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Berenstein - Alejandro VI

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Berenstein Alejandro VI

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Alejandro VI

Alejandro VI

El insaciable Papa Borgia que gobernó la Roma
del Renacimiento convirtiendo a su familia
en una poderosa realeza

M ONICA B ERENSTEIN

Alejandro VI - image 1

Colección: Novela Histórica
www.nowtilus.com

Título: Alejandro VI
Subtítulos: El insaciable Papa Borgia que gobernó la Roma del Renacimiento convirtiendo a su familia en una poderosa realeza..
Autor: Mónica Berenstein

Copyright de la presente edición: © 2007 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com

Editor: Santos Rodríguez
Responsable editorial: Teresa Escarpenter
Proyecto editorial: Contenidos Editoriales s.r.l.

Diseño y realización de cubiertas: Florencia Gutman
Diseño de interiores y maquetación: Ana Laura Oliveira

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN13: 978-84-9763-326-0

Libro electrónico: primera edición

A mi compañero de siempre,
por su aporte intelectual
y su permanente incentivo.
Gracias, Fabi.

ÍNDICE
A ún no despuntaba el día, pero su ansiedad lo había echado fuera de la cama. Mientras contemplaba el atuendo que en pocas horas luciría y que Giacomino con tanto cuidado había dejado acomodado sobre el bargueño , se dibujaba en su rostro una expresión de satisfacción.

Se sentía merecedor del lugar que ocuparía y que tanto esfuerzo le demandara ¡Nuevamente los Borgia ocuparían el centro del universo cristiano, y esta vez él, Rodrigo, sería su artífice!

No dejaba de pensar en Calixto III, su tío, y el primer Papa que había llevado ese apellido, quien con su insistencia logró convencerlo de seguir el camino de la religión. Pero en su interior estaba persuadido de que si aquél no le hubiera visto condiciones, seguramente no lo habría impulsado como lo había hecho. Ahora le tocaba simplemente disfrutar de su propio encumbramiento.

El mes de agosto quedaría en los anales de los Borgia como un símbolo: un 6 de agosto de 1457 había muerto Calixto. Ahora, nuevamente, en el mismo mes, pero treinta y cinco años después, el cónclave cardenalicio, tras días de aislamiento y reflexión lo había proclamado a él sucesor de Pedro. Su apellido podía sentirse muy orgulloso: nada menos que dos Papas, un verdadero premio para su noble origen.

Así como su tío había luchado con denuedo para unir a la familia y ubicar a la mayoría de sus miembros en posiciones de poder, él estaba dispuesto a hacer lo mismo con su prole y prepararía a César, el mayor de sus hijos, para seguir sus pasos en el futuro. Su carácter enérgico y vigoroso lo señalaba como el más apto para esa tarea. Aunque muy joven todavía, ya transitaba la carrera eclesiástica. Con apenas diecisiete años lo había ungido cardenal, a pesar de que por el momento su juventud no le permitía vislumbrar el brillante futuro que le esperaba y las ventajas de la carrera sacerdotal.

Todavía en ropa de cama, Rodrigo dio unos cuantos pasos por la habitación y volvió a sentarse. Repasó los detalles de su elección y los momentos de tensión que supo resolver con hábiles maniobras. El voto esperado llegó tras el tercer escrutinio durante la noche del once al doce de agosto, y lo había otorgado el cardenal Mafeo Gherardo, un anciano veneciano de noventa y cinco años, quien concedió el sufragio a cambio de una suma sustanciosa.

Pero también fueron importantes las seductoras promesas que debió repartir entre el resto de los electores: el cargo de vicecanciller, obispados, monasterios, y hasta una abadía en Subiaco, lugar paradisíaco donde él solía refugiarse con los suyos, escapando de los aires pestilentes de cada verano. Todo fue puesto sobre la mesa para compensar a quienes posibilitasen su ascenso. Así pudo finalmente obtener los quince votos imprescindibles para acceder a la conducción de los cristianos del mundo.

En pocos minutos recorrió con su memoria todo lo transcurrido en el cónclave. Sin abandonar ese aire de triunfo que lo acompañaba los últimos días, volvieron a su mente las imágenes de sus principales rivales: Ascanio Sforza y Giuliano de la Rovere. Cualquiera de los dos podría haberle arrebatado la victoria.

La situación del primero no era para nada despreciable: el cardenal Sforza contaba, en un principio, con siete votos seguros, lo cual implicaba una buena base como punto de partida. Pero Giuliano della Rovere estaba mejor posicionado: aventajaba al milanés con el favor de nueve cardenales. Además, también disponía de la complacencia de Carlos VIII de Francia, siempre, por una u otra razón, con las narices metidas en Italia. También la República de Génova le había prometido el aporte de cien mil ducados. Esos apoyos externos le hubieran servido para comprar los seis votos que le faltaban… y sin embargo fueron inalcanzables.

Cuando llegó la hora de decidir, los cardenales hicieron sus propios cálculos.

Con Ascanio Sforza como Pontífice quedarían a merced del poderoso ducado de Milán. Mientras que con Giuliano della Rovere, Francia encontraría un Papa dócil a su causa.

Esta disyuntiva fue entonces aprovechada por él, quien echó mano de su gran habilidad negociadora.

Utilizando su enorme patrimonio, acumulado a lo largo de toda su carrera, pudo hacer frente a cualquier oposición en el camino al solio pontificio; prometiendo a diestra y siniestra consiguió el voto que decidió su elección.

Poco importarían las palabras del obispo Bernardino López de Carbajal al inaugurar las deliberaciones que se sucedieron en la Capilla Sixtina. Atrás quedaba su invitación a elegir al más probo, aquél que pudiera remediar los vicios que por entonces aquejaban a la Iglesia de Cristo, especialmente el tráfico de los bienes sagrados.

Hacía muchos años que el Vaticano se comportaba como un Estado más, y el Papa, como su príncipe, tanto o más poderoso y violento que el resto de los príncipes cristianos. No era intención de Rodrigo Borgia cambiar esa situación. Por eso fue electo, por ofrecer más y más hábilmente.

En el momento del anuncio, cuando se abrió la ventana del palacio y la fumata blanca se dibujó elevándose al cielo, una voz proclamó frente a la muchedumbre agolpada en la plaza: Habemus Papam y la figura del valenciano Rodrigo Borgia apareció sonriente y carismática ante el clamor de la gente.

Tras la buena nueva, se olvidarían los días terribles acaecidos en Roma a la muerte de su antecesor, el Papa Inocencio VIII. En aquellos momentos la ciudad parecía haber sido abandonada al diablo: ladrones y asesinos se apoderaron de ella. En unas pocas semanas ocurrieron doscientos asesinatos. A duras penas se había conseguido imponer orden. A esa altura, la vacancia del trono pontificio representaba un verdadero peligro.

Por tal razón, la elección del Papa se tornó apremiante. Era menester decidir con urgencia la elección, pues el proceso ya llevaba varios días. Los cardenales confiaban en que, como en elecciones pasadas, el nombramiento de un nuevo Papa no sólo llevaría sosiego al mundo cristiano sino que además pondría fin en Roma al estado de anarquía que parecía haber devorado la calma de sus habitantes. Pero también serviría para desalentar a otras ciudades italianas con deseos de hegemonía.

Ciertos fenómenos producidos fueron interpretados como señales del advenimiento del Papa más poderoso de los últimos tiempos; así, la tarde del seis de agosto, día en que había comenzado el cónclave, se vieron en el cielo de Roma tres soles que parecían uno reflejo del otro: las gentes entendieron que era un indicio de que el que iba a ser elegido reuniría en sí el dominio de los tres poderes del pontificado: el temporal, el espiritual y el celestial, y que se hallaban representados en la triple corona de la tiara del Papa.

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