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Philip José Farmer - Relaciones extrañas

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Philip José Farmer Relaciones extrañas

Relaciones extrañas: resumen, descripción y anotación

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Si un hombre puede vivir en una especie de útero de una planta en un planeta extraño, eso son Relaciones extrañas. Si un hombre ama a una extraterrestre pero al mismo tiempo siente asco por el fruto de esa relación, eso son Relaciones extrañas.

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Relaciones extrañas Philip J Farmer Título original Strange Relations - photo 1

Relaciones extrañas

Philip J. Farmer


Título original: Strange Relations

Tra ducción: Matilde Horne

ã 1960 by Philip José Farmer

© 1985; Ediciones Orbis. Biblioteca de Cf nº 34.

ISBN: 84-7634-391-4

Depósito legal: B. 36679-1985

Edición digital de Elfowar. Revisión Kyshmet. Octubre de 2003.

Títulos originales de los relatos:

Madre ( Mother; Thrilling Wonder Stories abril 1953)

Hija ( Daughter Thrilling Wonder Stories invierno 1954 )

Padre ( Father; F & SF Julio 1955)

Hijo ( Son [Queen of the Deep]; Argosy Mar 1954 )

Hermano de mi hermana (My Sister's Brother [Open to Me, My Sister]; F & SF mayo 1960 )


Contraportada

Madre e Hija. Una simbiosis extraña de humanos y alienígenas nace en el planeta Baudelaire.

Padre. Cuando una nave espacial en camino para Ygdrasil es atrapada por el terrible mundo conocido como Abatos, ofrecen uno de sus pasajeros desgraciados la tentación en una escala sobrehumana.

Hijo. Un submarino artificial inteligente intenta sostener un humano prisionero.

Hermano de mi hermana. Un explorador del espacio en el planeta rojo, Marte, tropieza en dos grupos de extranjeros muy diversos - ambos tienen sistemas reproductivos altamente inusuales...


Si fuéramos ángeles no tendríamos sexo, sino alas.

Un aeroplano no tiene sexo, tampoco lo tiene Dios.

Henry Miller...


Madre
Capítulo primero

—Mira mamá, el reloj está marchando para atrás.

Eddie Fetts señaló las manecillas de la esfera del reloj en la cabina de comando.

—Ha de haberlo descalabrado el choque —dijo la doctora Paula Fetts.

—Y eso, ¿cómo es posible?

—No sé, hijo. Yo no sé todas las cosas.

—¡Oh!

—¿Por qué estás tan contrariado? No soy técnico electrónico, soy patóloga.

—No te enojes tanto conmigo, mamá. No lo puedo soportar. No en este momento.

Eddie abandonó bruscamente la cabina. Su madre lo siguió, angustiada. El sepelio de los tripulantes de la nave y el de sus colegas científicos había sido una dura prueba para él.

Desde niño la visión de la sangre le provocaba náuseas y mareos; a duras penas había logrado vencer el temblor de sus manos lo suficiente para ayudarle a ella a ensacar los huesos y los órganos dispersos.

Él había querido arrojar los cadáveres al horno nuclear, pero ella se lo había prohibido. Los contadores Geiger, pulsando ruidosamente en el centro de la nave, anunciaban la invisible presencia de la muerte en la popa.

El meteoro que había chocado con la nave en el momento en que ésta salía de Traslación para entrar en el espacio normal había estropeado, al parecer, la sala de máquinas. Eso al menos le habían dado a entender los chillidos entrecortados de uno de sus colegas antes de que huyera despavorido a refugiarse en la cabina de comando. La doctora Fetts se había apresurado a buscar a Eddie. Temía que su puerta estuviera cerrada por dentro, pues su hijo había estado grabando el aria “Pesado cuelga el albatros” de la ópera El Viejo Marino de Gianelli.

Por fortuna, el sistema de emergencia había interrumpido automáticamente los circuitos de todas las cerraduras. Al entrar, lo había llamado a gritos, temiendo que pudiese estar herido. Lo encontró tendido en el suelo, semiinconsciente. Mas no a consecuencia del choque. El motivo de su estado, desprendido de su mano inerte, yacía en un rincón de la cabina: un termo de un galón provisto de un pezón de caucho. La boca abierta de Eddie exhalaba el olor característico del whisky de centeno, un tufo tan intenso que ni las píldoras Nodor habían podido neutralizar.

Ella le había ordenado secamente que se pusiera de pie y se acostara en la cama. Su voz, la primera que Eddie escuchara en su vida, atravesó la falange de Oíd Red Star. Se incorporó con dificultad y ella, más menuda, tuvo que poner en juego todas sus energías para ayudarlo a levantarse y llevarlo hasta la cama.

Después, acostándose a su lado, había ajustado sobre los dos cuerpos el cinto de seguridad. Tenía entendido que también había zozobrado el bote de salvamento y que ahora sólo dependía del capitán el que la nave pudiera descender sin nuevas vicisitudes en el Baudelaire, un planeta cartográficamente relevado, pero nunca explorado. El resto del pasaje había ido a sentarse detrás del capitán, amarrados a sus sillas de emergencia, incapaces de prestar ayuda excepto un silencioso apoyo. El apoyo moral no había bastado. La nave había descendido escorada a una velocidad excesiva. Los estropeados motores no la habían podido sostener. La proa había sufrido la peor parte del castigo. Y también los que estaban sentados en ella.

Estrechando contra su pecho la cabeza de su hijo, la doctora Fetts había orado a su Dios en voz alta. Eddie entre tanto roncaba y farfullaba. De pronto, una explosión, como si hubiesen estallado al unísono todas las puertas del infierno —un estruendo espeluznante como si la nave fuese el badajo de una campana gargantuesca que doblara el mensaje más aterrador que puedan escuchar oídos humanos—, un ramalazo de luz enceguecedora... y oscuridad y silencio.

Momentos después Eddie rompió a gritar con voz llorosa y aniñada:

—¡No me dejes morir, mamá! ¡Vuelve! ¡Vuelve!

Mamá estaba inconsciente a su lado, pero él no lo sabía. Lloró durante un rato, para volver a hundirse —si en algún momento había salido de él— en el nebuloso estupor de los vapores del centeno; y se quedó dormido. Otra vez, oscuridad y silencio.

Era el segundo día después del accidente, si podía llamarse «día» a esa penumbra crepuscular que reinaba en Baudelaire. La doctora Fetts no dejaba a su hijo ni a sol ni a sombra. Sabía lo sensible, lo impresionable que era. Lo había sabido durante toda su vida y constantemente había tratado de evitarle todo cuanto pudiese perturbarlo.

Y lo había logrado, creía ella, hasta tres meses antes, cuando Eddie se había fugado con una muchacha.

La joven era Polina Fameux, la actriz de pelo rubio-ceniza y largas piernas, cuya imagen tridimensional, filmada y televisada, había viajado a planetas fronterizos donde un magro talento histriónico importaba menos que un busto opulento y bien torneado. Como Eddie era un famoso tenor del Metro, la boda había causado gran revuelo y sus ecos habían llegado a todos los confines de la galaxia civilizada.

A la doctora Fetts la fuga le había herido en carne viva; sin embargo, había logrado, pensaba ella, ocultar su resentimiento detrás de una máscara sonriente. No era que le doliese el tener que renunciar a él; al fin y al cabo, era ya un hombre hecho y derecho, no más su niñito. Aunque en verdad, si descontaba sus temporadas en el Metro y sus giras, desde los ocho años jamás se había apartado de su lado.

Eso fue cuando ella partió en viaje de bodas con su segundo marido. Pero tampoco aquella vez duró mucho tiempo la separación, porque Eddie había caído gravemente enfermo y su madre debió anticipar su regreso para atenderlo, ya que él insistía en que era la única persona capaz de sanarlo.

Por lo demás, tampoco podía considerar como pura pérdida sus temporadas en la ópera, pues Eddie la llamaba por el fonovisor todos los mediodías y mantenían larguísimas charlas, sin cuidarse por lo mucho que pudieran subir las cuentas del fonovídeo.

Los ecos de la boda tenían apenas una semana de edad cuando fueron seguidos por otros más altisonantes. Traían la noticia de que Eddie y su mujer se habían separado. Dos semanas después, Polina pedía el divorcio por incompatibilidad. Los papeles del juicio le fueron entregados a Eddie en el departamento de su madre. Había vuelto a vivir con ella el día mismo en que Polina y él decidieron, de común acuerdo, que «la cosa no marchaba» o, como él se lo expresara a su madre, que «no se entendían».

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