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Alice Kellen - Otra Vez Tú

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Alice Kellen Otra Vez Tú

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¿Qué hacer cuando, al comienzo de tus idílicas vacaciones, te tropiezas con tu ex prometido?
Emma no tiene demasiado claro si abrazarle o, por el contrario, intentar asesinarle con un tenedor de plástico.
¿Lo mejor? No está sola, ya que ha ido a California acompañada por sus dos mejores amigas y está dispuesta a conquistar las playas de la zona y absorber los rayos del sol hasta estar totalmente bronceada.
¿Lo peor? Alex no solo le rompió el corazón una vez, dejándola plantada una semana antes de subir al altar, sino que parece dispuesto a que la trágica historia vuelva a repetirse ahora que se han reencontrado.
Una divertida comedia que nos empuja a creer en las segundas oportunidades, en el amor, en la amistad y en el azar del destino.

ALICE KELLEN
Otra vez tú
Autor-Editor
Sinopsis
¿Qué hacer cuando, al comienzo de tus idílicas vacaciones, te tropiezas con tu ex prometido?
Emma no tiene demasiado claro si abrazarle o, por el contrario, intentar asesinarle con un tenedor de plástico.
¿Lo mejor? No está sola, ya que ha ido a California acompañada por sus dos mejores amigas y está dispuesta a conquistar las playas de la zona y absorber los rayos del sol hasta estar totalmente bronceada.
¿Lo peor? Alex no solo le rompió el corazón una vez, dejándola plantada una semana antes de subir al altar, sino que parece dispuesto a que la trágica historia vuelva a repetirse ahora que se han reencontrado.
Una divertida comedia que nos empuja a creer en las segundas oportunidades, en el amor, en la amistad y en el azar del destino.
Autor: Kellen, Alice
©2013, Autor-Editor
ISBN: 5301948774738
Generado con: QualityEbook v0.72
1
E LISA dejó tres mojitos en la mesa y parte del líquido, de color verde intenso, se derramó sobre la superficie. Me giré para coger una servilleta y advertí que, para los dueños de aquel antro caribeño, unos tristes trozos de celofán eran un lujo innecesario del que se debía prescindir.
Hannah arrugó su pequeña naricilla cuando rozó la húmeda copa con los dedos. Era raro verla en aquel ambiente, teniendo en cuenta que parecía un ser angelical e inocente recién caído del cielo; no me sorprendería que el día menos pensado brotasen unas alas de su espalda. Presumiblemente, la hazaña más peligrosa que había realizado a lo largo de su vida, fue visitar a un amigo que residía en Brooklyn. Solía relatar aquel episodio cuando iba algo achispada, con los ojos brillantes de emoción, como si aquel día hubiese escapado de una banda de narcotraficantes armados con varias AK-47.
Sin embargo, aquello había ocurrido años atrás. Con el paso del tiempo, las tres habíamos cambiado mucho y, a pesar de nuestras diferencias, seguíamos siendo grandes amigas. A decir verdad, estaba convencida de que el hecho de que fuésemos tan distintas era el verdadero secreto de nuestra duradera amistad. No se me ocurría ninguna otra teoría válida.
Hacía dos noches que habíamos llegado a California. Siempre había fantaseado con vivir allí en algún momento y, aunque mi trabajo en la editorial me impedía cumplir tal propósito, pasar veinte días de vacaciones bajo el sol junto a mis dos mejores amigas, superaba con creces todas mis expectativas. A pesar de que tenía una edad considerable —¡sabía que el final estaba cerca, pues en apenas unos años traspasaría la barrera de los treinta!—, durante aquellos días me había sentido de nuevo como una quinceañera. En plan viaje de amigas unidas. En plan molamos mogollón. En plan... en fin, supongo que pilláis lo que intento decir.
Elisa había propuesto hacer aquel viaje, alegando que estaba muy nerviosa por su inminente boda —que se celebraría en septiembre— y que necesitaba tomarse un tiempo para sí misma, antes de embarcarse en una nueva etapa de su vida. Yo no había puesto ninguna objeción porque, al fin y al cabo, nada excepto mi trabajo me ataba a Nueva York y ya había planeado pasar las vacaciones tirada en la cama, comiendo helados y batidos de EJ’s Luncheonette mientras volvía a ver de forma compulsiva —y por cuarta vez consecutiva— la serie Friends.
Hannah había tenido que consultar con sus padres el plan de pasar las vacaciones en California, a pesar de que tenía veintisiete años y hacía siglos que se había independizado, mudándose a un lujoso ático en la avenida más transitada de Nueva York. Supongo que tener unos controladores padres millonarios también tenía sus desventajas. Bueno, ¿qué digo?, en realidad creo que son billonarios con <>, o multimillonarios. Debería mirar en un diccionario las diferencias entre esos términos, aunque la idea principal queda clara: pasta suficiente como para tirarte en la cama desnuda y lanzar billetes verdes al aire estilo escena cutre de película de sobremesa.
—Está un poco fuerte —Hannah tosió, dejando el mojito sobre la mesa.
—¡No digas tonterías! —Elisa ondeó una mano en alto, tras beberse casi la mitad de su copa de un trago—. Me encanta el toque mentolado.
Hannah arrugó nuevamente su diminuta nariz —era el único gesto carente de elegancia que se permitía hacer a sí misma, a pesar de que su madre solía amonestarla por ello—, y rebuscó en su bolso hasta sacar un folleto turístico y depositarlo con sumo cuidado frente a nosotras.
—He pensado que mañana podríamos ir a la playa, ¿qué os parece? —su uña, pintada de un brillante esmalte rosa, repiqueteó sobre la idílica imagen que se veía en el folleto—. Al parecer, las playas que están frente a nuestro bungaló son de las mejores de toda la zona.
—¡Sí! ¡Quiero tostarme al sol como si no hubiese mañana! —exclamé.
—¡Ni hablar! Compraremos una sombrilla —Hannah me miró fijamente—. ¿Sabes lo perjudicial que es el sol para la piel?, ¿quieres tener un montón de manchas en cuanto cumplas los treinta?
Suspiré mientras Elisa reía. Cuando su móvil comenzó a sonar, se disculpó explicando que era Colin y salió del local. En realidad, siempre era Colin, su maravilloso e increíble prometido. Elisa había tenido la suerte de tropezar con el único prototipo masculino decente que quedaba sobre la faz de la tierra. Esperaba que procreasen pronto, expandiendo una nueva raza de hombres perfectos aunque, cuando eso sucediese, éstos me llamarían <> y yo tendría la piel repleta de manchas de color café por no haber seguido los consejos de Hannah.
—¿En qué estás pensando? —Hannah se apartó con delicadeza algunos mechones de su sedoso cabello rubio.
<>
Descarté admitirlo en voz alta.
—En que si no quieres un mojito, puedo ir a pedirte otra cosa.
No hacía falta que Hannah dijese lo cohibida que se sentía en aquel local caribeño atestado de gente. Probablemente, su aventura en Brooklyn acababa de convertirse en una saga, cuya segunda parte se titulaba <>.
—¿Lo harías? —abrió excesivamente sus ojos azules.
Asentí con la cabeza.
—¡Gracias, Emma! —sacó la billetera de su bolso, pero denegué su ofrecimiento—. Tomaré un San Francisco.
—Genial —me terminé de un solo trago lo que quedaba de mi mojito—. ¡Qué sean dos!
Arrastré la silla hacia atrás para levantarme torpemente e intenté avanzar entre el gentío. Jamás había estado en un pub similar, ni que se le pareciese de lejos. En Nueva York, los locales solían ser sofisticados y aunque había todo tipo de gente —¿para qué mentir?—, podía asegurar que el noventa y nueve por ciento de los clientes solían ir vestidos. Ese nimio detalle no parecía ser un requisito en California.
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