PRÓLOGO
Debió de ser en torno al año 115 d. C. cuando un joven provinciano nacido en Nicomedia de Bitinia, en Asia Menor, de estirpe griega y familia de buena posición, cumpliendo con la costumbre de la época, viajó a Grecia para completar su educación con un maestro que le enseñara retórica y filosofía. El joven era Arriano de Nicomedia, que llegaría a ser político influyente y uno de los autores literarios más brillantes de su siglo.
El maestro cuyas clases siguió fue Epicteto, ya anciano por entonces, un filósofo estoico de cierto renombre que nunca quiso escribir una sola línea, pero cuyas enseñanzas y personalidad causaron tal impresión en el joven Arriano que, consciente del interés de lo que oía en la escuela, anotó cuidadosamente tanto las explicaciones del maestro como las conversaciones que éste mantuvo con oyentes habituales y visitantes ocasionales.
Las copias de las notas de Arriano fueron circulando y, al verlo el propio Arriano, decidió encargarse de una verdadera edición: el resultado fue lo que hoy conocemos bajo el título de Disertaciones de Epicteto. Tanto fue el éxito de aquellos libros —dicen fuentes del siglo VI , aunque los críticos de hoy no dan crédito a la noticia—, que de nuevo Arriano intervino para elaborar un compendio de lo más significativo de su contenido, y así se elaboró el Manual de Epicteto.
Esas obras, sobre todo el Manual, han gozado de grandísima aceptación, probablemente porque sus enseñanzas, sencillas y profundas a la vez, van dirigidas simultáneamente al corazón del ser humano, al que quieren acompañar en su búsqueda de la felicidad, y a su intelecto, que necesita apoyarse en el ejercicio de la sinceridad, la equidad y la coherencia.
Ahora bien: ¿quién era aquel maestro? ¿De dónde había salido aquel filósofo estoico que tanto impresionó a Arriano? Había nacido en Hierápolis entre los años 50 y 55, y había sido esclavo en Roma probablemente desde su niñez. No sabemos si era esclavo de nacimiento o si, como sucedía no raramente en su tierra, la Frigia anexionada o («Frigia Epicteto»), habían sido sus propios padres quienes lo habían vendido. Del nombre de su país recibió el suyo propio, también según costumbre antigua de llamar al esclavo por su gentilicio. De los amos que tuvo Epicteto sólo conocemos el nombre de uno: Epafrodito, esclavo primero y liberto imperial después al servicio de Nerón.
Este Epafrodito prestó al emperador un servicio muy valioso cuando le puso al corriente de la conjura que tramaban contra él ciertos senadores, encabezados por Pisón, y llegó a ser su secretario personal; el trato que mantenían era de tanta cercanía que cuando Nerón hubo de huir de Roma y decidió suicidarse, fue Epafrodito quien le asistió. Como Epicteto padecía cierta cojera, las fuentes cuentan la anécdota de que el causante había sido su amo, que le sometía a tortura maltratándole una pierna; aunque Epicteto le decía: «Me la vas a romper», siguió aplicando el tormento y, efectivamente, la pierna se rompió. Y Epicteto: «¿No te lo decía yo, que me la ibas a romper?»; pero otras fuentes dicen que su cojera se debió al reumatismo.
A pesar de esta anécdota, Epafrodito no fue el peor de los amos, puesto que permitió a Epicteto asistir a las lecciones de Musonio Rufo, un caballero volcado en la filosofía estoica y que se dedicó a difundir estas enseñanzas. Como maestro debía de ser exigente, y en las Disertaciones aparecen varios ejemplos de ello, como cuando decía que a los jóvenes bien dotados para la filosofía, cuanto más se los desairaba, tanto más se aferraban a la doctrina. Ese método lo empleó también con Epicteto, que cuenta cómo su maestro le provocaba diciéndole «Te pasará esto y lo de más allá a manos de tu dueño», a lo que Epicteto, ya muy estoicamente, respondía: «¡Cosas humanas!», granjeándose así el aprecio y la benevolencia de su mentor filosófico. A su actividad como filósofo unió Musonio la intervención en política participando en la conjura de Pisón y tomando partido en uno u otro sentido respecto a las decisiones de los emperadores, lo que le valió varios destierros: uno en Asia Menor el año 60, acompañando a Rubelio Plauto, rival de Nerón; otro en Gíaros en el año 66, ordenado por Nerón como represalia por su participación en la conjura de Pisón, y un tercero en época de Vespasiano del que no conocemos los motivos exactos. ¡Verdaderamente, era conocimiento de primera mano el que tenía para enseñar a soportar los caprichos de los tiranos!
Aunque Epafrodito mostrara ese rasgo benévolo con su esclavo, tampoco debió de ser muy agradable estar a su servicio; muchas veces Epicteto menciona las amenazas de un amo («Puedo encadenarte»), o recuerda los malos tratos que recibe el esclavo díscolo, que si no obedece, «recibirá golpes y no recibirá comida». Y cuando describe el comportamiento caprichoso de un ricacho que teme ir a dar en la pobreza, da la sensación de que está retratando lo que vivió en la casa de Epafrodito: «A ti no es que te aterre el hambre, sino que temes no tener un cocinero, no tener otro que haga la compra, otro que te calce, otro que te vista, otros que te den masaje, otros que te acompañen para que te den masaje aquí y allá en el baño, después de desnudarte y ponerte estirado como un crucificado; y que luego, el que va a ungirte con aceites, poniéndose a tu lado diga: “Date la vuelta”, “Trae el costado”, “Cógele la cabeza”, “A ver el hombro”. Y luego, al llegar del baño a casa grites: “¿Nadie trae de comer?”; y luego, “Quita las mesas, pasa la esponja”. Eso te aterra, el no poder llevar una vida de enfermo».
Prueba del sufrimiento por el que debió de pasar Epicteto la tenemos también en la cantidad de veces que menciona la libertad, ideal que el filósofo persiguió a lo largo de toda su vida, y en el afecto y orgullosa solidaridad con que habla de los esclavos fugitivos: «¿Con qué cuentan al abandonar a sus dueños? ¿Con campos o con servidores o con vajillas de plata? Con nada, sino consigo mismos».
Epicteto no necesitó recurrir a la fuga, pues Epafrodito le concedió la libertad; seguramente, cuando ya era más que adulto; ya era libre en el año 94, cuando le alcanzó la expulsión de los filósofos decretada por Domiciano, y entonces fue cuando comenzó la etapa de su vida por la que ha merecido un puesto en la historia. Al abandonar Roma se estableció en Nicópolis, una ciudad muy joven, pues había sido fundada por Augusto en acción de gracias por su victoria sobre Marco Antonio en la batalla de Accio y, además, muy bien situada a la entrada del golfo de Ambracia, pues era uno de los puertos en que solían hacer escala los barcos que iban de Roma a Oriente. Esto último era especialmente favorable, pues además de conseguir discípulos gracias a su fama como filósofo, podía encontrarse en su auditorio con personajes que acababan de ser nombrados para cargos en Grecia o en Asia Menor o, viceversa, que accedían a puestos más elevados en la Urbe y regresaban de sus cargos provinciales; gente que, aprovechando una escala en el viaje, acudían a oír al filósofo.