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SINOPSIS
En estos días de preocupación más que justificada por una pandemia letal se oyen a menudo dos preguntas: ¿saldremos de ésta? y ¿qué habremos aprendido para el futuro? Y sí, saldremos de ésta, aunque muchos quedarán —o quedaremos— por el camino, porque todas las epidemias se han superado mal que bien. Pero lo que sucederá en el futuro dependerá en muy buena medida de cómo ejerzamos nuestra libertad, si desde un “nosotros” incluyente, o desde una fragmentación de individuos en la que los ideólogos juegan para hacerse con el poder. Es en este punto donde demostraremos que hemos aprendido algo.
Por primera vez en la historia el género humano se ve confrontado con retos universales y tiene que responder desde distintas instancias, una de ellas, la ética, porque es la que se ocupa de los fines. No basta entonces, aunque son necesarias, las normas y costumbres morales de los niveles micro de las sociedades, es necesaria, por primera vez en la historia una ética para el macronivel, que se haga cargo de los fines comunes de la humanidad: una ética cosmopolita.
Adela Cortina, catedrática de Filosofía y premio Nacional de ensayo 2015, argumenta que en estos tiempos de pandemia nos encontramos frente a una catástrofe social y económica que requiere una ética potente. No sólo la mano visible del Estado, no sólo la mano invisible de la economía sino, y muy especialmente, la mano intangible de las virtudes cívicas y de un êthos democrático que nos ayude a hacer frente a esta situación excepcional.
Adela Cortina
Ética cosmopolita
Una apuesta por la cordura
en tiempos de pandemia
Introducción
LOS DESAFÍOS DEL CORONAVIRUS
La pandemia del coronavirus ha lanzado un reto mundial y local que afecta en principio a la salud de las personas concretas y está llevándose consigo una gran cantidad de vidas. Cómo no recordar a Max von Sydow, el actor sueco que representó en El séptimo sello la figura del caballero que juega una partida al ajedrez con la muerte, perdida de antemano, en ese tétrico marco medieval de procesiones de flagelantes aterrados ante la peste. O la magistral descripción de la epidemia de 1630 en Milán que ofrece Manzoni en Los novios. O el brillante relato de García Márquez El amor en los tiempos del cólera. Terribles epidemias que se extinguieron con gran sufrimiento, como también pasará la de este virus que surgió en China, se cebó después en Europa, ha pasado el Atlántico y llegado a África.
Las pandemias, como la de la COVID-19, tienen consecuencias sanitarias, sociales, económicas y medioambientales, a las que los países deben hacer frente con medidas institucionales, tanto en el nivel local como en el global. Pero conviene recordar que esas medidas se toman siempre desde un êthos, desde el carácter que han ido forjándose esos países día tras día antes de la crisis y a lo largo de ella, porque el presente y el futuro no se improvisan, sino que se gestan en las decisiones de la vida cotidiana, personales y compartidas, que van conformando ese êthos. Un carácter que impregna las instituciones políticas, jurídicas, económicas y sociales, conformando ese humus al que Hegel daba el nombre de eticidad. El tiempo es una magnitud continua, y más aún el tiempo humano, porque lo que se hace en el presente va condicionando el rumbo del futuro. De esto quiere tratar este libro, de algunos de los retos que han salido a la luz con toda claridad a lo largo de la crisis y de algunas propuestas que conviene cultivar para hacerles frente.
Atendiendo al consejo de Maquiavelo, que ya había anticipado Aristóteles, no se trata de soñar utopías, repúblicas imaginarias que nunca han existido y nunca existirán. De ahí que lo más prudente sea ir espigando cuáles son las mejores tendencias que han ido emergiendo para hacer frente a los problemas planteados por las crisis, y cuáles, por el contrario, han mostrado ser causas de las crisis o al menos obstáculos para superarlas. Potenciar las primeras y hacer lo posible por desactivar las segundas es la única forma de construir un mundo a la altura de lo que merecen la dignidad de las personas y el valor de la naturaleza.
Es verdad que en cualquier proyecto de futuro es preciso evitar la tentación de creer que todo está en nuestras manos, porque no basta con ejercer la virtú, sino que es necesario contar también con ese imponderable que es la fortuna. Tal vez no para cogerla por los cabellos, como pretendía Maquiavelo, pero sí para prevenirse frente a ella, o, lo que es mejor, convertirla en aliada.
En mis años de infancia se decía que el responsable de todo lo malo era el demonio; más tarde, al entrar en la universidad, era «el sistema», y desde los años noventa del siglo XX todas las desgracias se achacan a la globalización, a menudo entreverada con el sistema. Y yo me pregunto si es verdad que todo depende de un perverso sujeto elíptico —demonio, sistema, globalización— o lo cierto es que el futuro está también en manos de muchos sujetos con nombres y apellidos, personales o institucionales, cuyas actuaciones deberían ser muy otras. ¿Cuáles serían entonces las tendencias que conviene potenciar y cuáles las que importa desactivar? En un elenco que no puede ser exhaustivo, espigaríamos las siguientes.
Fragilidad e interdependencia
En principio, el coronavirus ha puesto de nuevo sobre el tapete la fragilidad y la vulnerabilidad de las personas y de los países, la constatación de que no somos autosuficientes, sino interdependientes, en el nivel local y en el global. Por eso, los países deberían celebrar el «Día de la Interdependencia», por decirlo con Benjamin Barber, porque al reconocerla demuestran su madurez.
De donde se sigue que, en la lucha por la supervivencia, y sobre todo por vivir bien, que es a lo que aspiramos los seres humanos, no prosperen los más fuertes, los supremacistas, los que intentan maximizar el beneficio a toda costa, sino los que apuestan por el apoyo mutuo. Nacionalismos, independentismos y populismos son letales. Como sabemos, Darwin retrasó la publicación de El origen del hombre precisamente por la dificultad de resolver el enigma del altruismo biológico, y ulteriores estudios muestran cómo los seres humanos somos reciprocadores y cooperativos, y cómo en la elección entre la cooperación y el conflicto, la primera es mucho más inteligente que el segundo. Tenían razón los viejos anarquistas al ver en el apoyo mutuo el mecanismo de la supervivencia.