Primera edición en esta colección: mayo de 2014
© Carlos Chaguaceda, 2014
© del prólogo, Eduardo Punset, 2014
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2010
Plataforma Editorial
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Depósito legal: B. 12872-2014
ISBN: 978-84-16096-50-3
Diseño de cubierta y composición: Grafime
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A Ana.
Agradecimientos
Está tan demostrado que dar las gracias genera felicidad (también en quien lo hace), que estas líneas sean las que, probablemente, me procuren una mayor satisfacción. Al tiempo, las personas que cite aquí son las verdaderas impulsoras de este proyecto, que sin ellas no hubiera salido adelante.
Este libro es una obra coral en lo que pueda tener de bueno y de responsabilidad exclusivamente mía en aquello que tenga de fallos o errores.
Gracias a Eduardo Punset (y a Esther Juncosa) en primer lugar por animarme y regalarme el lujo de su prólogo, pero sobre todo por ponerme en camino de la curiosidad científica y enseñarme que el humor y el rigor no son opuestos. Gracias a Mario, Juan Luis, Javier y Javier, y a todas las personas inteligentes y creativas que se sumaron al proyecto del Instituto de la Felicidad, de las que tanto aprendí. Y por supuesto a las personas que tuvieron la idea, Marcos en primer lugar.
Gracias a Elena, Nadyr y Pedro, que me han animado, ayudado y corregido en estos meses. También a Itxaso y Pilar.
Gracias a Albert, que tuvo la paciencia de revisar mi original y mejorarlo, con criterio, simpatía y cariño.
Gracias a Jordi, Míriam y todo el equipo de Plataforma por escucharme y creer en mí cuando mi único aval era la amistad mutua, hoy para siempre.
Gracias a todos los amigos y familiares, que han soportado el anticipo oral de estas páginas sin recibir nada a cambio. Ellos saben quiénes son y no cabrían todos.
Gracias a los que me toman el pelo con amor filial mientras me cantan a coro y con tono de estadio de fútbol «escritooor leoneeés». Ellos seguirán mi vida cuando yo vaya a otro lado. Espero que sean felices.
Gracias a la vida, que me ha dado tanto.
Prólogo
Aunque no lo crean, jamás hasta hoy han tenido más motivos para ser felices. Tomen perspectiva histórica y piénsenlo.
Hoy vivimos más y mejor que nunca gracias al conocimiento médico, a las mejoras higiénicas y al avance de la tecnología. Por fin las verdades científicas –siempre sujetas a cambio, no lo olviden– han suplantado los intocables dogmas del pasado, para nada infundados. La violencia está en declive pese a que los medios de comunicación nos recuerden a todas horas que aún no la hemos extinguido, en absoluto. A cambio, el altruismo, la cooperación, el saberse poner dentro de piel ajena se expanden. Las redes sociales nos han hecho humanos desde nuestros albores, pero hoy consiguen mantenernos conectados en masa y, entre otras ventajas, poner en jaque al monstruo de la soledad.
Podría seguir citando numerosos ejemplos, pero de entre todos los motivos, existe una razón en particular que creo que tiene una importancia aplastante: ahora disponemos de más tiempo que nunca para dedicarnos a ser felices. Desde hace más de un siglo y medio, nuestra longevidad, la de los habitantes de los países prósperos, no para de crecer. Y sigue al alza a una tasa constante que los demógrafos estiman de dos años y medio cada década. Eso significa que cada vez disponemos de más años de vida que si no invertimos en ser más felices, mal lo tendremos.
En estas páginas encontrarán un sinfín de argumentos y datos científicos relacionados con aquellos factores que contribuyen a nuestros niveles de felicidad. Pero dejen que ponga énfasis en el descubrimiento reciente que ha revolucionado nuestro modo de ver las cosas, de entendernos a nosotros mismos y de saber estar con quien nos rodea. Hablo del aprendizaje social y emocional, sobre el cual encontrarán amplia información en este mismo libro. En los últimos años de charlas con centenares de científicos de todo el mundo, he podido constatar que el aprendizaje social y emocional se sustenta gracias a tres grandes experimentos.
El primero es el que realizó durante varias décadas Walter Mischel, psicólogo de la Universidad de Columbia, con niños y niñas de unos cuatro años que debían resistir, durante 10 o 20 minutos, la tentación de comerse una golosina, para ganarse una ración doble a modo de recompensa. Con este test, Mischel puso a prueba su fuerza de voluntad y demostró, tras años de estudios, que esta capacidad puede influir en pautas de comportamiento de la edad adulta. Trabajar la voluntad en edades tempranas influirá en que, de mayores, los niños no cedan a conductas de riesgo y hábitos poco saludables.
Luego, Eleanor Maguire, del University College de Londres, tuvo el ingenio de demostrar cómo el cerebro es un órgano plástico, que podemos moldear a partir de nuestras acciones. La neurocientífica encontró que los taxistas de la capital británica gozan de un hipocampo –la región del cerebro relacionada con la orientación espacial– mucho más desarrollado que el resto de los mortales. De aprenderse todo el callejero de una ciudad laberíntica como es Londres y sin saberlo, los taxistas multiplicaron el número de conexiones neuronales en esa área del cerebro, lo que evidenció el proceso denominado «plasticidad cerebral», o en otras palabras, el impacto de nuestras acciones en el desarrollo del cerebro.
El tercer gran hito sobre el que se sustenta el aprendizaje social y emocional ha sido descubrir la enorme importancia del pensamiento intuitivo. Hasta la fecha creíamos que los humanos éramos pura razón y que los instintos estaban en segundo plano, para emerger en ocasiones anecdóticas. Hoy, gracias a los estudios de John Bargh, de la Universidad de Yale, sabemos que el espacio que la intuición ocupa en el cerebro es mucho mayor que el correspondiente al pensamiento racional y que no solo podemos, sino que debemos fiarnos de nuestros instintos y emociones básicas y universales.
Conseguir enraizar el aprendizaje social y emocional en las escuelas implicaría dotar a la gente de la calle de las herramientas básicas para entender y gestionar sus emociones, lo que a su vez tendría enormes repercusiones en los niveles de felicidad de las personas. A todo ello, me gustaría añadir otro hallazgo que explicaría por qué los humanos no perdemos fuelle en nuestra búsqueda de la felicidad.
Esto me lo explicó otra gran neurocientífica del University College de Londres. Me refiero a Tali Sharot. Según las evidencias que ha podido recopilar en sus años de carrera investigadora, Sharot ha llegado a la conclusión de que el ser humano llega al mundo con un optimismo innato. Seguro que cualquier lector de estas líneas está convencido de que conduce mejor que la media, que toma mejores decisiones que los demás y que es más listo. Pero paren un momento para reflexionar en lo siguiente: la gran mayoría de la gente cree lo mismo y es imposible que la gran mayoría sea superior a la media. Eso se debe a que tenemos una visión sesgada de nuestra vida y de nuestras expectativas. Es lo que Sharot denomina el «sesgo optimista».