Alice Kellen - El mapa de los anhelos
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El mapa de los anhelos: resumen, descripción y anotación
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Sinopsis
¿Y si te diesen un mapa para descubrir quién eres?
¿Seguirías la ruta marcada hasta el final?
Imagina que estás destinada a salvar a tu hermana, pero al final ella muere y la razón de tu existencia se desvanece. Eso es lo que le ocurre a Grace Peterson, la chica que siempre se ha sentido invisible, la que nunca ha salido de Nebraska, la que colecciona palabras y ve pasar los días refugiada en la monotonía. Hasta que llega a sus manos el juego de El mapa de los anhelos y, siguiendo las instrucciones, lo primero que debe hacer es encontrar a alguien llamado Will Tucker, del que nunca ha oído hablar y que está a punto de embarcarse con ella en un viaje directo al corazón, lleno de vulnerabilidades y sueños olvidados, anhelos y afectos inesperados. Pero ¿es posible avanzar cuando los secretos comienzan a pesar demasiado? ¿Quién es quién en esta historia?
El mapa de los anhelos
Alice Kellen
Para Juan,
que no escribió esta novela,
pero hizo posible que yo la acabase
Más o menos cada diez años echo una mirada hacia el pasado y puedo ver el mapa de mi viaje, si es que eso puede llamarse un mapa; parece más bien un plato de tallarines. Si uno vive lo suficiente y mira para atrás, es obvio que no hacemos más que andar en círculos.
I SABEL A LLENDE
La historia de Grace
A veces me tumbo en la cama, cierro los ojos e imagino el comienzo de mi vida. Veo un espermatozoide más rápido que el resto moviéndose con brío hasta llegar a las trompas de Falopio. Se abre paso a coletazos y logra conquistar el óvulo que todos ansían atravesando la membrana plasmática. Y entonces, tras la fecundación, aparezco en escena. Todavía no tengo ojos ni boca ni extremidades, pero existo.
Una existencia con un propósito.
La mayoría de la gente que conozco se pregunta a menudo por qué ha llegado a este mundo, cuál es su cometido o si su vida tiene una razón de ser. No puedo darles una respuesta, pero mi destino estuvo claro desde el principio, como la hierba que crece para alimentar al ganado o las abejas y su afán por polinizarlo todo. Así que, de pequeña, cada vez que en el colegio me pedían que me presentase poniéndome en pie o que escribiese una redacción sobre mi familia, siempre empezaba diciendo:
«Me llamo Grace Peterson y nací para salvar a mi hermana».
El abuelo suele decir que llegué al mundo con una capa de superheroína. Una capa morada, por supuesto. Ondeaba a mi espalda, aunque nadie más pudiese verla, ni siquiera la matrona que me cogió por primera vez. Seguro que, a pesar de que lloré de forma escandalosa en cuanto nací, todos estaban más pendientes de otra cosa: el valioso cordón umbilical lleno de sangre, cuyas células madre pudieron transferir a Lucy para erradicar la leucemia mieloblástica que le habían diagnosticado al año y medio.
Mientras crecí, nunca pensé mucho en ello, pero creo que supuso una unión profunda entre nosotras, incluso a pesar de que no podríamos haber sido más distintas. Mi hermana era dulce y todo el mundo decía que su sonrisa era genuina y contagiosa; los médicos la adoraban, mamá se dirigía a ella llamándola «mi sol» y, cuando su estado de salud le permitía asistir a clase, todas sus compañeras se desvivían por ella. «Brillas, Lucy —le aseguraba papá—, eres como una estrella centelleante».
¿Y quién no quiere que la comparen con las estrellas, la Luna, astros, constelaciones o galaxias fascinantes e infinitas?
Yo, claro.
Yo, que siempre he sido más como un agujero negro: nadie me entiende demasiado bien, por mucho que en teoría tenga sentido, y sigo siendo un misterio incluso para mí misma, con mi campo gravitatorio impidiendo que ninguna partícula escape.
Así que, lejos de la luminosidad de Lucy, tengo que esforzarme constantemente por sonreír. «Es como si tuviese los labios de cartón duro», le confesé una vez a mi abuelo. Y él, tras arroparme en la cama, contestó: «¿Sabes que el cartón se ablanda cuando le echas un poco de agua? Deberías probarlo a ver qué pasa, Grace». Me avergüenza admitir que nunca le he puesto mucho empeño. Pero tengo mis razones: el mundo es un lugar hostil. No logro visualizar la vida como un regalo, sino como un camino pedregoso repleto de dolor, injusticias, enfermedades y diversas penurias.
Se lo dije a Lucy una noche de insomnio en pleno invierno, cuando los copos de nieve revoloteaban tras el cristal y ella se levantó de madrugada para ir a por un vaso de agua. Nuestras habitaciones estaban la una enfrente de la otra, así que el contraste resultaba evidente: su colcha era rosa, la mía morada; ella aún conservaba peluches de la infancia y yo los había relegado todos al desván; ella tenía láminas de tonos pasteles enmarcadas en las paredes y las mías estaban llenas de postales fotográficas de Vivian Maier o papelitos con palabras sueltas que me obsesionaban.
—Lucy, no entiendo la vida.
—¿Qué quieres decir?
—Está sobrevalorada.
Dejó el vaso en mi mesilla de noche y le hice un hueco en la cama. Tenía las manos frías. Apenas distinguía su silueta en la oscuridad, pero podía visualizar su cabello rubio desparramado por la almohada, la piel pálida, las ojeras y el rostro hinchado por la medicación, en contraste con las piernas flacas como las de un flamenco.
—Quizá el problema sea que intentes «entender» la vida. No es un rompecabezas, Grace. Créeme, le he dado muchas vueltas. He pensado a menudo en ella como si fuese un juego, pero es un asco porque no hay manual de instrucciones ni táctica que valga y tan solo consiste en lanzar un dado y ver qué números salen.
No había nada que a Lucy le gustase más que los juegos de mesa. Tiene su explicación: el hospital era su segunda casa, así que para entretenerse pasaba el rato con una baraja de cartas o el último juego que le hubiesen regalado. En mi familia todos somos expertos contrincantes, pero ella nunca tuvo rival.
«Tengo muy buena memoria y demasiado tiempo para pensar», solía decir cuando le preguntaba cómo era posible que adivinase todos y cada uno de mis movimientos cuando nos enfrentábamos delante de cualquier tablero. En lugar de responder, me limitaba a volver a repartir las fichas.
Separar a Lucy de su enfermedad era como coger varios pegotes de pintura al óleo, mezclarlos y luego intentar restaurar los colores. Las dos formaban una enredadera, con sus flores y sus espinas: en ocasiones la primavera ganaba la batalla y Lucy resplandecía durante una temporada, pero el invierno regresaba tarde o temprano.
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