PRÓLOGO
¿Cuántas veces pensaste que ibas a lograr ser feliz y que esa extraña sensación de vacío iba a desaparecer? Cuando termines tu carrera, cuando llegue el amor de tu vida, un hijo y/o el trabajo soñado..., la lista de “Cuando…” es personalizada. Pero cuando llega el “gran día”, lo que desaparece rápidamente de esa escena tantas veces soñada es la alegría y el disfrute. Y te repetís una y mil veces: “¿Por qué? Si era esto lo que esperaba, lo que me iba a hacer feliz”. Y aparece como respuesta esa conocida y, al mismo tiempo, extraña sensación: una mezcla de angustia, dolor e insatisfacción.
Vivimos en un tiempo en que parece que lo único estable son los cambios permanentes, donde la incertidumbre, la confusión entre lo público y lo privado, la exigencia, el deseo y el culto a la aceleración nos hacen sentir que “debemos” aprender, lograr nuestras metas y “disfrutarlas” en el menor tiempo posible. Bajo el lema “no hay tiempo que perder”, nos conectamos a todas las redes virtuales posibles, mientras trabajamos, estudiamos o “disfrutamos” de nuestro tiempo libre con la promesa, como dice Zygmunt Bauman en su libro Mundo consumo, de evitar la exclusión, el abandono y la soledad.
La vida del consumo es una vida de aprendizaje rápido (y de olvido igualmente rápido): para cada “debe” hay un “no debe”. En un mundo de tantos estímulos y tantas ofertas, terminamos muchas veces desbordados por emociones negativas, disociados de nuestros deseos. Terminamos sintiéndonos ajenos en nuestra propia vida.
El vacío emocional es esa rara sensación que se puede definir como una mezcla de tristeza, ansiedad y miedo, que linda, a veces, con la desesperación. Se puede simbolizar como un agujero negro que a veces atraviesa el estómago y otras veces el corazón o la garganta. No importa dónde lo sentís, porque esté donde esté duele física y emocionalmente, muchas veces envuelto en un laberinto de emociones inmanejables. Buscás refugio comprando o comiendo de manera compulsiva o creando vínculos dependientes. Te propongo aprender a atravesarlo, viviéndolo como una “alarma emocional” de que algo nos está sucediendo. Si lo intentás, seguramente podrás evitar que se transforme en un trastorno de ansiedad, en un síndrome depresivo, entre otras posibles patologías, y puedas vivirlo como un proceso de crecimiento personal.
La sensación de vacío es una experiencia frecuente que tiene que ver con nuestras creencias muchas veces llena de “no puedo”, “tengo que”, “nunca” y pocas veces de “necesito” y “quiero”. Magnificar defectos y errores, anticiparse a un futuro negativo, etiquetarse y buscar la perfección llevan a tener una autovaloración negativa.
Quizás creciste pensando que el modelo de cómo se debía ser para sentirse querida/o o aceptada/o estaba afuera y que bastaba con copiarlo, que ahí estaba el secreto de la seguridad, como sinónimo de felicidad, pero la realidad es que no todo lo que te dicen los demás es la verdad, en todo caso es su verdad. Tenés que construir la tuya, conectada a tu criterio, a tu deseo, tratando de ser tu mejor versión.
El vacío emocional se cerrará de a poco, con nuevas preguntas, con el reaprendizaje de algunas creencias. Las que determinarán que tus pensamientos y tu accionar sean disfuncionales o positivos. Sabemos que todo cambio es un proceso, se trata de pasar de la zona de confort —que, si bien es la zona conocida, no es la elegida— a la zona que a mí me gusta llamar “personalizada”, porque es donde podrás darle a tu vida la forma que quieras, identificándote con ella, sintiéndote libre. Pero, para pasar de una zona a otra existe un “peaje emocional”: el aprendizaje de la gestión de creencias, emociones y pensamientos, ese agujero negro, el vacío emocional. Ese sentimiento que está formado por los vínculos de apego, por el miedo a la soledad, por temor al cambio y por el autoboicot.
En cada capítulo de este libro encontrarás historias reales, aprenderás técnicas para intentar resolver situaciones que no te permitan avanzar. Hay una frase de Carl Jung que, para mí, sintetiza el concepto de vacío emocional: “Solo se volverá clara tu visión cuando puedas mirar en tu propio corazón. Porque quien mira hacia afuera sueña. Y quien mira hacia adentro despierta”.
CAPÍTULO 1
¿QUÉ HICISTE? ASÍ NO.
HISTORIAS DE MANDATOS
Y CREENCIAS FAMILIARES
Tendemos a pensar que las creencias con las que crecemos son únicas y universales. Además, esperamos que naturalmente los demás las compartan, pero la realidad es que las creencias son personales y, en muchos casos, opuestas, e influyen directamente en nuestra calidad de vida y en nuestros vínculos.
A partir de nuestras creencias elegimos sufrir, sentir desesperanza o disfrutar. Las creencias son certezas que poseemos sobre el significado de determinadas cosas y que influyen, de modo directo, sobre la percepción que tenemos de nosotros mismos, de los otros y de las situaciones cotidianas. Las construimos en nuestra infancia a través de frases que escuchamos y naturalizamos, como “para ser feliz tengo que ser aceptada/o por todos”, “me equivoqué, soy un desastre”, “prefiero no decir lo que pienso, tengo miedo de que se decepcionen”, “no tengo que demostrar mis emociones”, “con ese carácter quién te va a aguantar”, “sos igual a tu padre”, “vivo preocupándome por todo. Necesito tener todo bajo control”. La lista es larga y personal. Vivimos creyendo que hay muchas cosas que no podemos hacer o al menos no podemos hacerlas como “tendría que ser” o según se espera de nosotros. A partir de nuestras creencias pensamos y accionamos. Algunas forman parte de nuestros valores, conforman nuestra identidad y el concepto que tenemos de nosotros y de los demás. Funcionan a un nivel profundo.
Las creencias pueden ser positivas (adaptativas y flexibles) o negativas y limitantes (rígidas e irracionales). Pueden ser nucleares, es decir, conceptos que tenemos de nosotros y de los otros; o intermedias, aquellas formadas por suposiciones (“si digo lo que pienso, seguro que no lo va a tener en cuenta”) o reglas que nos autoimponemos o les exigimos a los otros (“no hay otra manera de hacerlo”), y valoraciones (“soy un desastre. No puedo equivocarme en esto”). Las creencias negativas —tanto nucleares como intermedias— nos generan una visión distorsionada de nuestra realidad emocional que provoca como consecuencia respuestas desadaptativas frente a diferentes situaciones y retroalimentan el círculo emocional disfuncional: Creencia- Pensamiento-Conducta.
Es importante poder ver las creencias como una idea y no como un hecho que se originó en la infancia. Y entender que, aunque la sientas verdadera, no significa necesariamente que sea así. Como toda idea, es fundamental contrastarla con la realidad.
Quiero contarte las historias de Laura y de Pablo. Fijate cómo sus creencias influyeron directamente en sus vidas.
Laura tiene 45 años, es la menor de cinco hermanos. Su familia de origen estaba compuesta por su mamá y cuatro hermanos mayores. Y un padre, “el señor” como ella lo llama, que los abandonó. Era una familia de origen humilde. Su mamá, Victoria (como hoy la nombra), intentó hacerse cargo de la familia, pero la situación se volvió insostenible cuando también tuvo que ocuparse de sus nietas, abandonadas por su hija Marcela. Dada esta situación, Victoria decidió, sin mediar palabras, dejar a Laura, que en ese momento tenía 12 años, con una familia donde trabajaba como empleada doméstica para que viviera ahí y tuviera la vida que ella no podía darle. A lo largo de los años la visitó de forma irregular. Laura, con una mezcla de dolor, incertidumbre y alegría, fue armando su familia del corazón; sin embargo, la situación vivida en su infancia hizo que armara su historia sobre la base de ideas que, con el tiempo, se transformaron en creencias limitantes: “me siento menos que los demás”, “no me da la cabeza”, “prefiero no decir lo que pienso”, “tengo miedo de quedarme sola”. Estas creencias llevaron a que Laura terminara sus estudios secundarios a los 28 años y recién entonces comenzó a sociabilizar. Hasta la actualidad presenta dificultades para expresar sus sentimientos y para accionar cambios vitales.