Los retos de la universidad del siglo XXI
(Discurso de posesión, julio del 2019)
Voy a comenzar por el principio. Con una historia personal, ya perdida en el tiempo, en el laberinto de los días. Probablemente no sea del todo fidedigna, pero así la recuerdo. Casi todos construimos narrativas convenientes, historias patrias de nosotros mismos. Somos más narradores que protagonistas de nuestras vidas. Fabulistas por necesidad. Esta es, entonces, mi historia.
Hacía dos años había terminado mi carrera de ingeniería civil en la ciudad de Medellín. Mi primer contacto con el mundo laboral había sido frustrante. Desesperanzador. Pasaba los días sentado en frente de una pantalla de computador: las letras verdes brillaban intermitentes, sin descanso, sobre un fondo gris. No tenía mucho qué hacer. Ocupaba la mayor parte de mi tiempo en resolver pasatiempos aritméticos inventados. En fin, un Sísifo de oficina.
Mi falta de oficio tenía una explicación mundana. Había escrito, durante mis primeras semanas de trabajo, un breve programa de computador que realizaba automáticamente la mayoría de mis labores de ingeniero primíparo. Sin proponérmelo programé mi propia obsolescencia: una maniobra autodestructiva en la que parece estar empeñada por estos tiempos una fracción de la humanidad. Pero ese es otro cuento.
Desesperado, sin muchas opciones laborales, presintiendo una existencia kafkiana, un destino oficinesco, decidí buscar trabajo en Bogotá. Tuve una primera entrevista en una importante firma constructora. Me fue mal, y de la peor manera posible: me ofrecieron el trabajo, una ocupación rutinaria, reiterativa en el aburrimiento. Tuve, entonces, un momento de rebeldía, una intuición que me cambió la vida.
Ese mismo día tomé un taxi hacia la Universidad de los Andes. No la conocía. Había oído rumores vagos sobre su prestigio. Recorrí el campus, pensativo, en medio de uno de esos arrebatos existenciales que me han aquejado desde niño. Tenía la idea imprecisa de estudiar una maestría en finanzas o administración. Una cosa de esas. Me decidí por economía por una razón fortuita, azarosa: fue la primera facultad que encontré en mi deambular aleatorio por este campus. Entre el azar y la necesidad, el primero siempre me ha parecido más importante. “La vida se encarga después de esclerotizar las cosas”, decía mi maestro Antonio Tabucchi.
Me inscribí en la Maestría de Economía a finales de 1989. Esta universidad me cambió la vida. Pasaron quince años entre ese primer momento fortuito (mi paseo aleatorio por el campus) y mi nombramiento como decano. Y treinta años entre ese día y esta tarde en la que, ante ustedes, agradecido, sorprendido todavía, intento expresar la extrañeza, la improbabilidad de todo esto.
La vida está llena de accidentes tumultuosos, de “destinitos fatales”. Cuando pienso en toda la suerte que he tenido, en los accidentes sucesivos que me han traído hasta esta ceremonia, me asalta siempre la misma idea: la necesidad existencial de la gratitud.
Antonio Tabucchi (1943-2012), escritor y profesor de lengua portuguesa, italiano, persiguió toda su vida el fantasma de Fernando Pessoa.
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Asumo la Rectoría en un momento paradójico. No podemos negar el avance silencioso y persistente de la humanidad: la disminución de la pobreza, el hambre, las guerras y las muertes por enfermedades transmisibles. En los últimos treinta años, por ejemplo, el progreso material de Colombia ha sido notable. Parcial, incompleto, desigual e insuficiente, pero notable de todos modos.
He dedicado una parte de mi vida académica a escudriñar el cambio social, a intentar, en la medida de lo posible, una descripción veraz de la cambiante realidad social de nuestro país. Sigo creyendo que uno de los objetivos de la academia es combatir las versiones simplistas y estridentes del cambio social que promueven, por terquedad u oportunismo, políticos y comunicadores. He defendido la necesidad de visibilizar el cambio social. Lo seguiré haciendo.
Pero no todo está bien en el mundo. Son muchas las amenazas y los problemas. Vivimos un momento de definiciones, una época peligrosa. Las señales de declive son muchas: el aumento de la desigualdad, el crecimiento del populismo autoritario, el despertar del nacionalismo fascista, la pérdida de confianza en las instituciones y el cambio climático que se cierne, en este comienzo de siglo, como un desafío existencial para la humanidad. Pareciera, como dijo alguien, que vamos rumbo al abismo y seguimos apretando el acelerador con la esperanza cobarde de que, por una suerte de milagro irónico, se acabe la gasolina antes de llegar al precipicio.
Ante las tendencias autodestructivas, la universidad no puede permanecer indiferente, no puede encerrarse en sus prerrogativas, no puede refugiarse en una concepción aséptica del conocimiento, no puede aislarse de los grandes debates de la sociedad. Por el contrario, la universidad debe ser activista, democráticamente activista, a veces, incluso, desafiantemente activista.
La universidad debe ir más allá de la indignación que reniega de todo por principio y del cinismo que niega la posibilidad de cualquier cambio por indiferencia o conveniencia. La universidad debe ser un ejemplo, un paradigma si se quiere, de la construcción legítima de respuestas (siempre parciales) a nuestros problemas más urgentes.
La universidad debe combatir las mentiras convenientes, las ideologías engañosas y los discursos de odio. El ensimismamiento no es una alternativa. No ahora cuando buena parte de los líderes globales insisten en despreciar el conocimiento, atacar a los expertos y negar los hechos del mundo. Al antiintelectualismo ramplón, la universidad debe contraponer la importancia de las ideas y la creación, no solo como meros instrumentos sino como unos de los fines más loables de la humanidad.
La universidad debe ser el lugar donde se debaten las verdades incómodas. “Toda la dignidad de la Universidad reside en su capacidad de decir verdades duras pero lúcidas”, escribió uno de nuestros fundadores, Francisco Pizano de Brigard, hace cincuenta años. Quiero mencionar algunas de esas verdades: la creciente institucionalización de la demagogia, las insalvables tensiones entre progreso material y sostenibilidad, las trampas de la meritocracia, las falsas promesas de la medicina moderna, la explotación política de la corrupción, la insuficiencia de las instituciones globales para enfrentar los grandes problemas de acción colectiva, etc.
Las verdades incómodas no solo conciernen al mundo exterior. Atañen también al mundo universitario. Por coherencia, al menos, la crítica social no puede prescindir de la autocrítica. Existen otras tantas verdades incómodas sobre la universidad moderna: su papel en la perpetuación de ciertos privilegios, la falta de curiosidad por el mundo, la excesiva especialización, la obsesión con los rankings y la transformación de la investigación en una actividad industrial (“aquí nadie lee porque todo el mundo está muy ocupado en escribir artículos que nadie lee”, decía uno de mis colegas economistas en un momento de candidez).
En suma, mi punto es uno solo: la universidad debe ser el ámbito propicio en el cual la sociedad (y la misma comunidad universitaria) se mire y se reconozca en el espejo de sus propias faltas.
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Quiero plantear unas ideas panorámicas sobre el futuro de nuestra universidad. Mi visión de la Universidad de los Andes es sencilla. Contiene algunas tensiones evidentes. Esconde ciertas contradicciones. Pero puede darnos, eso creo, las luces necesarias para recorrer el camino brumoso de la rutina administrativa. Quiero resumirla en cinco puntos que representan, en conjunto, lo que podríamos llamar una visión moral de la universidad.