Agradecimientos
A Théo por ser lector, compañero, confidente, amigo y, por encima de todo, mon frère: con perdón de galicismos, parce que c’était lui, parce que c’était moi. A Lola Domínguez Sabater y a Pablo Caldera por la compañía, la astrología, los conjuros, las patatas y las pintas en el Attirail. Si pudiera llevarme tres cosas de Madrid a una isla desierta, me llevaría a Pablo, Marieta y María. Y a Atenea (mi gata calicó y gran ausente en este libro) de contrabando. A Luna Miguel (por, como siempre, ver y anticipar tan bien) y a Antonio J. Rodríguez (con quien me faltan y me faltarán vinos por tomar en Pigalle): no podría pedir una mejor pareja de editores. A Txell Torrent por captar tan bien lo presente y lo ausente en el texto. A Marisol y Rubén, mis padres. A todos los ausentes y al resto de lectores (Jorge, Irati, Juan, Estef, Paloma), compañeros, amigos. Lo literario es la amistad.
Elizabeth Duval (Alcalá de Henares, Madrid, 2000) vive a medio camino entre París y Madrid, y estudia Filosofía y Filología francesa en La Sorbona. En su faceta de activista, fue portada en 2017 de la revista Tentaciones con un reportaje titulado «El futuro es trans», y ha sido cara visible del movimiento desde los catorce años.
Como escritora ha participado en antologías de ficción como Cuadernos de Medusa (2018) y Asalto a Oz: Relatos de la Nueva Narrativa Queer (2019) y en otras de poesía como De Chueca al Cielo (2019) y Madrid (2019). Ha trabajado también como dramaturga, creadora e intérprete de la pieza teatral multidisciplinar Y el cuerpo se hace nombre (2018-2019) y del recital-experiencia audiovisual 14 variaciones: un amor que asesine el lenguaje(2019).
Reina (2020) es su primera novela. Actualmente prepara un ensayo sobre teoría y situación de lo trans en España, y acaba de publicar el poemario Excepción (2020).
À Hannah, dans une langue qui n’est pas la tienne
1
Lo llaman ennui: paseo sola, doy vueltas por el centro, pido cafés en terrazas al borde del barrio latino. París no es París todavía, sino un recuerdo, una imagen de sí misma: el color-tejado-fachada à la Haussman se repite fuera de las postales; la anhedonia esparcida entre tantos edificios homogéneos es exacta. Pero no es mi intención escribir sobre París: una autora debe desdeñar el convertir su texto, si es que es auténtico, en un juguete para la lectora. Pongamos que en París hay calles y que es tan inútil describirlas todas como hablar de sus cualidades humanas. De entre todo lo que dijo Balzac, y Balzac lo dijo todo, yo elijo apropiarme de lo siguiente: en París cuchicheo sobre todo, me consuelo con todo, me río de todo, lo olvido todo, lo deseo todo, lo pruebo todo, lo tomo todo con pasión y lo abandono todo despreocupadamente. Dejemos de lado lo demás.
No busco convertir mi vida en literatura de viajes; menos aún transcribir un diario intimista. Al mudarme a París y empezar el primer año de Filosofía y Letras modernas entre dos universidades —la París I y la París III—, lo que pretendo es envolver absolutamente todo con la palabra, reducir todos y cada uno de los componentes de la existencia a su posición en esta dialéctica vital entre sujeto y predicado: cometido muy pretencioso y muy difícil de declamar sin trabarse. Sí, a lo mejor «vivir las cosas» se convierte en «preparar las cosas para ser narradas». Claro que me he propuesto una concepción novelesca de la vida. Como cualquier persona que se concibe con el derecho de contar algo. Esto no significa —¿no significará?— que persiga a través de Aurore la idea del amor, que suscriba palabra alguna sobre el eterno femenino; que el tren quiera decir algo más que un tren, o que quiera decir nada en absoluto; que las cosas vayan a importarme de forma distinta. Pero sí que me desdoblo.
Me instalo lejos del centro, en La Queue-en-Brie: pueblo desdeñable, nombre ridículo. A los de este sitio se les llama caudaciens: terrible, que el gentilicio sea lo más bello de una población. Quizás estoy siendo injusta: vengo del centro de Madrid, no estoy acostumbrada ni a los árboles ni a los bichos ni a las inmensidades verdes, huyo de los nativos y miro a todo caudaciano por encima del hombro. Sé que le voy a coger manía a este pueblo: por condenarme a escribir en trayectos de hora y media, por obligarme a vivir en la periferia y, lo más importante, por imponerme escribir otra vida distinta a la vivida.
Con los presocráticos, el signo se independiza por primera vez de la realidad. Esa abstracción es el origen del mundo y la condición de posibilidad de un nuevo vocabulario ontológico: Parménides, verdadero autor de los primeros versículos del Evangelio de Juan, reclama que el verbo se haga carne y habite entre nosotros. Pero nada de esto me interesa.
Hagamos tabula rasa, si te parece:
2
Solo se puede escribir en presente: «yo escribo»; incluso «yo escribía» se refiere a un tiempo presente pasado el cual aquí trascendemos, «yo escribiré» es un momento transitorio del futuro. Concepciones posibles sobre la verdad (lantháno, lexema en alétheia: verdad en griego y el verbo de aquello que escapa a ser visto, de aquello que se hace sin ser percibido; de la acción de olvidar inclusive) cuantas haya, yo escribo mi vida en presente (y no es esto lo mismo que vivirla). Deseo vivir mi vida en presente. Si algo no sucedió, se convierte de cualquier manera en experiencia al ser escrito. Si realmente fue vivido, también fue en concurrencia escrito: los actos y las palabras como unidad de sentido. No es París un catálogo de emociones imaginadas, ficticias, construidas, premeditadas: todo París —ayer, hoy, mañana— se escribe —se inscribe— en el presente de quien lo vive, como empiezo yo a vivirlo a principios de septiembre.
3
Reparo en la existencia de una chica alta, de pelo corto, con un fino y largo trozo de tela negra colgando como pendiente de su lóbulo izquierdo, un mínimo lunar marcando preciso el principio de la mandíbula y el final de la oreja. Reparo en su existencia en medio del salón de actos del campus de Censier y vuelvo a reparar en su existencia cuando la veo en la reunión relativa a la double licence. Acto seguido desaparece. Hasta después de que comiencen las clases no vuelvo ni a darme cuenta de Aurore ni a recordar que ya la había visto antes.
A la salida de Lingüística una chica vasca me cuenta que ha llegado hace nada, que se emborrachó el otro día con un rosé carísimo invitada por su tío y acabó vomitando. Se llama Josebiñe, es de Zugarramurdi y carece de formación política, pero en apenas unas semanas se compromete con una escisión trotskista del principal sindicato de extrema izquierda de París I: la ausencia de base teórica la suple con entusiasmo, y yo bromeo mucho con ella sobre lo ridículos que son en Le Poing Levé, c’est-à-dire le NPA, c’est-à-dire le CCR. No tardan en llamarme estalinista.
Hablo por fin con Aurore acompañándola a su bus. Como el año pasado estudió en el Atelier de Sèvres, una escuela preparatoria de artes, fardo de mi trabajo como dramaturga e intérprete en Madrid. «“Y el cuerpo se hace nombre”, bueno, es una pieza interdisciplinar; hicimos un laboratorio de creación, una primera fase en una sala pequeñita por Chueca; este verano la interpretaremos en el Teatro Pavón…». No sé coquetear con métodos que no sean la admiración, la elevación de mi figura, la exaltación de lo que hago y lo que creo; colocarme siempre, en fin, por encima de aquello que deseo: nada pasa. Pasan los días y hablamos con más frecuencia, nos saludamos, tomamos juntas el café. Tres fatalidades: en primer lugar, la necesidad de conocer más y más; después, el bidón —como en el