Ana Cristina Restrepo Jiménez
El Hereje: Carlos Gaviria
Capítulo especial por Santiago Pardo Rodríguez
Prólogo Cecilia Orozco Tascón
El hereje: Carlos Gaviria
© Ana Cristina Restrepo Jiménez
Santiago Pardo Rodríguez, 2020
© Editorial Planeta Colombiana S.A., 2020
Calle 73 n.º 7-60, Bogotá
ISBN 13: 978-958-42-8994-0
ISBN 10: 958-42-8994-2
Foto portada: © Diego González
Diseño de portada: © Gabriel Henao
Departamento de Diseño Grupo Planeta Colombia
Imagen de portada: xxxxxx xxxxx
Primera edición: octubre de 2020
Desarrollo E-pub
Digitrans Media Services LLP
INDIA
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
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A la libertad de mis tres hijos
For Your Liberty, Love of Mine
El hombre es un rey cuando sueña y un esclavo cuando piensa.
FRIEDRICH HÖLDERLIN
Prólogo
En marzo de 1993 se posesionaron ante el presidente César Gaviria nueve magistrados elegidos por el Congreso de la República para integrar la novedosa Corte Constitucional creada por la Carta Política de 1991 (desde el 7 de febrero de 1992 y hasta el 28 de febrero de 1993, se instaló una corte de transición entre la anterior Sala Constitucional de la Corte Suprema y la naciente corporación). Otro mes de marzo, veintidós años después, falleció uno de los ilustrados miembros de ese grupo privilegiado: Carlos Gaviria Díaz que describió el momento de apertura del organismo guardián del Estado de derecho, de una manera muy particular, muy suya: “(como) partíamos de una Constitución nueva, estábamos, prácticamente, en el primer día de la creación”.
Así debía sentirse, en su intimidad, el profesor de leyes: en el primer día de la creación. Bien describen a Gaviria Díaz, Ana Cristina Restrepo Jiménez y Santiago Pardo Rodríguez cuando hacen énfasis en la plenitud del académico en ese periodo de ocho años en que, tanto él como sus compañeros de Sala Plena pasaron de las teorías jurídicas que dominaban y enseñaban en las aulas, a las decisiones revolucionarias que modificaron las costumbres elitistas transformándolas, por fuerza del mandato constitucional, en relaciones igualitarias entre unos ciudadanos y otros. Fueron sentencias hito que llevaron al país a aceptar —entre temeroso, airado y asombrado— que el orden “natural” de las cosas no era el que se practicaba en la sociedad piramidal del moribundo siglo XX colombiano sino uno distinto en que la gente del común y las minorías ignoradas o aplastadas por las discriminaciones, gozaban de derechos, y más, tenían derecho a exigirlos, en la práctica, con el respaldo de la cúpula judicial.
Refiriéndose al tribunal que estrenaba sus funciones con fallos que sorprendían a las mayorías (eutanasia) y que, en no pocas ocasiones, ofendían porque removían prejuicios largamente enquistados en sus comunidades (consumo libre de dosis personal y promoción de libertades individuales), el profesor Gaviria comentó —en la misma entrevista en la que definió el inicio de la Corte como la hora uno del universo—, que esta corporación adquirió en poco tiempo “… un inmenso prestigio internacional como creadora de líneas doctrinarias para consolidar un Estado social y constitucional de derecho”. Y también recordó que “gozó de fama de pionera en muchos asuntos relacionados con los derechos sociales, la diversidad cultural, la diversidad de género (y otros)”.
Ni entrevistadora ni entrevistado sabían, entonces, que la melancolía que escapaba de sus respuestas, presagiaba su partida: solo veintitrés días después de responder el cuestionario periodístico, casi en contravía de su estado de ánimo pero interesado en dejar consignada su posición en el espinoso asunto que motivaba el interés mediático, falleció quien se caracterizó por conservar a lo largo de su existencia, una ética pública ejemplar.
En efecto, ningún otro personaje distinto al presidente de la Corte, Carlos Gaviria, hubiera sido mejor analista de la situación particular por la que pasaba su antigua sede de labores. Se trataba del vergonzoso episodio ocurrido a comienzos de 2015, cuando el recién elegido vocero del alto tribunal, Jorge Pretelt Chaljub, fue denunciado por sus colegas poco después de que estos escucharan una grabación en que un abogado confesaba que el dignatario de la Corte había tasado en quinientos millones de pesos, el sentido de un fallo de tutela que se tramitaba en el tribunal y que Pretelt prometía desviar a favor de quien lo escuchaba. Gaviria, la antítesis absoluta del oscuro Pretelt, había ganado durante su trayectoria de magistrado, senador, candidato presidencial y presidente de su partido, el respeto nacional y la admiración general por su estatura moral. Era, en consecuencia, el comentarista idóneo para criticar la postración de la Corte que él y sus colegas de 1993 habían enaltecido con sus conductas. Aunque advirtió que no estaba bien de salud y que viajaría de Medellín a Bogotá para practicarse unos exámenes médicos, aceptó responder, en tono fatigado, preguntas y contrapreguntas de la periodista, tal vez motivado por la obligación de dejar consignadas para el futuro debate sobre la legalidad de la permanencia de Pretelt en la Corte, sus inmensas dudas.
Sus palabras, al final del artículo de prensa, reflejan su espíritu reflexivo de siempre pero también, la debilidad física que empezaba a agobiarlo. Habiendo sido un formidable combatiente de ideas, comenzaba a abandonar la lucha. A la pregunta sobre una propuesta desesperada de revocar la totalidad de los miembros de las cortes, y de crear, a partir de cero, nuevos tribunales con normas diferentes para devolverle a la ciudadanía confianza en la justicia y sus jueces, respondió: “… (es) un grito justificado de indignación contra las situaciones vergonzosas que hoy presenciamos pero, aplicándola, nada garantiza que el ciclo no se repita”. Calmadamente, continuó: “me parece que la propuesta no debe ser meramente coyuntural y que lo que debe hacerse es pensar, hacia el futuro inmediato, una fórmula mejor”. Concluyó con un decaimiento inusual en su dureza argumentativa: “si me pregunta cuál es esa fórmula, le tendría que responder que no la tengo y que apenas me ofrezco para ayudar a pensarla”. Nunca pudo cumplir esta promesa.
El hereje es el título adecuado para calificar la vida y obra de Carlos Gaviria. Eso fue el profesor en sus setenta y siete, casi setenta ocho años, de su paso por el mundo: un díscolo, una mente que disentía siempre, que meditaba e ideaba un orden racional regido por una justicia social que se apartaba del statu quo. Este libro, singular en varios sentidos, es el resultado de la intensa tarea de Ana Cristina Restrepo Jiménez, de andar con Gaviria en sus últimos tiempos para aprehender la importancia de su existencia y para, una vez ausente, desandar sus caminos, y descorrer el velo del hijo, hermano, esposo, padre, amigo y hombre enamoradizo que también fue como cualquiera otro, con sus afectos, desafectos, vacíos y errores.
Restrepo se propuso descubrir, y lo logró, la individualidad desconocida de esa figura mayestática que veían, a lo lejos, sus seguidores en los debates de plaza abierta o en los de televisión. Un favor le hace, así, Ana Cristina a su memoria, porque al develar el ser imperfecto que era, lo humaniza, justamente, lo que siempre el magistrado del 93 esperó estampar en sus sentencias históricas: humanización de la justicia en una época en que, no por coincidencia, se encontró, para enfrentarlo, con uno de sus coterráneos de enorme poder político que pretendía, en las antípodas de la esfera ideológica y moral de Gaviria, la dominación de la Nación por la fuerza y la criminalización de las ideas. Entonces, el profesor se plantó civilizadamente al otro lado para contraargumentarle con sabiduría y para avanzar mientras su contradictor, su enemigo más bien, planificaba cómo obligar al país, a retroceder. Libertades contra imposiciones. Civilización contra barbarie.
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