Adam Przeworski
LAS CRISIS DE LA DEMOCRACIA
¿Adónde pueden llevarnos el desgaste institucional y la polarización?
Traducción de
Elena Odriozola
Przeworski, Adam
Las crisis de la democracia / Adam Przeworski.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2022.
Libro digital, EPUB.- (Sociología y Política))
Archivo Digital: descarga
Traducción de Elena Odriozola // ISBN 978-987-801-164-6
1. Sociología Política. 2. Partidos Políticos. 3. Democracia. I. Odriozola, Elena, trad. II. Título.
CDD 320.0113
Título original: Crises of democracy
La publicación de la presente traducción fue acordada con Cambridge University Press
© 2019, Adam Przeworski
© 2022, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
Diseño de portada: Ariana Jenik
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina
Primera edición en formato digital: junio de 2022
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-164-6
Prefacio a la edición castellana
Escribir este prefacio es un ejercicio de humildad. En este libro, por ejemplo, nunca se menciona la Argentina como un país donde la democracia podría estar en crisis. Tampoco contempla las trayectorias de Brasil, Chile o México durante las últimas décadas. El motivo es que cuando escribía el borrador de la versión en inglés del presente volumen creía firmemente en la solidez de las instituciones democráticas en esos países. Tanto en la Argentina como en Brasil, incluso las crisis políticas más agudas se procesaron de conformidad con las normas constitucionales. En la Argentina, ante las crisis de 1989 y 2001 no dejó de seguirse escrupulosamente lo dispuesto por su Constitución. Lo mismo sucedió con la primera crisis sufrida por la democracia del Brasil posdictadura militar: el impeachment al presidente Fernando Collor de Mello, en 1992. El traspaso del poder del presidente Fernando Henrique Cardoso al presidente Luiz Inácio Lula da Silva, en 2003, fue, para mí, prueba de que las instituciones brasileñas pueden soportar en forma pacífica una crisis política de una magnitud que habría resultado impensable en muchas democracias como, desde luego, en la de los Estados Unidos. A la vez, interpreté el alejamiento pacífico del cargo de Mauricio Macri como una prueba de que la derecha argentina ya no es golpista. Por último, en Chile y México, a pesar de estallidos ocasionales de protestas populares, el control del gobierno se alternó pacíficamente entre la centroizquierda y la centroderecha.
Lo que no anticipé fue que en varios países latinoamericanos se intensificarían tan velozmente la polarización política, la erosión de los partidos de centro y la irrupción de los extremos. Se trata de los mismos patrones que observé en los países analizados en el presente volumen. Y son peligrosos para la democracia. El sistema democrático funciona correctamente cuando los conflictos que surgen en una sociedad, sean cuales fueren, se procesan de manera pacífica dentro del marco institucional, fundamentalmente mediante el mecanismo de las elecciones. Este mecanismo, sin embargo, solo obra de forma adecuada cuando lo que está en juego en las elecciones no es demasiado pequeño, esto es, cuando los resultados de las elecciones tienen incidencia en las políticas que procuran implementar los gobiernos y en el bienestar de los diferentes grupos, ni demasiado grande, lo que equivale a decir: cuando una derrota electoral no resulta intolerable para los perdedores. La polarización política, que tiene raíces profundas en las divisiones económicas, sociales y culturales, vuelve las derrotas electorales difíciles de aceptar e induce a los perdedores a orientar sus acciones fuera del marco de las instituciones representativas.
No es mucho más lo que puedo decir hoy en día, ni siquiera en retrospectiva. Como el libro expone, intentar dar con las causas de la erosión de las instituciones y las normas democráticas nos deja con más preguntas que respuestas. No debemos creer en los diagnósticos que pretenden saber y conocerlo todo. Es más: aunque los efectos sean similares, las causas pueden no ser las mismas en diferentes países. Pero no caben dudas de que las instituciones representativas tradicionales están pasando por una crisis en muchos países del mundo. En algunos de ellos, ocupan el poder líderes antiestatistas, prejuiciosos, xenófobos, nacionalistas y autoritarios; en muchos otros, los partidos de esa calaña siguen logrando avances electorales en un momento en que gran cantidad de ciudadanos situados en el centro político ha perdido confianza en los políticos, los partidos y las instituciones. Las denuncias dirigidas a las instituciones representativas suelen desestimarse por considerárselas una manifestación de “populismo”. No obstante, la validez de las críticas a las instituciones tradicionales es evidente.
Es poco sincero quejarse de esas reacciones y lamentarse, al mismo tiempo, de la persistente desigualdad. Del siglo XVII en adelante, las personas situadas en ambos extremos del espectro político –aquellos para quienes constituía una promesa y aquellos que la consideraban una amenaza– creyeron que la democracia, específicamente el sufragio universal, generaría igualdad en las esferas económica y social. Esa creencia todavía se encuentra consagrada en el caballito de batalla de la economía política contemporánea: el modelo del votante medio. La persistencia de la desigualdad constituye evidencia prima facie de que las instituciones representativas no funcionan como deben, al menos no como casi todo el mundo creyó que lo harían. Por lo tanto, no debe sorprendernos el ascenso del “populismo”: el descontento con las instituciones políticas que reproducen la desigualdad y no ofrecen alternativas.
La coexistencia del capitalismo y la democracia siempre fue problemática y endeble. Esa tensión encuentra su mejor caracterización en el comentario de Marx acerca de la “Constitución burguesa” (de Francia, en 1848):
[Esta Constitución] mediante el sufragio universal, otorga la posición del poder político a las clases cuya esclavitud social debe eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeños burgueses. Y a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder. Encierra la dominación política de la burguesía en unas condiciones democráticas que en todo momento […] ponen en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa. Exige de los unos que no avancen, pasando de la emancipación política a la social; y de los otros que no retrocedan, pasando de la restauración social a la política (Marx, 1952 [1851]: 62).
No obstante, en algunos países –específicamente, 13– la democracia y el capitalismo coexistieron sin interrupciones durante al menos un siglo, y en muchos otros países durante períodos más breves, aunque de todos modos extensos, la mayoría de los cuales continúan en la actualidad. Los partidos de la clase trabajadora que habían albergado la esperanza de abolir la propiedad privada de los medios de producción comprendieron que su objetivo era inviable, aprendieron a valorar la democracia y a administrar economías capitalistas cuando les era posible acceder al poder mediante elecciones. Los sindicatos, también considerados en un inicio una amenaza de muerte para el capitalismo, aprendieron a moderar sus demandas. Los burgueses aprendieron a convivir con esas demandas moderadas. El resultado fue un “compromiso de clase democrático”: los partidos de los trabajadores y los sindicatos consintieron el capitalismo, mientras que los partidos políticos burgueses y las organizaciones empresariales aceptaron cierto nivel de redistribución del ingreso. Los gobiernos aprendieron a organizar ese compromiso: regularon las condiciones laborales, desarrollaron programas de seguro social e igualaron oportunidades, al tiempo que promovieron la inversión y contrarrestaron los ciclos económicos.