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(En órbitas Extrañas Nº 16) En busca de los Dioses

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Unknown (En órbitas Extrañas Nº 16) En busca de los Dioses
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    (En órbitas Extrañas Nº 16) En busca de los Dioses
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En órbitas extrañas 16: En busca de los dioses
Ramón Somoza
© 2018 Ramón Somoza García
ISBN: 978-84-15981-63-3
Editor: Editorial Dragón
Versión MOBI
Portada: © Ezumeimages | Dreamstime.com
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En órbitas extrañas 16: En busca de los dioses
—¿Cómo se les pide audiencia a unos dioses?
El enorme dinosaurio inteligente que está casado conmigo me mira, estupefacto.
—¿Pedirles audiencia?
Me encojo de hombros, incómoda.
—Para ir a verles. Visitarles. Entrevistarles. Hablar con ellos. Supongo que debe haber algún protocolo.
Ahora me están mirando todos como si me hubiese vuelto loca. De acuerdo, no es la primera vez que me miran así. A mis doce años o así tengo un verdadero arte en atraer problemas, y las ideas que nos han sacado de muchos apuros han sido a veces… heterodoxas, por decirlo con suavidad. Aunque supongo que nunca he debido decir una burrada como la que acabo de pronunciar. Pero o la pequeña marmota que está a mi lado y yo nos vamos a ver a los dioses, o todo este asunto va a terminar muy mal, con toda una especie inteligente envuelta en una guerra civil.
Miro a mi alrededor en el grandioso Templo del Cielo. Podrían meter varias de las catedrales terrestres aquí dentro, y aún sobraría sitio. Ahora está tranquilo, una vez terminado el tiroteo que tuvo lugar hace no mucho. Sacerdotes y rebeldes se han retirado, dejando a nuestro pequeño grupo solo.
A la entrada del templo, más o menos hasta la mitad de la nave principal, se agolpa la multitud, deseosa de vernos. Las Luces del Cielo, nos llaman. En este lugar, los Kanil tienen quizás una vez en la vida la posibilidad de ver al Elegido, al que los dioses marcan con una luz que desciende del cielo. Pero esta vez ha ocurrido algo insólito, lo nunca visto: Los dioses han marcado a dos seres diferentes como los Elegidos. A Rik-Tik, el cachorro Kanil que ya sabíamos que era la Luz del Cielo. Y a una servidora. Tengo un canguelo que no veas. Otra raza extraterrestre me dijo que había llamado la atención de los dioses, y de pronto me veo rodeada de una luz misteriosa que me marca como una Elegida. Eso es para acongojar a cualquiera.
Bufo. Vaya por delante que yo no creo en los dioses, por mucho que en este lado de la galaxia casi todas las razas estén convencidas de su existencia. La mayor parte de la familia es agnóstica. Mamá lo es. Papá lo era. Sólo el abuelo Paco es creyente. De acuerdo, celebrábamos algunas fiestas religiosas como la Navidad, pero era más bien por tradición familiar. ¡Qué narices! Aunque tenga doce años, soy una científica, una exobióloga licenciada con honores por la universidad Isaac Asimov de Marte, nada menos. Yo solo creo en lo que pueda comprobar científicamente, y hasta ahora no hay rastro de dioses en ninguna parte del universo.
Sé que hay teorías científicas que explican el porqué la gente cree en seres superiores. Básicamente, se trata de un mecanismo evolutivo que protege contra la incertidumbre de la vida diaria, y concretamente para explicar fenómenos naturales incomprensibles. Pero también sirve para controlar los impulsos egoístas por miedo al castigo divino, permitiendo así la creación de sociedades complejas a partir de grupos primitivos. Un grupo cuyas creencias hacen que aflore la solidaridad tiene mayores posibilidades de sobrevivir en un entorno hostil.
Esa es la teoría. Ahora bien, seamos sinceros: yo necesito un poco más de evidencia. El que todos los que me rodean crean en dioses y el hecho de que hayan construido este gigantesco templo para honrarlos no me parece una evidencia científica digna de tener en cuenta.
—¿Qué hay que hacer? —pregunto—. ¿Hay que rezar, o algo así?
—Serás una Elegida —me dice el sacerdote supremo, claramente molesto—. Pero hablas como una hereje. No comprendo por qué los dioses te marcaron como una Luz del Cielo.
Me vuelvo hacia él. Es raro de narices, una especie de marmota inteligente vestidos con largos ropajes azules y amarillos, con un gorro de tela de casi medio metro encasquetado en la cabeza. A mí me parece bastante ridículo, pero no está el horno para bollos. Hace poco más de media hora, aquí se estaban matando unos a otros por esta religión.
—Está bien —me rindo—. ¿Qué se supone que debemos de hacer?
—Ya lo expliqué —casi me bufa—. Debéis ir al Planeta Sin Estrella.
Ya. Una descripción muy precisa. Supongo que se refiere a algún planeta que haya sido arrancado de la órbita alrededor de su sol y esté vagando por el espacio interestelar. Un mundo helado y muerto al que ni siquiera llegue la luz. Pero la galaxia es muy grande. Yo estoy a quince mil años-luz de mi hogar, y ni siquiera estoy en el otro extremo de la galaxia, porque la galaxia mide unos cien mil años-luz de diámetro. Eso es realmente demasiado espacio para buscar un solo planeta.
—¿Y dónde se supone que está el planeta sin estrella?
El sacerdote supremo abre los brazos, en un gesto de impotencia.
—Nadie lo sabe. Sólo los Elegidos pueden encontrarlo.
El pequeño Rik-Tik y yo nos miramos. ¡Mierda! Esto va a ser mucho más difícil que lo que pensábamos.
¿Cómo se para una guerra civil? Es fácil si el Dios viviente de una especie ordena que se detenga y todos están dispuestos a obedecerle. Lo malo es que la pequeña marmota que está a mi lado solo ha demostrado que es un Elegido al que ha señalado una luz desde el cielo. Pero para ser investido como Dios viviente tiene que encontrar a los dioses y volver con una señal suya.
Es comprensible que a Rik-Tik lo tomen por un dios viviente. Este pequeño Kanil tiene un poder psi impresionante. En realidad es menor que el mío, pero a él le han entrenado toda su corta vida a utilizarlo, mientras que yo he ido aprendiendo por mi cuenta a trancas y barrancas. ¿Pero imaginarse unos seres superiores, unos dioses de verdad? Perdón, pero me entra la risa solo con pensarlo, por muy en serio que se lo tomen por aquí.
—¿Supongo que no hay siquiera pistas de dónde está ese planeta?
—Sí las hay —interviene la madre de Rik-Tik—. Todas las Luces del Cielo estudiaron los libros sagrados y todos, absolutamente todos, se volvieron a colocar en el Círculo de la Luz. Alguno dijo que allí había algo escrito que solo los Elegidos podían leer. Debe de ser así, porque desde hace miles de ciclos los estudiosos han examinado el Círculo, y nunca han descubierto nada. Quizás solo se pueda ver desde dentro del Círculo. Nadie lo sabe, puesto que solo los Elegidos pueden penetrar en él.
Siento cómo un escalofrío recorre mi espalda. Hace menos de una hora, yo entré en el dichoso círculo, sin saber que estaba arriesgando mi vida. Tuve suerte: Una luz me envolvió, marcándome como una Elegida. El jefe de los rebeldes, en cambio, no tuvo tanto éxito: Se disolvió en la nada justo delante de mí. No sé qué clase de tecnología es capaz de hacer eso y de discriminar entre diferentes seres, pero es impresionante. Bueno, supongo que es una tecnología muy avanzada, porque la alternativa es… en fin, que me niego a creer en esa alternativa.
—¡Qué va a saber una hembra! —bufa el sacerdote supremo—. ¡Sólo las Luces del Cielo pueden descubrir el camino!
—Yo soy hembra —le respondo, mosqueada—. Y ya has visto que también soy una Luz del Cielo. No desprecies lo que Nara’Aé pueda decir por el mero hecho de ser una hembra. Recuerda que has aceptado que ella medie entre los rebeldes y los sacerdotes mientras nosotros buscamos a los Dioses.
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