud.
Conmovedor y a veces divertido, Verano nos acerca a ese gran escritor, sea quien sea.
John Maxwell Coetzee
Verano
Escenas de una vida de provincias III
ePUB v1.0
gercachifo26.08.12
Título original: Summertime. Scenes from provincial Life III
John Maxwell Coetzee, abril de 2010.
Traducción: Jordi Fibla Feito
Diseño/retoque portada: gercachifo
Editor original: gercachifo (v1.0)
ePub base v2.0
Doctora Frankl, ha tenido usted oportunidad de leer las páginas que le envié de los cuadernos de notas de John Coetzee correspondientes a los años 1972—1975, más o menos los años en que eran ustedes amigos. A fin de entrar en materia, quisiera saber si ha reflexionado sobre esas anotaciones. ¿Reconoce en ellas al hombre con quien se relacionó? ¿Reconoce el país y los tiempos que describe?
Sí, recuerdo Sudáfrica, recuerdo la vía Tokai, recuerdo los furgones atestados de presos camino de Pollsmoor. Lo recuerdo todo con absoluta claridad.
Naturalmente, Nelson Mandela estuvo encarcelado en Pollsmoor. ¿No le sorprende que Coetzee no mencione a Mandela como una persona que vivía allí?
A Mandela no lo trasladaron a Pollsmoor hasta más adelante. En 1975 seguía en la isla de Robben.
Claro, lo había olvidado. ¿Y qué me dice de las relaciones de Coetzee con su padre? El y su padre vivieron juntos durante cierto tiempo tras la muerte de su madre. ¿Conoció usted al padre?
Nos vimos varias veces.
¿Vio usted al padre reflejado en el hijo?
¿Quiere decir si John era como su padre? Físicamente, no. Su padre era más bajo y más delgado: un hombrecillo pulcro, apuesto a su manera, aunque era evidente que no estaba bien de salud. Bebía y fumaba a hurtadillas y, en general, no se cuidaba, mientras que John era un abstemio convencido.
¿Y en otros aspectos? ¿Eran similares en otros aspectos?
Ambos eran solitarios. Socialmente ineptos. Reprimidos, en el sentido más amplio de la palabra.
¿Y cómo conoció a John Coetzee?
Se lo diré dentro de un momento. Pero primero, hay algo en esas notas que no he comprendido: los pasajes en cursiva al final de cada entrada: «A desarrollar», etcétera. ¿Quién los escribió? ¿Lo hizo usted?
Los escribió el mismo Coetzee. Son recordatorios para sí mismo, escritos en 1999 o 2000, cuando pensaba en adaptar esas anotaciones concretas para un libro.
Comprendo. En cuanto a cómo conocí a John: tropecé con él por primera vez en un supermercado. Corría el verano de 1972, no mucho después de que John se hubiera trasladado a El Cabo. Parece ser que en aquel entonces yo pasaba mucho tiempo en los supermercados, incluso a pesar de que nuestras necesidades, me refiero a mis necesidades y las de mi hija, eran muy básicas. Iba de compras porque me aburría, porque necesitaba alejarme de la casa, pero sobre todo porque el supermercado me ofrecía paz y placer: el edificio espacioso y aireado, la blancura, la limpieza, el hilo musical, el suave siseo de las ruedas de los carritos. Y luego estaba aquella gran variedad: esta salsa de espaguetis contra aquella otra salsa, este dentífrico o ese de al lado, y así sucesivamente, algo interminable. Me relajaba. Otras mujeres a las que conocía jugaban al tenis o practicaban yoga. Yo compraba.
Los años setenta eran los del apogeo del apartheid, así que no veías a muchas personas de color en el supermercado, excepto, claro está, el personal. Tampoco veías a muchos hombres. Eso contribuía al placer de ir de compras. No tenía que actuar. Podía ser yo misma.
No veías a muchos hombres, pero en la sucursal de Pick'n' Pay de la vía Tokai había uno en el que me fijaba una y otra vez. Me fijaba en él, pero él no se fijaba en mí, pues estaba demasiado absorto en su compra. Eso me parecía muy bien. Por su aspecto no era lo que la mayoría de la gente llamaría atractivo. Era flacucho, llevaba barba y gafas de montura metálica, y calzaba sandalias. Parecía fuera de lugar, como un pájaro, una de esas aves que no vuelan; o como un científico abstraído que ha salido por error de su laboratorio. También tenía un aire de sordidez, un aire de fracaso. Conjeturé que no había ninguna mujer en su vida, y resultó que estaba en lo cierto. Lo que necesitaba claramente era alguien que cuidara de él, una hippy que hubiera dejado atrás la juventud, con collares de cuentas, los sobacos sin depilar y la cara sin maquillar, que le hiciera la compra, le cocinara, se encargara de la limpieza y quizá también le proveyera de droga. No me acerqué a él lo suficiente para mirarle los pies, pero estaba dispuesta a apostar que no tenía las uñas arregladas.
En aquella época yo siempre notaba cuando un hombre me miraba. Sentía una presión en los miembros, en los pechos, la presión de la mirada masculina, unas veces sutil y otras no tanto. Usted no comprenderá de qué le hablo, pero las mujeres sí. Con aquel hombre no había ninguna presión detectable. En absoluto.
Pero eso cambió un día. Yo estaba de pie ante los estantes de la sección de papelería. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina, y yo me dedicaba a seleccionar papel de regalo, ya sabe, papel con alegres motivos navideños, velas, abetos, renos. Un rollo se me cayó por accidente y, cuando me agachaba para recogerlo, se me cayó un segundo rollo. Oí una voz de hombre a mis espaldas: «Yo los recojo». Era, por supuesto, su hombre, John Coetzee. Recogió los dos rollos, que eran bastante largos, tal vez de un metro, y me los devolvió, y al hacerlo, no puedo decirle si intencionadamente o no, me los acercó a un pecho. Durante uno o dos segundos, a través de la longitud de los rollos, podría haberse dicho con propiedad que me había tocado un pecho.
Yo estaba indignada, por supuesto. Al mismo tiempo, lo ocurrido carecía de importancia. Procuré no mostrar ninguna reacción: no bajé los ojos, no me ruboricé y, desde luego, no sonreí. «Gracias», le dije en un tono neutral, y entonces me di la vuelta y seguí con lo mío.
Sin embargo, era un acto personal, no tenía sentido fingir que no lo era. Que fuera a desvanecerse y perderse entre todos los demás momentos personales solo el tiempo lo diría. Pero no podía pasar por alto fácilmente aquel íntimo e inesperado toqueteo. De hecho, cuando llegué a casa, hasta me quité el sujetador y me examiné el pecho en cuestión. Como es natural, no tenía ninguna marca. No era más que un pecho, un inocente pecho de mujer joven.
Entonces, un par de días después, cuando iba a casa en coche por la vía Tokai, lo vi, vi al señor Sobón que iba a pie, cargado con las bolsas de la compra. Sin pensarlo dos veces, me detuve y me ofrecí a llevarlo (usted es demasiado joven para saberlo, pero en aquel entonces aún te ofrecías para llevar a alguien en coche).