La pandemia que desde marzo de 2020 ha cambiado los hábitos de todos los ciudadanos del mundo despierta nuevos interrogantes cada día. La incertidumbre marca el día a día y abre un camino a la reflexión y a la especulación. Este texto hace parte de un ejercicio creativo en el que Editorial Planeta Colombia invitó a algunos de sus autores a reflexionar y lanzar hipótesis desde sus áreas de conocimiento específico. El resultado son diez textos independientes entre sí que se pueden adquirir de manera individual en formato digital o reunidos todos en un solo volumen. Las regalías obtenidas de la venta de estos artículos, serán donadas por Editorial Planeta Colombia a una obra social.
© Alejandro Gaviria, 2020
© Editorial Planeta Colombiana S. A.
Calle 73 n.° 7-60, Bogotá
www.planetadelibros.com.co
Primera edición (Colombia): agosto de 2020
ISBN 13: 978-958-42-9010-6
Impresión: xxxxxxx
Impreso en Colombia – Printed in Colombia
No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
Todos los intentos de reflexión sobre el coronavirus, ensayos o ficciones, no importa el género, sufren del mismo mal: la precipitud. Es como escribir sobre la guerra desde las trincheras o sobre el Tour de Francia en la primera semana o sobre una expedición al comienzo del viaje. Leí hace poco, durante estos días ruinosos, que lo sabemos todo acerca del virus y no sabemos nada al mismo tiempo. Este corto ensayo es una extrapolación aventurada, una forma de catarsis, una reflexión inmediatista sobre un fenómeno cambiante, incierto e imprevisible.
Lo he dividido en tres partes. La primera pone un énfasis en uno de los problemas que la pandemia ha revelado con mayor intensidad: la desigualdad o, mejor, las varias desigualdades, las nuevas y las viejas. La segunda examina una especie de amenaza o hecho ominoso: el autoritarismo emergente, los ataques a la democracia y los derechos humanos por gobernantes oportunistas. Y la tercera, especula un poco sobre las enseñanzas, sobre las posibilidades de un mejor futuro.
El coronavirus como espejo
El coronavirus reveló muchas de las viejas y nuevas desigualdades entre personas y grupos sociales. La primera desigualdad puesta en evidencia es obvia, tiene que ver con las diferencias en los ingresos que, en esta coyuntura, asumieron una dimensión trágica. El rector de la Universidad de Chile lo dijo manera franca en el mes de junio: “una parte de los chilenos no sabía que una fracción muy importante de los ciudadanos comían en la noche en función de lo que ganaban durante el día. Por lo tanto, pedirle a alguien que respete la cuarentena era condenarlo a no tener qué comer, literalmente”. Lo mismo es cierto en Colombia y en toda América Latina: la pandemia y el confinamiento han golpeado mucho más a las personas más necesitadas y, por lo tanto, han llevado a un aumento de la pobreza y la desigualdad.
Pero las desigualdades reveladas van más allá de las brechas en los ingresos. La pandemia también puso de presente la desprotección de millones de personas ante una disminución abrupta de sus ingresos laborales. El caso de Colombia es paradigmático. Los trabajadores formales cuentan con algún tipo de protección o seguro de desempleo: cesantías, indemnizaciones, continuidad en la cobertura de salud, etc. Por su parte, los hogares más pobres reciben, como resultado de programas públicos puestos en marcha veinte años atrás, algún tipo de transferencias o subsidios, están identificados o focalizados (para usar la jerga oficial). Pero millones de trabadores independientes e informales que viven del día y no hacen parte de los programas de subsidios, están completamente desprotegidos, excluidos de las ayudas públicas.
El crecimiento económico de las últimas dos décadas escondió este problema: la fragmentación de nuestro Estado de bienestar. En lo que va de este siglo, muchos hogares pasaron de la pobreza a una condición de cierta estabilidad económica y la clase media se duplicó. En las zonas urbanas, el avance social había sido notable. Pero la pandemia reveló la precariedad de este progreso. De manera súbita, muchos hogares cayeron nuevamente en la pobreza. La respuesta oficial fue insuficiente. Para el Estado, los nuevos pobres eran invisibles, no aparecían en las bases de datos.
La precariedad laboral se vio exacerbada por el hacinamiento y las características de las viviendas, con consecuencias previsibles. La violencia intrafamiliar afectó más que proporcionalmente a mujeres y niños de los hogares más pobres y la desigualdad de género se reveló en toda su intensidad. Las llamadas a las líneas de emergencia que reciben quejas de violencia en contra de la mujer crecieron 200 % o más en buena parte del país. La pandemia, en últimas, no solo reveló el problema; aumentó también su severidad.
La brecha digital, esto es, las diferencias en conectividad entre grupos socioeconómicos, se hizo también más evidente. Muchos niños, especialmente en las zonas rurales, perdieron completamente el contacto con sus maestros y compañeros. Otros mantuvieron algún contacto intermitente que hacía casi imposible el aprendizaje. Por su parte, los más privilegiados pudieron seguir con sus clases en modo virtual, con supervisión e instrucciones precisas. En suma, la educación se estratificó de una manera drástica: desapareció para algunos y continuó casi normalmente para otros.
El economista Raj Chetty mostró, para el caso de Estados Unidos, que los estudiantes de los niveles socioeconómicos más altos completaron 90 % o más de sus tareas de matemáticas a través de las plataformas virtuales; en contraste, los estudiantes de los niveles más bajos completaron 40 % o menos. Muchas de estas brechas son irrecuperables, tendrán consecuencias irreversibles en el desempeño laboral y en la vida en general. Muchos educadores, con algo de impaciencia, hablan incluso de una generación perdida.
La Unesco llamó la atención sobre el problema. Las sociedades de pediatría en Estados Unidos y Europa hicieron lo propio. Algunos médicos en Colombia advirtieron sobre los riesgos de mantener los colegios cerrados por mucho tiempo. Pero la sociedad parecía indiferente. Incluso sectores progresistas ignoraron el asunto, hicieron como si el problema no existiera. La indiferencia de la sociedad a las desigualdades educativas ha sido otra de las verdades incómodas que la pandemia reveló.
En la salud, la desigualdad más notoria es la diferencia en la atención médica entre el centro y la periferia: en el centro los recursos tecnológicos y humanos son varios órdenes de magnitud superiores a la periferia. Los análisis todavía no se han hecho a profundidad, pero los indicios existentes (ya lo dijimos, este no es el momento de las conclusiones definitivas) muestran que la densidad o la mayor presencia de servicios médicos de alta complejidad en una ciudad o territorio no afectó de manera sistemática la tasa de mortalidad. La región de Bérgamo en Italia y las ciudades de Nueva York o Bruselas cuentan con los mejores hospitales del mundo, pero tuvieron, en términos porcentuales, muchas más muertes que ciudades o regiones con peores sistemas hospitalarios.
El coronavirus reprodujo de una manera casi precisa (es un espejo revelador, sin duda) las diferencias en las tasas de mortalidad evitable por grupos socioeconómicos. La mortalidad fue mucho mayor en los más pobres que en los estratos medios, y mayor también en los estratos medios que en los grupos más privilegiados. El salubrista inglés Michael Marmot ha documentado este hecho de manera precisa. Para el caso de Inglaterra, la probabilidad de muerte por COVID-19 fue más de 100 % mayor en los más pobres que en los más privilegiados, y más de 40 % mayor en las clases medias que en las altas.
Página siguiente