Príncipe de Ligne - Amabile
Aquí puedes leer online Príncipe de Ligne - Amabile texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2004, Editor: ePubLibre, Género: Religión. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:
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- Libro:Amabile
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2004
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Amabile: resumen, descripción y anotación
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PRÍNCIPE DE LIGNE. Nacido en Bruselas en 1735, en los entonces llamados Países Bajos austriacos, su centro vital fue el château de Belœil, casa solariega de los Ligne, que él embelleció con extraordinarios jardines (Ligne padeció de hortomanía: la pasión racional de los jardines, su diseño y su mantenimiento). Ligne era belga, y como tal sirvió a las órdenes del Sacro Imperio Romano Germánico.
La presente obra es una antología, por lo que sus fuentes son variadas; se consignan en el apartado siguiente.
El texto va abundantemente anotado. Podría no haber sido así. Quizá no se hubiesen perdido muchos matices. Pero a veces es justo rendir existencia a tanto nombre olvidado, a ciertos usos, a ciertas ideas. Lo dijo Brodsky con su natural penetración: «La civilización sobrevive en las notas a pie de página». Lo peor, en este caso, es que admitiendo el libro una lectura salteada, ya que se compone de piezas más o menos independientes, se impone, al anotar, festonearlo de incómodos reenvíos. Quien lea de corrido podrá ignorarlos. No hay reenvíos dentro de una misma pieza (considero como tal el conjunto de las cartas a la marquesa de Coigny).
El título de la obra, Amabile, procede del de un conte del propio Ligne.
Si aún fuera costumbre dedicar las obras a alguien, yo no sabría a quién dedicar ésta. No le conviene a nadie: es demasiado alocada para la gente seria, y demasiado seria para los alocados; es demasiado libre para la gente decente, y demasiado decente para quienes no reparan en delicadezas; demasiado atrevida para los santurrones, y no lo bastante para los incrédulos. Se opone demasiado a los prejuicios como para agradar a quienes viven bajo su yugo. Recomienda no contradecir a nadie, lo cual contraría a quienes les pierde llevar la contraria. Habla bien de las mujeres, pero también muy mal. Ensalza el amor, pero también la indiferencia; se inflama ante el cumplimiento del deber, mas no oculta los encantos de la vida relajada; incita a la gloria, mas tiene claro que se la posee tan poco o por tan poco tiempo, o que es para tan pocos, que anda cerca de ser una quimera; concibe proyectos, mas ve claro que no merece la pena tomarse la molestia de ejecutarlos. Es alegre, negra; ligera, torpe; acaso vacía antes que profunda; nueva y del montón, trivial y elevada, clara y oscura, consoladora y desoladora. Asevera, pero duda al instante. ¡Ah, pobre obra mía! ¡Ah, mis Salidas, cómo se os tratará si algún día llegáis a ver la luz!
Quienes escriben pensamientos o máximas son charlatanes que abusan del relumbrón. Nada tan fácil como hacer un libro de ese modo. Voy a probar. No compromete a nada, uno puede dejar y retomar la obra según le plazca: es algo que me conviene. Casi todos dicen cosas comunes o falsas o enigmáticas; no es preciso ponerse a disertar o a interpretar, sino a pensar.
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La única forma de leer un libro de reflexiones sin aburrirse es abrirlo al azar; y tras hallar así a menudo lo que nos interesaba, cerrarlo al cabo de una o dos páginas y meditar. Si se lo lee de seguido, uno se queda con la impresión, como tras pasar revista a un cartapacio de estampas, de no haber visto más que una.
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La Rochefoucauld tiene más predicamento del que se merece; en ocasiones hasta se equivoca en tener razón. Su tono es mi tanto preciosista, yo habría preferido el de un hombre de corte: el Hotel de Rambouillet echaba a perder al más pintado.
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Para ser un hombre de guerra, Vauvenargues es demasiado triste. Veía demasiado negro. No me gusta la gente pretenciosa.
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La Bruyère es demasiado impreciso; aunque en apariencia se dedica al retrato, no creo que atienda al parecido. Y además, no pinta más que a los franceses, y no al hombre en general. Sería cosa de que cada cual se reconociera a sí mismo sin esperarlo, y que afirmase: «Oh, eso me ocurrió a mí; esto, por ejemplo, es totalmente cierto». Quienes han vivido aventuras se maravillan al encontrar situaciones parecidas a aquellas en las que se han visto. Es eso lo que busco en vano en todos los hacedores de reflexiones que escriben sin conocimiento de causa, porque no se han dado al Mundo. Cuando Teofrasto comenzó a escribir tenía ochenta años más que yo, que comencé este libro a los diecinueve. Yo creía haber visto tantos mundos diferentes, países, cortes y ejércitos, que me consideraba con más experiencia que él.
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El divino Montaigne, La Bruyére y La Rochefoucauld no pierden valor por referirse a lo que ya no existe. Si se me ocurre escribir alguna vez sobre el mismo asunto que ellos, son circunstancias diferentes de las suyas las que pueden hacer que tenga otro parecer. Las pasiones no cambian, pero sí las costumbres, los matices, los usos, las opiniones. Los escritores no son ni del mismo tiempo ni del mismo mundo.
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Nosotros, los moralistas, no valemos más que nuestros lectores. Pertenecemos a esa clase entre la nodriza y la criada que se llama, creo, tata. Éstas son, por lo general, igual de brutas que aquellos a los que tutelan. Con todo, uno desearía tener bajo su tutela al género humano, que no es sino un gran niño, para impedir que se caiga, que se queme, y sobre todo que llore, que grite y lo rompa y lo estropee todo.
Hay quien reflexiona para escribir y quien escribe para no reflexionar; estos últimos no son tan necios como quienes les leen, o eso creo.
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Se debería prohibir escribir sobre moral, caracteres, hombres, mujeres, filosofía, legislación, a quienes no han viajado mucho y no han conocido grandes aventuras. Hay que haber vivido con los soberanos y haber cenado desde con ellos hasta con lo menos granado de la sociedad para poder hablar de este mundo. No basta con ser presentado. Hay que haber sido parte en casi todo, y haber estado en todas partes. Para saber algo hay que haber sido actor y haber actuado en muchos teatros. Es cuando se ha desempeñado algún gran papel en escena cuando uno escribe mejor y puede dar pie a que se le crea. Entonces los personajes tienen fuerza, y los vemos como al natural. Se hace patente el juego de las pasiones. Los resortes quedan al descubierto. No es el cogollito del antiguo Versalles. No es la mañana del hombre de letras. Es el mundo al completo, y el corazón del hombre tal cual es.
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No logro entender qué piensan esos señores acerca de la religión. Sin embargo es un asunto de lo más interesante. Por tener el placer de verse impresos, no dicen nunca lo que piensan; y por tener el placer de que se les escuche, echan mano en la conversación de impiedades en las que ellos mismos no creen.
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Voltaire no se decanta más que el resto. Creo comprenderle cuando, víctima de su abundancia de alma, o tal parece, charla con Urania. sus bellos versos acerca de la misericordia de Dios, que comienzan así: «No creas, dice Louis, que estas víctimas tristes», etcétera.
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Jean-Jacques cambia dos o tres veces de culto, y veinte de creencia. La Profession de Foi du Vicaire Savoyard da buena cuenta de ello. Los hombres espirituales no saben más que los demás.
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¿Cuál es, tras tantos libros aburridos, la única prueba contra la religión? Concurso fortuito de átomos. Leyes del movimiento. Necesidad determinada. Mundo eterno: o Caos antes o Caos después. Sistema de la Naturaleza. Azar. Destino. Principios del Bien y del Mal. Cábala. Magia.
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