© Alejandro Gaviria, 2018
© Editorial Planeta Colombiana S. A., 2018
Calle 73 N.º 7-60, Bogotá
Ilustración de cubierta: Sergio Moreno
Ilustraciones de interior: Alejandro Giros
Diseño de cubierta: Departamento de diseño Grupo Planeta
Primera edición: abril de 2018
ISBN 13: 978-958-42-6829-7
ISBN 10: 958-42-6829-5
Impreso por: xxxxxx
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.
Para Carolina, Mariana y Tomás
Escribo, hermano mío de un tiempo venidero,
sobre cuanto estamos a punto de no ser,
sobre la fe sombría que nos lleva.
Escribo sobre el tiempo presente.
José Ángel Valente, Sobre el tiempo presente
INTRODUCCIÓN
Este libro es varias cosas a la vez. Primero, es el testimonio de un hecho paradójico, una coincidencia irónica: mi doble condición como ministro de Salud y paciente de cáncer. La enfermedad nos transforma física y emocionalmente. Sobra decirlo. Pero, en mi caso, también me hizo revaluar muchas de las decisiones que había tomado en un ministerio casi definido por la complejidad y los dilemas bioéticos. El pasado a veces depende del futuro. O, mejor, la interpretación del pasado depende de nuestras circunstancias futuras. Este relato da cuenta de ello.
Este libro es también una colección personal, una antología de lecturas, libros leídos y releídos, poemas en voz alta y citas que guardo en libretas raídas, como si fueran medicinas para momentos de crisis. Las citas son profusas en el texto porque lo son en mi vida. Muchas de las lecturas citadas fueron transformadoras (somos lo que leemos); otras, más recientes, me han permitido lidiar con el dolor y el miedo.
En tercer lugar, este libro es un testimonio de amor y gratitud: a mi familia, a mis amigos, a mis compañeros de trabajo, a mis médicos y a tanta gente que, de una u otra manera, me ha dado una voz de aliento, una palabra de aprecio, un mensaje de solidaridad… Desde aquí, desde esta tribuna personal, quiero reiterar lo que he dicho muchas veces y seguiré repitiendo sin cansarme: “gracias por todo, por darme la posibilidad de vivir, de disfrutar las vueltas que me quedan”.
Finalmente, este libro pretende ser una guía modesta, pero sincera, para los enfermos de cáncer. Recibo con frecuencia mensajes de otros pacientes que me dan las gracias por las entrevistas, por hacer públicas mis preocupaciones. Me dicen que ellos sienten sosiego al saber que alguien más siente lo mismo. Este libro nació, sobre todo, de una convicción: la idea de que mi historia puede ser de alguna utilidad para mis compañeros de lucha y de vida.
El libro tiene ocho capítulos heterogéneos, diversos. Algunos son autobiográficos, otros son reflexiones sobre nuestro destino común —nuestra finitud— y otros más, disertaciones sobre los desafíos de los sistemas de salud, las promesas de la medicina moderna y la complejidad de las políticas públicas. Todos están escritos desde una perspectiva similar, comparten una misma visión de la vida (el existencialismo resignado, casi festivo), del cambio social (el liberalismo trágico) y de la enfermedad (el optimismo: el cáncer no es una condena, ni un impedimento para seguir viviendo).
Los dos primeros capítulos (“Cultivar el asombro” y “Cosas que pasan”) son más personales, más urgentes, tienen que ver con mi diagnóstico de cáncer y mi posterior cambio de perspectiva y prioridades. Lo mismo puede decirse del capítulo cinco (“Quimioterapia”). Los capítulos tres, cuatro y seis (“Conexiones”, “Complejidad” y “Desigualdad”) son más generales, más académicos: contienen mis reflexiones sobre las políticas de salud, la complejidad del cáncer y la equidad en salud. Los dos últimos capítulos (“Lo nuestro” y “La buena muerte”) son más existencialistas —digámoslo así— y presentan mis ideas sobre la muerte y mis convicciones acerca del buen morir.
El cáncer es como la vida de muchas maneras. La primera es la biológica: el cáncer es recursivo, oportunista, capaz no solo de adaptarse, sino también de crear las condiciones para su crecimiento posterior. El cáncer es ominosamente darwinista: “La vida del cáncer recapitula la vida del cuerpo, su existencia es un espejo patológico de la nuestra”.
El cáncer es como la vida en otro sentido, más humano, más urgente: nos obliga a vivir con la conciencia permanente de nuestra finitud, nos abre los ojos frente a nuestra fragilidad, nos saca del letargo de los días y nos hace caer en la cuenta de que “solo trajimos el tiempo de estar vivos”. Somos pasajeros en tránsito hacia un destino eterno, hacia una noche sin sueños y sin final.
Finalmente, el cáncer es como la vida de los seres humanos de una manera más trágica: nos revela la precariedad de nuestras esperanzas, los dilemas colectivos de la escasez, los debates éticos sobre quién debería vivir y las controversias sobre el lucro derivado de un conocimiento esencial, que puede implicar la diferencia entre la vida y la muerte.
Escribí este libro entre los meses de enero y febrero del 2018. Había terminado mi tratamiento y recobrado mis fuerzas, y me sentía mejor. Renovado. Tenía un examen pendiente, una cita ominosa con mi destino. Sabía que mis días eran inciertos y que debía aprovechar la oportunidad. Escribí este libro, como dice el poeta, desde el tiempo presente, con la urgencia de contar mi historia. Tal vez esa sea la esencia de todo, de los días y los años de nuestras vidas: tener, al final de cuentas, una historia que contar y contarla a tiempo.
Bogotá, febrero de 2018
I
CULTIVAR EL ASOMBRO
Mas el doctor no sabía
que hoy es siempre todavía.
Antonio Machado, Proverbios y cantares
Las diminutas dichas que se aferran
con sus mínimas garras a la vida,
¿serán el porque sí de todo?
Eliseo Diego, Álbum para pegar láminas
Hace treinta años, durante unas vacaciones universitarias, leí la novela póstuma de Truman Capote, Plegarias atendidas. Era la novedad literaria del momento, traducida a muchos idiomas y considerada imprescindible por los críticos de entonces. Su importancia ha ido diluyéndose con el tiempo. Fue flor de un día, como casi todo. El libro yace descolorido en un rincón cualquiera de mi biblioteca. No recuerdo los detalles de esta historia de escándalos y chismes, la memoria es imperfecta e impredecible. Sin embargo, hay dos fragmentos que me quedaron grabados, impresos para siempre en la memoria.
Uno de ellos narra el encuentro casual de uno de los protagonistas, un joven estadounidense recién llegado a París, aspirante a novelista y vividor profesional, con la escritora y periodista francesa Colette. En un momento de candidez, ante una pregunta de su célebre interlocutora, el joven hace una confesión: “No sé qué espero de la vida, pero sí sé lo que me gustaría ser, un adulto”.
La respuesta de Colette es inolvidable (lo fue para mí, al menos):
Eso es lo que ninguno de nosotros podrá ser nunca, una persona adulta […] Libre de malignidad, envidia, codicia y culpabilidad. Imposible. Voltaire, incluso Voltaire, llevó un niño entre sí toda su vida, un niño envidioso y malgeniado, un muchacho obsceno que siempre se olía los dedos. Y Voltaire llevó ese niño hasta su sepultura como haremos todos nosotros hasta la nuestra. Lo mismo podríamos decir del Papa en su balcón, soñando con la carita perfecta de un guardia suizo. Y el juez británico bajo su exquisita peluca, ¿en qué piensa cuando envía un hombre a la muerte? ¿En la justicia, en la eternidad y en cosas serias? ¿O acaso se pregunta en cómo se las podrá arreglar para que lo elijan miembro del Jockey Club? [...] Tenemos por supuesto algunos momentos adultos, dispersos aquí y allá, y de ellos, el más importante es la muerte.
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