Si la unión de un alma con una máquina es imposible, que alguien me lo demuestre. Si es posible, que alguien me diga qué efectos tendría esa unión.
Prólogo
Atenea es la diosa griega de la sabiduría, de la justicia, de las artes, de la civilización, de todo aquello que nos hace humanos. La diosa más adorada de la Antigüedad es prolija en responsabilidades. Tiene a su cargo el arado, el trabajo de la lana, los bordados, el fuego, todas las herramientas que nos distinguen como especie. Atenea, diosa virgen por decisión propia, no tiene descendencia. Seamos cautos, debemos proteger su labor.
La versión más aceptada del nacimiento de Atenea es sorprendente. Zeus, el dios supremo del Olimpo, dejó embarazada a la titánide Metis, hija de Océano. Esta profetizó que la criatura engendrada sería más poderosa que el propio dios. Zeus no dudó, mató a Metis y la devoró. Sin embargo, el feto siguió desarrollándose en el interior de su cuerpo. Preso de un terrible dolor de cabeza, Zeus pidió a Hefesto que le abriese el cráneo con un hacha. Así nació Atenea, vestida con el traje de guerra de los hoplitas. Atenea, garante de la reflexión, es también diosa de la guerra y protectora de Atenas.
Más tarde los romanos adoptaron a Atenea con el nombre de Minerva. Esta recibió las preciadas cualidades intelectuales de Atenea y además protegió a la ciudad de Roma.
Minerva-Atenea aúna las artes, la sabiduría y las técnicas de la guerra. El bien y el mal conviven en ella.
En el mundo clásico, la inteligencia viene de la mano de la guerra. La capacidad de reflexionar se viste con un ostentoso casco y una esbelta lanza lista para matar. La razón que justifica esta paradoja parte del hecho de que Zeus, el padre de los dioses y de los hombres, teme haber creado a un ser superior a sí mismo. Sin asomo de duda, Zeus destruye lo que percibe como una amenaza. No importa que ese ser superior pueda ser más inteligente y benévolo que él mismo. Lo relevante del mito de Atenea es que la supremacía intelectual es percibida con terror, incluso entre los dioses más sabios y poderosos. No es extraño que Atenea herede de su padre el poder de destrucción y, nunca lo olvidemos, el don de la reflexión.
No somos dioses, pero sí humanos capaces de crear máquinas que otorgan fuerza, poder, la capacidad de hacer el bien y también de destruir. En el Monte del Olimpo se rumorea que los humanos estamos creando máquinas más inteligentes que nosotros mismos. Solo han pasado unos pocos milenios desde que Zeus actuase tan vilmente. Parece evidente que los mismos temores que Zeus albergó contra Atenea ahora se reencarnan en máquinas que ostentan una inteligencia artificial.
Pidamos a Zeus y Atenea que no luchen, que sean generosos y que transfieran ideales éticos a las nuevas máquinas que los superarán. Máquinas y humanos hemos de convivir. Esperemos que en paz.
El legado de los humanos
Me infundieron voz divina para celebrar el futuro y el pasado y me encargaron alabar con himnos la estirpe de los felices Sempiternos.
H ESÍODO ,
Teogonía
Los humanos hemos aprendido a convivir con máquinas inmensamente más fuertes que nosotros mismos. Una grúa puede levantar un camión que pesa cuarenta toneladas; una poderosa prensa logra presiones tan brutales que puede transformar carbón en diamante; un potente motor es capaz de mover las hélices del mayor crucero de la tierra para que surque océanos. Los humanos también hemos aprendido a convivir con máquinas veloces, con coches, trenes y aviones que hacen que el mundo nos resulte mucho más pequeño. En tiempos pasados, las personas viajaban por obligación, por necesidad; hoy lo hacemos por placer. Los humanos nos hemos adaptado al poderío físico de las máquinas.
Sin embargo, a los humanos nos cuesta muchísimo cohabitar con máquinas más y más inteligentes. Los primeros coches causaron sensación, los aviones fascinaban a todo el mundo. En cambio, los ordenadores que ejecutan complejos algoritmos nos atemorizan porque parece que pueden decidir por sí mismos y someternos a su voluntad. En el fondo, lo que está en juego es la esencia de nuestra naturaleza.
Si creamos máquinas que nos superan intelectualmente, ¿cuál es el lugar de los humanos?
Es innegable que el progreso trae consigo elementos negativos. Cada logro tecnológico importante que ha alcanzado la especie humana ha provocado periodos convulsos en que los cambios radicales han dañado a una gran parte de la sociedad. El progreso conlleva alteraciones brutales de las estructuras económicas que se traducen en desconcierto, en falta de leyes adecuadas a la realidad y —tal vez lo que es peor— en un terrible distanciamiento entre generaciones jóvenes y mayores. El avance es demasiado rápido. Es cierto que los humanos se adaptan a cualquier en torno, pero solo en su temprana edad. Una vez el cerebro fija sus sinapsis, se hace muy difícil cambiar las pautas aprendidas. De niños, absorbemos como esponjas el idioma que nos rodea, pero, en nuestra mediana edad, somos incapaces de asimilar una nueva lengua y hablarla sin acento. El cerebro se anquilosa, se protege a sí mismo, rechaza la disrupción; no fue preparado para el cambio constante.
Nuestros cerebros no quieren hacer el gran salto, se resisten a aceptar que pueden crear máquinas que razonan mejor que ellos mismos.