Introducción
UNA TRAYECTORIA
DE INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA
Este libro describe un viaje personal y profesional que emprendí con la voluntad de comprender por qué y de qué modo las personas difieren en sus respuestas emocionales a lo que la vida les depara, y lo hice motivado por mi deseo de ayudar a que nuestra vida sea más sana y satisfactoria. La hebra «profesional» que teje este tapiz describe el desarrollo de una disciplina híbrida que conocemos con el nombre de «neurociencia afectiva», en la cual se estudian los mecanismos cerebrales que subyacen a nuestras emociones, y mi búsqueda de vías capaces de mejorar la sensación de bienestar en el ser humano y de promover las cualidades positivas de la mente. La hebra «personal» es mi propia bitácora durante todos estos años. Convencido de que, tal como Hamlet le dijo a Horacio, «hay más cosas en el cielo y la tierra de las que se contemplan» en la explicación clásica de la mente dada por la psicología y la neurociencia convencionales, me aventuré fuera de los límites que ciñen estas disciplinas, y, si bien conocí momentos difíciles, al final confío en haber logrado hacer lo que me había propuesto: demostrar a través de una investigación rigurosa que las emociones, lejos de ser la pelusa neurológica que aquella corriente psicológica dominante creía, son fundamentales para las funciones del cerebro y para la vida de la mente.
Mis treinta años de investigación en el campo de la neurociencia afectiva han producido centenares de hallazgos, desde los mecanismos cerebrales que subyacen a la empatía y las diferencias entre el cerebro autista y el cerebro que se desarrolla con normalidad, hasta cómo la sede de la racionalidad en el cerebro puede sumergirnos en las turbias profundidades emocionales de la depresión. Espero que estos resultados hayan contribuido a hacernos comprender el significado de ser humano, de lo que significa tener una vida emocional. Pero a medida que estos hallazgos y conclusiones se iban acumulando, me fui alejando del día a día de mi laboratorio en la Universidad de Wisconsin, en Madison, que, a lo largo de los años, ha ido creciendo y se ha convertido en algo que se parece mucho a una pequeña empresa: en el momento de escribir estas líneas, en la primavera de 2011, tengo once estudiantes de posgrado, diez becarios posdoctorales, cuatro programadores informáticos y veintiuna personas más en el capítulo de personal, tanto administrativo como de investigación, y disponemos de un presupuesto de unos veintiún millones de dólares gracias a subvenciones y becas de investigación de los Institutos Nacionales de Salud y de otras instituciones que decidieron financiarnos.
Desde mayo de 2010, vengo desempeñando las funciones de director del Centro para la Investigación de Mentes Saludables de la Universidad de Wisconsin, un complejo de investigación centrado en comprender cómo surgen en el cerebro las cualidades que la humanidad viene valorando desde antes de los albores de la civilización —la compasión, el bienestar, la caridad, el altruismo, la bondad, el amor y otros aspectos nobles de la condición humana— y cómo cabe cultivarlas. Una de las grandes virtudes del centro es que no limitamos nuestro trabajo sólo a la investigación; nuestro ferviente deseo es divulgar y difundir los resultados de esa investigación, ya que pueden llegar a marcar una diferencia importante en la vida real de las personas. A tal fin, hemos desarrollado un currículo para enseñanza preescolar y para la enseñanza primaria destinado a cultivar la bondad y la conciencia plena, y estamos evaluando cuál es el impacto que este entrenamiento de la mente tiene en el rendimiento académico, así como en la atención, la empatía y la cooperación. Otro proyecto investiga si el hecho de entrenarles en la meditación y el dominio de la respiración puede serles de ayuda a los veteranos que regresan de Afganistán e Irak a la hora de enfrentarse y superar el estrés y la ansiedad.
Me encanta todo esto, tanto la ciencia fundamental como la extensión de nuestros hallazgos y conclusiones en el mundo real. Pero es muy fácil dejar que acabe por consumirte. (A menudo digo, bromeando, que tengo varios trabajos a tiempo completo, desde supervisar las solicitudes de beca hasta la negociación con los comités de bioética de las universidades los permisos para llevar a cabo investigaciones con seres humanos voluntarios.) No quería que eso ocurriera.
Por ello, hace unos diez años hice balance de mi carrera de investigación y la de otros laboratorios que se dedican a la neurociencia afectiva, fijándome menos en las conclusiones individuales como en la imagen más amplia de conjunto. Y pude ver que las décadas que había dedicado a nuestro trabajo habían puesto de manifiesto algo, que a mi entender es fundamental, sobre la vida emocional del cerebro, a saber: que cada uno de nosotros se caracteriza por lo que llamo un «perfil emocional».
Antes de pasar a describir someramente cuáles son los distintos componentes del perfil emocional, quisiera explicar de manera rápida cómo se relaciona esto con otros sistemas de clasificación que intentan arrojar luz sobre la inmensa diversidad de maneras de ser humanas: estados emocionales, rasgos emocionales, personalidad y temperamento.
Un estado emocional es la unidad más pequeña y más efímera de emoción. Con una duración que, en general, ronda sólo unos pocos segundos, suele desencadenarse por una experiencia: la punta de alegría que sentimos al ver el collage de macarrones que nuestra hija ha preparado para el Día de la Madre; el sentimiento de satisfacción que nos embarga cuando en el trabajo se concluye un gran proyecto; el enfado que sentimos cuando tenemos que trabajar los tres días de un puente; la tristeza que nos invade cuando nuestro hijo es el único de la clase al que no invitan a una fiesta de aniversario. Los estados emocionales también surgen de la pura actividad mental, como la ensoñación, la introspección o la anticipación del futuro. Pero, tanto si son las experiencias del mundo real las que los desencadenan como si lo hacen las experiencias mentales, los estados emocionales tienden a disiparse y a dar paso al siguiente.
Un sentimiento que persiste y que permanece sin perder consistencia durante minutos, horas o incluso días, es un estado de ánimo, de la variedad «Hoy está de mal humor». Y un sentimiento que le caracteriza a uno no sólo durante días sino a lo largo de años es un rasgo emocional. De alguien que siempre parece estar molesto decimos que es un malhumorado. Y de alguien que siempre parece estar disgustado con todo el mundo decimos que está enfadado. Un rasgo emocional (un enfado crónico, a punto de estallar) hace que aumente la probabilidad de que experimentemos un estado emocional concreto (furia), porque rebaja el umbral necesario para sentir un estado emocional de esa índole.
Un perfil emocional es una manera consecuente de responder a las experiencias que tenemos en nuestra vida. Está regido por circuitos cerebrales específicos e identificables, y se puede medir utilizando métodos de laboratorio objetivos. El perfil emocional influye en la probabilidad de sentir determinados estados emocionales, rasgos emocionales y estados de ánimo. Como los perfiles emocionales están mucho más cerca de los sistemas cerebrales subyacentes que los estados emocionales o que los rasgos emocionales, los podemos considerar como los átomos de nuestra vida emocional, es decir, como sus elementos constitutivos fundamentales.
En cambio, la personalidad es una manera más familiar de describir a los individuos, aunque ni es fundamental en este sentido ni se fundamenta en mecanismos neurológicos identificables. La personalidad consiste en un conjunto de cualidades superiores que abarcan los rasgos emocionales particulares y los perfiles emocionales. Pongamos, por ejemplo, un rasgo de personalidad que se ha estudiado a fondo como es la amabilidad. Las personas que son muy amables, y que lo son según evaluaciones psicológicas generales (así como por ellas mismas y por otras personas que las conocen bien), son empáticas, consideradas, cordiales, generosas y atentas. Pero cada uno de estos rasgos emocionales es, a su vez, el producto de diferentes aspectos del perfil emocional. A diferencia de la personalidad, el perfil emocional se puede remitir a una signatura cerebral específica y característica. Para entender la base cerebral de la amabilidad, por tanto, es preciso profundizar en el perfil emocional subyacente que lo integra.