• Quejarse

Francisco Umbral - Miguel Delibes

Aquí puedes leer online Francisco Umbral - Miguel Delibes texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1970, Editor: ePubLibre, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

Novela romántica Ciencia ficción Aventura Detective Ciencia Historia Hogar y familia Prosa Arte Política Ordenador No ficción Religión Negocios Niños

Elija una categoría favorita y encuentre realmente lee libros que valgan la pena. Disfrute de la inmersión en el mundo de la imaginación, sienta las emociones de los personajes o aprenda algo nuevo para usted, haga un descubrimiento fascinante.

Francisco Umbral Miguel Delibes
  • Libro:
    Miguel Delibes
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1970
  • Índice:
    3 / 5
  • Favoritos:
    Añadir a favoritos
  • Tu marca:
    • 60
    • 1
    • 2
    • 3
    • 4
    • 5

Miguel Delibes: resumen, descripción y anotación

Ofrecemos leer una anotación, descripción, resumen o prefacio (depende de lo que el autor del libro "Miguel Delibes" escribió él mismo). Si no ha encontrado la información necesaria sobre el libro — escribe en los comentarios, intentaremos encontrarlo.

Francisco Umbral: otros libros del autor


¿Quién escribió Miguel Delibes? Averigüe el apellido, el nombre del autor del libro y una lista de todas las obras del autor por series.

Miguel Delibes — leer online gratis el libro completo

A continuación se muestra el texto del libro, dividido por páginas. Sistema guardar el lugar de la última página leída, le permite leer cómodamente el libro" Miguel Delibes " online de forma gratuita, sin tener que buscar de nuevo cada vez donde lo dejaste. Poner un marcador, y puede ir a la página donde terminó de leer en cualquier momento.

Luz

Tamaño de fuente:

Restablecer

Intervalo:

Marcador:

Hacer
ANTOLOGÍA
VIEJAS HISTORIAS DE CASTILLA LA VIEJA

Y también me mortificaba que los externos se dieran de codo y cuchichearan entre sí: «¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?» o, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente: «Ése no; ése es de pueblo». Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: «Allá en mi pueblo»… o «El día que regrese a mi pueblo», pero, a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo valieran dos rectos: «Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara». Y, a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia, y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, ni que los espárragos, junto al arroyo, brotaran más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí.

Y toda mi ilusión, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: «Mira el Isi; va cogiendo andares de señoritingo». Así, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos. Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: «Allá, en mi pueblo, el cerdo lo matan así, o asao».


Después de todo, el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos. En las ciudades se muere uno del todo; en los pueblos, no; y la carne y los huesos de uno se hacen tierra, y si los trigos y las cebadas, los cuervos y las urracas medran y se reproducen es porque uno les dio su sangre y su calor y nada más.

El Aniano y yo íbamos por el camino y yo le dije al Aniano: «¿Tienes buena hora?». Y él miró para el sol, entrecerrando los ojos, y me dijo: «Aún no dio la media». Yo me irrité un poco: «Para llegar al coche no te fíes del sol» dije. Y él me dijo: «Si es por eso no te preocupes. Orestes sabe que voy y el coche no arranca sin el Aniano». Algo me pesaba dentro y dejé de hablar. Las alondras apeonaban entre los montones de estiércol, en la tierra del tío Tadeo, buscando los terrones más gruesos para encaramarse a ellos, y en el recodo volaron muy juntas dos codornices. El Aniano dijo: «Si las agarra el Antonio»; mas el Antonio no podía agarrarlas sino con red, en primavera, porque por una codorniz no malgastaba un cartucho, pero no dije nada porque algo me pesaba dentro y ya empezaba a comprender que ser de pueblo en Castilla era una cosa importante. Y así que llegamos al atajo de la Viuda, me volví y vi el llano y el camino polvoriento zigzagueando por él y, a la izquierda, los tres almendros del Ponciano y, a la derecha, los tres almendros del Olimpio, y detrás de los rastrojos amarillos, el pueblo, con la chata torre de la iglesia en medio y las casitas de adobe, como polluelos, en derredor. Eran cuatro casas mal contadas, pero era un pueblo, y a mano derecha, según se mira, aún divisaba el chopo del Elicio y el palomar de la tía Zenona y el bando de palomas, muy nutrido, sobrevolando la última curva del camino.


Pero lo más curioso es que la tía Bibiana, desde que trazaron el tendido, no volvió a probar una nuez de su nogala porque decía que daban corriente. Y era una pena porque la nogala de la tía Bibiana era la única del pueblo y rara vez se lograban sus frutos debido al clima. Al decir de don Benjamín, que siempre salía al campo sobre su Hunter inglés seguido de su lebrel de Arabia, semicorbato, con el tarangallo en el collar si era tiempo de veda, las nueces no se lograban en mi pueblo a causa de las heladas tardías.

Y era bien cierto. En mi pueblo las estaciones no tienen ninguna formalidad y la primavera y el verano y el otoño y el invierno se cruzan y entrecruzan sin la menor consideración. Y lo mismo puede arreciar el bochorno en febrero que nevar en mayo. Y si la helada viene después de San Ciriaco, cuando ya los árboles tienen yemas, entonces se ponen como chamuscados y al que le coge ya no le queda sino aguardar al año que viene. Pero la tía Bibiana era tan terca que aseguraba que la flor de la nogala se chamuscaba por la corriente, pese a que cuando en el pueblo aún nos alumbrábamos con candiles ya existía la helada negra. En todo caso, durante el verano, el autillo se asentaba sobre la nogala y pasaba las noches ladrando lúgubremente a la luna. Volaba blandamente y solía posarse en las ramas más altas y si la luna era grande sus largas orejas se dibujaban a contraluz. Algunas noches los chicos nos apostábamos bajo el árbol y cuando él llegaba le canteábamos y él entonces se despegaba de la nogala como una sombra, sin ruido, pero apenas remontaba lanzaba su «quiú, quiú», penetrante y dolorido como un lamento. Pese a todo nunca supimos en el pueblo dónde anidaba el autillo, siquiera don Benjamín afirmara que solía hacerlo en los nidos que abandonaban las tórtolas y las urracas, seguramente en el soto, o donde las chovas, en las oquedades del campanario.

Con el tendido de luz, aparecieron también en el pueblo los abejarucos. Solían llegar en primavera volando en bandos diseminados y emitiendo un gargarismo cadencioso y dulce.

LA HOJA ROJA

Pero la Desi no podía evitarlo; era más fuerte que su deseo; más fuerte que ella misma:

—Anda que si el cine éste, en lugar de estar aquí, estuviera en la plaza de mi pueblo…

Y abrumada de su propia audacia golpeaba sonoramente su dedo índice contra el dedo corazón y reía imaginando las caras del Picaza, que no había llegado más allá de Cerecilla, y la de la Matilde, y la de don Jerónimo, el párroco, y la de la Caya, su madrastra, y la de la Silvina, su hermana, y la del Fideo, y la de todos si tal cosa aconteciese.

La Maree gastaba malas pulgas. Particularmente con el viejo se mostraba intolerante: «Vamos, a cualquiera que le digas que el tío roñoso ése te despacha con cuarenta duros, no te lo cree». La Desi callaba o, a lo más, apuntaba tímidamente: «Mira, Maree, peor para mí: a nadie tengo que dar cuentas». En estos casos, la Maree se subía por las paredes: «Dile por lo menos que te compre ropa, que se rasque el bolso el roñoso de él». La Desi soportaba en silencio las andanadas de su amiga porque sabía que al viejo no le sobraba y no quería estrujarle. No obstante, seis meses atrás, le pidió ropa, porque las dos batas que se trajo del pueblo estaban para dárselas con cinco céntimos a un pobre y el viejo la compró un mandil y la prometió que con la paga extraordinaria la mercaría un vestido y unas alpargatas. Pero llegó la extraordinaria y el viejo no se explicó. La chica intuía que ahora, después del cese, no era momento propicio. Dos noches antes había sorprendido al señorito quitando las bombillas de la sala y el retrete. El viejo se azoró al verla y dijo desde lo alto de la silla: «Lo que haya de hacerse aquí lo mismo se puede hacer a oscuras, ¿no crees, hija?».

Luego la tomó con la máquina de retratar. A los veinte días de darle el cese, la Desi le encontró en la sala poniendo todo patas arriba. Antes solía pasar los domingos soleados en el balcón disparando la cámara sin película a diestro y siniestro, pero dentro de casa no solía enredar. Al ver a la chica la rogó que se recostara en el sofá y permaneciese quieta unos segundos porque iba a hacerle una fotografía con exposición. La Desi dejó la escoba y se situó muy rígida ante la cámara y le dijo sonriendo forzadamente, mirando de soslayo al objetivo:

Página siguiente
Luz

Tamaño de fuente:

Restablecer

Intervalo:

Marcador:

Hacer

Libros similares «Miguel Delibes»

Mira libros similares a Miguel Delibes. Hemos seleccionado literatura similar en nombre y significado con la esperanza de proporcionar lectores con más opciones para encontrar obras nuevas, interesantes y aún no leídas.


Miguel Delibes - Un año de mi vida
Un año de mi vida
Miguel Delibes
Miguel Delibes - Mi querida bicicleta
Mi querida bicicleta
Miguel Delibes
Miguel Delibes - La primavera de Praga
La primavera de Praga
Miguel Delibes
Miguel Delibes - He dicho
He dicho
Miguel Delibes
Miguel Delibes - El mundo en la agonía
El mundo en la agonía
Miguel Delibes
Miguel Delibes - La hoja roja
La hoja roja
Miguel Delibes
Miguel Delibes - La partida
La partida
Miguel Delibes
Miguel Delibes - Los santos inocentes
Los santos inocentes
Miguel Delibes
Reseñas sobre «Miguel Delibes»

Discusión, reseñas del libro Miguel Delibes y solo las opiniones de los lectores. Deja tus comentarios, escribe lo que piensas sobre la obra, su significado o los personajes principales. Especifica exactamente lo que te gustó y lo que no te gustó, y por qué crees que sí.