Alice Miller - Salvar tu vida
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- Libro:Salvar tu vida
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2009
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Todavía está muy extendida la opinión de que los niños no pueden sentir, de que el daño que se les ocasiona no tiene consecuencias o, si las tiene, son diferentes a las experimentadas por los adultos, justo porque son «todavía niños». Hasta hace muy poco a los niños podían realizárseles incluso algunas operaciones sin anestesia. Y resulta especialmente llamativo que las mutilaciones a niñas y niños, junto a otros sádicos rituales de iniciación en la infancia, sean todavía una práctica habitual en muchos países. Mientras la violencia contra adultos se denomina tortura, en el caso de los niños se considera educación. ¿No es esto ya una muestra clara y significativa de la existencia de un trastorno en el cerebro de la mayoría de las personas, de una «lesión», un agujero de violencia precisamente en el lugar en el que debería encontrarse la empatia, en especial la empatia con los niños? Esta observación constituye ya una prueba suficiente de que todos los niños que han sido víctimas de maltrato presentan, como consecuencia, daños en el cerebro porque ¡casi todos los adultos se muestran insensibles ante la violencia contra los niños! Para lograr explicar esta realidad quise saber en qué momento de la vida de sus hijos los padres creen que un «pequeño» azote podría reconducir su comportamiento. No encontré estadística alguna, por lo que, con el objetivo de obtener alguna información sobre estas oscuras cifras, en el año 2002 encargué a un instituto de estadística un cometido al respecto: cien madres de diferentes clases sociales deberían indicar la edad que contaba su primer hijo cuando sintieron la necesidad de sugerirle un comportamiento más adecuado por medio de un cachete en las manos o en el trasero.
Sus respuestas fueron muy significativas: ochenta y nueve mujeres respondieron, casi de forma unívoca, que habían «advertido» físicamente a sus hijos cuando éstos tenían alrededor de dieciocho meses, once mujeres no podían recordar el momento preciso, pero ninguna de ellas dijo que nunca había pegado a su hijo.
El resultado fue publicado ese mismo año en la revista francesa Psychologies, pero no provocó reacción alguna, ni sorpresa ni indignación, lo que a mi entender significa que se trata de una práctica muy extendida que rara vez se cuestiona. Sin embargo, yo sí tenía una cuestión por resolver: ¿qué sucede en el cerebro de un niño que recibe azotes a esta edad? Aunque éstos no produzcan daños físicos graves (un hecho que hoy en día todavía aceptamos sin reparos), el niño sí registra que ha sido atacado y atacado por la persona (esto lo sabe su instinto) que debería protegerlo de las agresiones de extraños. Indudablemente esto ocasiona en el cerebro del niño, que todavía no está desarrollado del todo, una confusión irresoluble. El niño deberá preguntarse: ¿me protege mi madre ante el peligro o constituye ella un peligro en sí? Es evidente que un bebé no puede responder tal cuestión. Decidirá entonces adaptarse, es decir, registrar la violencia como algo normal y comprender que ésta existe. Pero el miedo (ante el próximo azote), la desconfianza y la negación del dolor sí permanecerán.
Y también permanecerá aquello que describí como «bloqueo del pensamiento» en La madurez de Eva: la confusión del niño pequeño, acompañada de la negación del sufrimiento, es sin duda el motivo por el que el adulto muestra indiferencia o se niega a reflexionar sobre el problema del maltrato a los niños pequeños. Los bloqueos del pensamiento (y el miedo que los fundamenta) impiden que la persona analice las causas del origen de los mismos, rechazando así todo aquello que le llevaría a una reflexión en este sentido.
No conozco a ningún filósofo, sociólogo o teólogo que haya explorado hasta el momento la cuestión de lo que un niño siente cuando es maltratado físicamente, ni tampoco los efectos de la represión de estos sentimientos en la vida del adulto y en todo el entramado social. Hace poco, leyendo un libro brillantemente escrito y muy instructivo sobre la ira, llamó mi atención la forma descarada en que se evita este tema. El libro describe con una precisión minuciosa el daño que la ira humana ha causado a inocentes cabezas de turco a lo largo de la Historia, pero no es posible encontrar en las casi cuatrocientas páginas referencia alguna al origen de este sentimiento. En ningún momento se sugiere que la ira de todas y cada una de las personas emerge de esa ira primaria y justificada del niño hacia esos padres que le pegan y cuya manifestación inmediata se reprime para, más adelante, convertir a inocentes en víctimas de su violencia sin escrúpulos.
Uno podría llegar a suponer que —debido a que la violencia contra los niños, su represión y negación están tan extendidas— este mecanismo de protección pertenece a la naturaleza humana, que se ahorra así dolores y que, por lo tanto, desempeña un papel positivo. Sin embargo, al menos dos hechos contradicen esta hipótesis.
En primer lugar, el hecho de que precisamente los abusos reprimidos se transmiten a la siguiente generación, con lo que la espiral de violencia no se detiene, y, en segundo lugar, que el recuerdo consciente de los abusos padecidos desencadena la desaparición de los síntomas de la enfermedad.
La circunstancia, ahora probada, de que el descubrimiento —gracias a la presencia de un testigo que muestre empatia (véanse págs. 29 y 63 y sigs. )— del propio sufrimiento en la infancia desencadena la desaparición de los síntomas físicos y psicológicos (por ejemplo, de la depresión) nos obliga a buscar una forma de terapia del todo innovadora, puesto que, no ya la negación de la realidad dolorosa, como se venía defendiendo habitualmente hasta hoy, sino la confrontación con esta realidad posibilitará que nos liberemos del dolor.
A mi entender, el mismo hallazgo es válido para la terapia infantil. Como la gran mayoría de las personas he defendido durante mucho tiempo que los niños necesitan forzosamente la ilusión y la negación de los hechos para sobrevivir, porque no serían capaces de soportar el dolor de la verdad. Sin embargo, hoy estoy convencida de que para los niños resulta adecuado justo lo mismo que para los adultos, a saber, que el conocimiento de su verdad, de su historia, los protege de enfermedades y trastornos. Pero para ello los niños necesitan la ayuda de sus padres.
Hoy en día un gran número de niños sufre trastornos del comportamiento y existe un gran número de terapias destinadas a aliviarlos. Desgraciadamente, la mayoría se fundamenta en principios pedagógicos según los cuales el niño «difícil» podría y debería ser educado a obedecer y a adaptarse. Se trata de una terapia conductiva, más o menos eficaz, que consiste en una especie de «reparación» del niño. No obstante, estas teorías silencian e ignoran la circunstancia de que todo niño problemático tiene una historia de daños a su integridad que comienza muy temprano en su vida, en la época en la que su cerebro está todavía formándose, y se desarrolla hasta que cumple cuatro años. Una historia que, en la mayoría de los casos, será reprimida.
Pero lo cierto es que no es posible ayudar a una persona traumatizada a curar sus heridas si esta persona se niega a verlas. Por suerte, en un organismo joven las heridas se curan con mayor facilidad, también las de carácter psíquico. Por lo que el primer paso debería consistir en estar preparado para ver las heridas, tomarlas en serio y dejar de negarlas. No se trata aquí de «reparar» al niño «trastornado», sino de cuidar sus heridas, cosa que se consigue a través de la empatia y proporcionando la información correcta.
El niño necesita algo más que un comportamiento adecuado para completar su desarrollo emocional y alcanzar una verdadera madurez. Para no convertirse en víctima de depresiones, de trastornos alimentarios ni tampoco de la adicción a las drogas, el niño necesita tener acceso a su historia. Creo que, en el caso de niños que han sufrido maltrato alguna vez, hasta los esfuerzos pedagógicos o terapéuticos mejor intencionados terminan fracasando si nunca se aborda el tema de la humillación vivida, es decir, si dejamos al niño solo con su experiencia. Para superar esta sensación de aislamiento (hallarse solo con su secreto), los padres deben encontrar el valor para reconocer su error ante el niño. Esto transformaría completamente la situación. En una tranquila conversación podrían decirle al niño, por ejemplo:
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