Índice
Sinopsis
Reconocer hasta qué punto las personas niegan sus necesidades afectivas y sentimientos más intensos (ira, angustia, miedo, dolor…) es, como demuestra la prestigiosa psiquiatra Alice Miller, un primer paso para recuperar la identidad. Mediante ejemplos clarificadores, El drama del niño dotado, una obra que se ha convertido ya en un clásico, analiza las causas de la represión afectiva y explora los caminos en la búsqueda del verdadero «yo».
El drama del niño dotado
y la búsqueda del verdadero yo
Alice Miller
Traducción de Juan José del Solar
Edición ampliada y revisada
Agradecimientos
Siento el deseo y la necesidad de agradecer muy particularmente a la señora Heide Mersmann, de la editorial Suhrkamp, toda la dedicación que ha venido prestando a mis libros. En el curso de mi dilatada labor orientada a esclarecer el problema de los malos tratos infligidos a los niños he podido contar siempre con su incondicional apoyo. Agradezco a la señora Mersmann no sólo la lectura cuidadosa, comprensiva, empática y muy atenta del presente libro, sino, en el fondo, muchísimo más: desde la aparición, hace quince años, de El drama del niño dotado, la editorial ha recibido las peticiones más diversas de lectores, lectoras e instituciones de todo tipo. Y siempre fue la señora Mersmann quien se encargó de dar respuesta a estas llamadas y cartas con la misma amabilidad, esmero y claridad.
Quisiera asimismo agradecer al personal del departamento de producción de la editorial Suhrkamp la esmerada y competente preparación de mi manuscrito en todas las fases, pero sobre todo en la última y más difícil. No siempre resultó fácil hacer coincidir la técnica con las necesidades objetivas, pero tanto el señor Rolf Staudt como el señor Manfred Wehner hicieron todo lo posible para apoyar mis esfuerzos y asegurar la integridad del texto. A ellos quisiera expresarles aquí mi más sincero agradecimiento.
Mi gratitud por las numerosas cartas de lectoras y lectores se expresa ya en muchas de las páginas de este libro, aunque, de todos modos, quisiera manifestarlo aquí de forma expresa. Muchos de ellos han «colaborado» realmente, sin saberlo, en la redacción de este libro. Pero han de permanecer en el anonimato porque el contenido de sus cartas es confidencial. Sus historias, sus destinos trágicos y a menudo inconcebibles, y, por último, sus experiencias decepcionantes con terapeutas incompetentes y poco honestos de todas las tendencias posibles, me hicieron ver una y otra vez con qué facilidad se puede abusar de la tragedia de las personas maltratadas en su infancia.
Siempre me ha resultado doloroso no poder responder personalmente a las numerosas cartas recibidas. Los motivos son diversos. Hoy dispongo de nuevas posibilidades de abordar preguntas específicas de lectoras y lectores, y hago buen uso de ellas. Espero, sin embargo, que muchos de los remitentes reconozcan fácilmente mis respuestas a sus cartas (como también mi sentimiento de profundo agradecimiento) en esta nueva versión revisada de mi obra.
Por último, quisiera dar las gracias a mi hijo, Martin Miller, que con su espíritu abierto, perseverancia y atención me hizo ver los bloqueos que, desde hacía tiempo, yo misma no me atrevía a admitir, y que seguramente no habría visto sin sus lúcidos comentarios. Agradezco también a mis dos hijos, Martin y Julika, la confianza que me han demostrado en todos estos años, aunque no siempre me la mereciera, mientras mi conciencia seguía bloqueada. Espero que aún me queden los suficientes años de vida para ganarme realmente la confianza que ellos han depositado en mí.
I
El drama del niño dotado y cómo nos hicimos psicoterapeutas
Todo, salvo la verdad
La experiencia nos enseña que, en la lucha contra las enfermedades psíquicas, únicamente disponemos, a la larga, de una sola arma: encontrar emocionalmente la verdad de la historia única y singular de nuestra infancia. ¿Podremos liberarnos algún día totalmente de ilusiones? Toda vida está llena de ellas, sin duda porque la verdad resultaría, a menudo, intolerable. Y, no obstante, la verdad nos es tan imprescindible que pagamos su pérdida con penosas enfermedades. De ahí que, a través de un largo proceso, intentemos descubrir nuestra verdad personal que, antes de obsequiarnos con un nuevo espacio de libertad, siempre nos hace daño, a no ser que nos conformemos con un conocimiento intelectual. Aunque en ese caso seguiríamos aferrándonos al ámbito de la ilusión.
No podemos cambiar en absoluto nuestro pasado ni anular los daños que nos hicieron en nuestra infancia. Pero nosotros sí podemos cambiar, «repararnos», recuperar nuestra identidad perdida. Y podemos hacerlo en la medida en que decidamos observar más de cerca el saber almacenado en nuestro cuerpo sobre lo ocurrido en el pasado y aproximarlo a nuestra conciencia. Esta vía es, sin duda, incómoda, pero es la única que nos ofrece la posibilidad de abandonar por fin la cárcel invisible, y sin embargo tan cruel, de la infancia, y dejar de ser víctimas inconscientes del pasado para convertirnos en seres responsables que conozcan su historia y vivan con ella.
La mayoría de la gente hace justo lo contrario. No quieren saber nada de su propia historia, y, por consiguiente, tampoco saben que, en el fondo, se hallan constantemente determinados por ella, porque siguen viviendo en una situación infantil no resuelta y reprimida. No saben que temen y evitan peligros que en algún momento fueron reales, pero dejaron de existir hace tiempo. Son personas que actúan impulsadas tanto por recuerdos inconscientes como por sentimientos y necesidades reprimidas que, a menudo y mientras permanezcan inconscientes e inexplicadas, determinarán de forma pervertida casi todo lo que hagan o dejen de hacer.
La represión de los brutales abusos y malos tratos padecidos en otros tiempos induce, por ejemplo, a mucha gente a destruir la vida de otros y también la propia, a incendiar casas de ciudadanos extranjeros, a vengarse e incluso a calificar todo esto de «patriotismo» a fin de ocultarse la verdad a sí mismos y no sentir la desesperación del niño maltratado. Otros prolongan de forma activa las torturas que alguna vez les infligieron; por ejemplo, en clubes de flagelantes, en rituales de tortura de todo tipo, en el ambiente sadomasoquista, y designan todo esto como liberación. Hay mujeres que se hacen perforar los pezones para colgarse aros, se dejan fotografiar así en periódicos y cuentan con orgullo que no sienten dolor alguno al hacerlo, y que incluso les resulta divertido. No hemos de dudar de la sinceridad de tales afirmaciones, pues estas mujeres debieron de aprender muy pronto a no sentir ningún dolor.
¿Y qué no harían hoy para no sentir el dolor de la niña que fue víctima de los abusos sexuales del padre y tuvo que imaginarse que así le estaba dando placer? Una mujer que haya sufrido abusos sexuales en su infancia, que reniegue de esa realidad infantil y haya aprendido a no sentir dolor, huirá continuamente de lo ya ocurrido recurriendo a los hombres, al alcohol, las drogas o a una actividad compulsiva. Necesita siempre el «pinchazo» para no dejar aflorar el «aburrimiento» ni dar paso al sosiego en el que sentiría la sofocante soledad de la realidad de su infancia, pues teme este sentimiento más que a la propia muerte, a no ser que haya tenido la suerte de saber que revivir y tomar conciencia de los sentimientos infantiles no mata, sino que libera. Lo que, en cambio, sí mata a menudo es el rechazo de los sentimientos, cuya vivencia consciente podría revelarnos la verdad.