SINOPSIS
¿Estaba prevista una epidemia como la del coronavirus? ¿La crisis económica y el cambio climático desplazaron las crisis sanitarias de la agenda política? ¿Hacer un voluntariado es la mejor forma de ayudar? ¿La violencia contra la mujer es más alta en los países nórdicos?
En tiempos de desinformación y fake news se ha vuelto más necesario que nunca entender el mundo que nos rodea no solo por mera curiosidad, sino por el impacto que tiene en nuestras vidas en multitud de aspectos, desde la política hasta la salud y la economía, pasando por cuestiones culturales, sociales o medioambientales. Y lo cierto es que algunas de las cosas que ya creemos saber sobre el mundo se basan en historias erróneas o falsas. En este libro, el equipo de El Orden Mundial se propone desarmar algunos de los mitos, estereotipos y confusiones más comunes que encontramos en nuestro día a día, como el de que las guerras actuales se dan por el petróleo o que la COVID-19 será el fin de la globalización.
El Orden Mundial
El mundo no es como crees
Cómo nuestro mundo y nuestra vida
están plagados de falsas creencias
Introducción
Desde hace varios años viaja por distintas galerías de arte del mundo una escultura bastante llamativa. Lleva por nombre Squaring the Circle (algo así como «La cuadratura del círculo», en inglés) y consiste en un armazón de metal que, visto desde una perspectiva frontal, tiene la forma de un cuadrado, pero si caminamos hacia el punto que ofrece la perspectiva del lado opuesto, lo que vemos es un círculo. ¿Cuál es la forma correcta? Las dos, probablemente. O ninguna, quién sabe. El objeto siempre tiene la misma forma, lo único que cambia es el modo en que nuestro cerebro interpreta lo que está viendo y nos informa de que eso es un cuadrado o un círculo.
Esto nos enseña importantes lecciones. La primera es que nos engañamos a nosotros mismos, pero también que las cosas no son lo que parecen a simple vista aunque realmente sigan siendo los mismos objetos. Las frases anteriores podrían parecer una oda a la subjetividad y la relativización, pero la verdad es que no. Es más una señal de alerta sobre lo que tenemos alrededor, nosotros incluidos, y que debemos concienciarnos de ciertas cosas. La realidad de nuestro entorno es interpretable; es más, tiene que ser así para poder entenderla y actuar en consecuencia. Sin embargo, esto no quiere decir que se pueda extender hasta el infinito afirmando que absolutamente cualquier cuestión, suceso o hecho es subjetivo y tiene mil perspectivas distintas desde las que pueden ser observados, en una especie de debate eterno sin una conclusión posible. Más bien, al revés. Existen realidades palmarias que no conceden interpretaciones: la luz viaja a 300.000 kilómetros por segundo; si sueltas un objeto desde cierta altura, caerá al suelo, y las vacunas no provocan autismo al tiempo que salvan un número incontable de vidas en el proceso. Habrá cuestiones debatibles, cosas que hoy no conocemos pero sí en un futuro. Eso son hechos científicos probados, y a ellos les debemos una parte sustancial del desarrollo que hemos alcanzado en buena parte del planeta.
Y, a pesar de todo, seguimos creyendo en hechos erróneos. Durante buena parte de los años noventa se creía a pies juntillas que lo que entonces era un incipiente invento llamado internet acabaría con la falta de conocimiento en el mundo. Si existía una herramienta donde se podía volcar toda la sapiencia humana y ponerla al servicio de cualquier persona con acceso a esa red, el resultado parecía evidente. El desconocimiento, la ignorancia y las mentiras tenían los días contados. Hoy, sin embargo, ese futuro maravilloso no solo no ha llegado, sino que parece más lejano que nunca. En cierta medida, tal vez nos hemos dado cuenta de que aquel ideal tan alcanzable era poco menos que una utopía. Cuando se están cumpliendo tres décadas desde el lanzamiento de la World Wide Web, aunque nos haya facilitado oportunidades infinitas, al mismo tiempo parece haberse convertido en uno de nuestros peores enemigos.
Por tanto, más allá de la evidencia de que no hemos alcanzado el lugar al que pensábamos llegar, cabe intentar entender por qué esto no ha ocurrido. Si los pronósticos tecno-optimistas se hubiesen cumplido, las primeras víctimas en el bando de la ignorancia habrían sido esos mitos que se llevan perpetuando durante tanto tiempo en las mentes y las conversaciones de todos nosotros. Si la física, la medicina, la historia o la sociología ya han llegado a amplios acuerdos sobre determinadas cuestiones, ¿por qué algunos mitos aún subsisten en la calle? Es la pregunta que revolotea de forma constante en este libro.
No se trata de que alguien (o algo) sea culpable de esta realidad. Si pusiésemos en fila a diez o doce personas y les transmitiésemos un mensaje claro y conciso a la primera de ellas, con la orden de que lo trasladase por toda la hilera, el mensaje que recogeríamos al final sería bastante diferente al del punto de partida. Pensemos en el nivel de deformación que podría alcanzar este experimento si lo trasladásemos a ciudades enteras a lo largo de décadas o siglos con información imprecisa. Así acaban naciendo las habladurías, los mitos, los bulos y las mentiras.
Algunos son muy elaborados y pueden venir simplemente de un error sin intención, de una interpretación incorrecta o de algo que en su momento era verosímil pero que acabó demostrándose que era incorrecto. Sobreviven al tiempo y llegan hasta nosotros. No hay nada malo en creer que algo es cierto cuando en realidad es falso; en cierto modo, es algo normal y natural. El problema viene cuando estas creencias se extienden de tal manera que deforman la realidad o, peor aún, cuando se rechazan las explicaciones correctas para así continuar en el confort de la mentira conocida.
La gran paradoja es que estamos diseñados así. Nuestro cerebro necesita píldoras de realidad, que esta sea sintetizada al extremo para poder asimilar el torrente de información, datos y hechos que, sin ese ejercicio de compactación, nos dejaría aturdidos. Pero a veces esta síntesis no sigue los mejores principios y al final se acaba quedando con los elementos que buenamente puede recoger, entre los que se incluyen los prejuicios, las ideas preconcebidas y la propia ignorancia. La cuestión es que, a su vez, el cerebro se protege de sí mismo; evita por todos los medios que una información discordante nos genere un cortocircuito que deje fundido todo el sistema. ¿Qué ocurre cuando se nos presenta un hecho que contradice a nuestro particular cubito de la realidad? Esto se llama disonancia cognitiva, y nuestra mente la rechaza. Si la aceptase, los esquemas mentales que hemos interiorizado recibirían una inclemente tanda de golpes que nos dejaría absolutamente desubicados. No obstante, el cerebro es consciente de que no podemos andar por ahí cuestionándonos todo lo que creíamos saber. Debemos protegernos de nosotros mismos. Toda esa batería de herramientas que utilizamos para atrincherarnos en nuestra propia mente son los sesgos. Y no es fácil, por no decir imposible, desprenderse de ellos.