Alejandro Castroguer
Glenn
XXXI PREMIO JAÉN DE NOVELA
Convocado y patrocinado por CajaGranada Fundación, en la presente edición del Premio Jaén de Novela el Jurado estuvo integrado por Salvador Gómez Valdés (en calidad de presidente), Juan Cobos Wilkins, Beatriz Manjón y Javier Ortega.
© Alejandro Castroguer, 2015
© Editorial Almuzara, s.l., 2015
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Editorial Almuzara • COLECCIÓN NARRATIVA
Director editorial: Antonio E. Cuesta López
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Edición: Javier Ortega
Conversión: Óscar Córdoba
ISBN: 9788416392582
A José Díaz-Oliva, a destiempo.
Parte de lo que soy se lo debo a él.
A María del Carmen Guerrero y Antonio Castro,
a tiempo. Todo lo que soy se lo debo a ellos.
«Supongo que es un arroyo inconsciente de ingenio que corre debajo de todo lo que hago o digo.»
Ray Bradbury, El país de octubre
«Nunca desaparece nada. El río fluye, el viento sopla, la nube pasa, el corazón late. Nada desaparece.»
David Lynch, El hombre elefante
ARIA
Ellos no te conocen como yo. Por espacio de unos minutos te encuentras desorientado. Lo sé. Perdido. A oscuras en el laberinto de una ceguera que nada tiene de visual. Por ello, para no aventurar un paso en falso, tus pies orbitan alrededor del piano: un Yamaha, tan negro y lustroso que asemeja un espejo.
El motivo de tu desorientación es confuso, una suerte de niebla que hace meses te oscurece las ideas. Los pies, obedientes, no se alejan de la orilla del teclado. Ya no hay ocasión para la huida.
La mayoría de cuantos te rodean piensan que tu única razón de ser pasa necesariamente por el piano. Que tu camino comienza y acaba en él, igual que un circuito de carreras donde sólo se puede completar una vuelta para regresar al punto de partida, que es meta y salida a un mismo tiempo. Que no tienes más horizonte que el de las ochenta y ocho teclas blancas y negras. Equivocados, imaginan, que dentro de otros veinticinco años aún seguirás tocando a Bach y que regresarás a Nueva York, como en peregrinación, para grabar por tercera vez las Variaciones Goldberg. Sonríes por dentro, consciente del error.
Como ya conoces el estudio no es necesario que preguntes por el camino de los retretes. Alcanzas las toallas y te diriges hacia allí. Imagino que te detienes a echar un vistazo a ese cuartucho donde, allá por 1955, te tomabas un refrigerio y un respiro. Igual que antaño, reparas en la pared del fondo: permanece infectada de fotos de mujeres medio desnudas o desnudas por completo. No son objetivo de tu escrutinio el reloj de pared ni el ladrillo visto, ni tan siquiera las tuberías que permanecen sin disimular bajo un techo de escayola; todo eso carece de importancia. Te has detenido exclusivamente por ellas.
* * *
Sé que no hay rastro de excitación en la mirada que les dedicas. Tan neutra como la de un consumidor habitual de pornografía que ya no disfruta con el combate cuerpo a cuerpo de dos amantes. Te has detenido para inventariar los estragos que el transcurso de los últimos veintiséis años ha causado sobre esos cuerpos gratuitos, sobre esa carne detenida en el tiempo. A saber cuántos hijos y nietos tendrán ahora cada una de ellas. Cuántos maridos, ex maridos y amantes conocerán las camas donde han dormido. Qué porcentaje de victorias y derrotas habrán alcanzado. Cuántos kilos habrán cobrado en la batalla diaria de sus vidas.
La certeza de su fracaso, sospecho, te mortifica en silencio. Porque, de una manera u otra, el suyo es tu mismo fracaso. No hay gran diferencia entre esas mujeres y tú. De poco vale que sigas siendo uno de los mejores pianistas del mundo.
Antes de que la niebla se adense y te ensombrezca el ánimo, alcanzas un taburete y huyes. Una vez en los retretes abres el grifo del agua caliente. La tubería protesta igual que un automóvil cansado de viajes o un anciano que no encuentra las zapatillas. Cuando el agua ha alcanzado la temperatura y el nivel deseables cierras el grifo.
La camisa arremangada hasta el codo. El taburete bien cerca. Sumerges el antebrazo derecho, luego el izquierdo, en tantas variables de tiempo: diez o quince minutos por antebrazo, depende del margen de que dispongas. Es una práctica que debes a tu maestro; él te la enseñó cuando peregrinabas a su casa a perfeccionar las clases de piano que, con anterioridad, habías recibido de Florence.
Es el primer día de grabación y nadie se atreve a importunarte con preguntas. Varios ingenieros te observan desde el vano de la puerta. Bajo semejante atención te sientes desvalido, a merced de una gente a la que poco o nada importas. Observado, como ese niño que es espiado en el recreo por sus compañeros de clase porque es poco hablador y menos sociable. Igual que un mono en un zoológico.
Mientras te secas las manos, recuerdas la inmensidad del Colegio Williamson Road y te estremeces de escalofrío. Por fortuna, aquello ya queda felizmente lejos.
* * *
Regresas al estudio sin las toallas; ya las recogerás cuando acabes de grabar. Desembocas en las inmediaciones del Yamaha. Es en ese instante cuando reniegas de la imagen que refleja el piano: ese hombre que ronda la frontera de los cincuenta años. Te desagrada la orografía cansada del rostro. El abatimiento de los hombros. No quieres reconocerlo, pero te sientes la sombra de aquel otro Glenn Gould que fuiste. De aquel volcán en erupción de veintitrés años que no conocía límites a mediados de los años cincuenta, ni tampoco tenía miedo a subirse a un avión.
Hoy es el día prefijado para grabar por segunda vez las Variaciones Goldberg, no hay vuelta atrás. Adviertes cómo bulle el miedo dentro del estómago. Miedo a no estar a la altura. A no hacerlo tan bien como la primera vez.
Has llegado temprano, arrastrando la extraña sensación de que ya has vivido todo esto con anterioridad. Como si el tiempo se hubiese plegado caprichosamente y el 22 de abril de 1981 viniese a suceder al 16 de junio de 1955. Como si hubieses ejecutado un salto en el tiempo sin darte cuenta.
Los ingenieros hablan a tu alrededor. Extranjero en todas las conversaciones, sólo eres capaz de escuchar el eco de los recuerdos. ¿Qué diría Florence si aún estuviese viva? He tocado tantas veces a Bach, Madre, te defenderías, que un poco más no me va a causar daño.
Haces una señal, levantas la mano izquierda. De inmediato se hace el silencio. Todos ocupan sus puestos. Alguien dice que el equipo de grabación está preparado, que puedes empezar cuando quieras.
Antes de acariciar el primer acorde, cambias una mirada conmigo. Aquí estoy. Sabes que siempre me encontrarás a tu lado, por mucho tiempo que transcurra. Lo nuestro es una camaradería que no precisa de palabras. Puedes descansar sobre mí todo ese cansancio que arrastras, ya que nunca protestaré. Supongo que lo sabes.
Estiras los brazos, extiendes los dedos. La niebla se disipa y amanece, radiante, la música de Bach.
UNO
La luz, renacida, bautiza el paisaje. Como si el amanecer hubiese redimido de ancestrales pecados a la región, y todo estuviese por inventar. O por desempaquetar.
Glenn se dispone a desayunar antes de que despierten sus padres. Es temprano, acaso las ocho de la mañana. A través de la ventana de la cocina observa cómo espejea, plateada, la superficie del Lago Simcoe. Hace un día realmente magnífico para ser noviembre.