Según un proverbio chino, lo peor que nos puede desear alguien es que vivamos momentos emocionantes. Para bien o para mal, el momento que nos ha tocado vivir es emocionante, y lo que nos toca es vivirlo motivados y no como una fatalidad.
He tenido la suerte de conocer a hombres y mujeres excepcionales. Muchos de ellos son militantes veteranos, desconocidos para la mayoría, que han vivido su tiempo de manera heroica y contradictoria. Cuando me cuentan lo que hicieron me asombro al pensar de qué pasta están hechos. Es cierto que no todas las generaciones están hechas de la misma pasta ni son iguales, y también es cierto que lo mejor de cada persona aflora en los momentos complicados.
Ahora mismo vivimos en el ojo del huracán, en la crisis de todas las crisis. En este rincón de Europa y del mundo, nos repiten que se acabó lo que se daba, que ya no hay contrato social, que el capitalismo, la democracia y los derechos sociales no tienen por qué ser compatibles. Han existido muchas épocas anteriores —la mayoría— y muchos lugares del mundo —la mayoría— en los que esta incompatibilidad ya se ha puesto de manifiesto, pero a nosotros nos habían contado que sí era posible tener ambas cosas: nos vendieron, aunque no siempre se aplicase, que la democracia y los derechos sociales serían compatibles con un capitalismo de «rostro humano».
Vivimos la crisis y también los debates sobre la crisis económica, democrática, nacional, de representación y de los límites físicos del planeta. Podemos creer que somos una generación de transición, y encajar los hechos sin reaccionar o reaccionando de manera espasmódica. Pero también podemos decidir que por aquí no pasamos y construir miles de alternativas que, sumadas, con confluencias, definan un horizonte de transformación y esperanza.
En este libro trataré de exponer los argumentos por los que creo que hemos llegado a estar donde estamos, y hablaré de cuáles son las posibles alternativas.
EL PAÍS QUE NUNCA HEMOS CONSTRUIDO (O CÓMO HEMOS LLEGADO HASTA AQUÍ)
Raimon escribió, en un contexto muy adverso: «D’un temps que serà el nostre, d’un país que mai no hem fet, cante les esperances i plore la poca fe». Es decir: «De un tiempo que será el nuestro, de un país que nunca hemos construido, canto las esperanzas y lamento la poca fe».
El país que nunca hemos construido está lleno de calamidad, de desigualdad, de plutocracia (donde lo que manda es el dinero), y las decisiones que se toman desde un marco institucional europeo sin alternativas ni contrapesos están teniendo unas consecuencias desastrosas.
¿La crisis es una catástrofe o una calamidad? ¿La desigualdad es causa o consecuencia de la crisis? Estas son, en mi opinión, las preguntas clave.
Una catástrofe tiene un origen natural, es una circunstancia que cae del cielo, que difícilmente podríamos evitar y, mucho menos, prever. Por el contrario, la calamidad es consecuencia de la acción del hombre —y, en contadas ocasiones, de la mujer—, de sus decisiones y omisiones.
Yo me inclino claramente por la opción de la calamidad. Estamos donde estamos porque se ha construido un modelo basado en la depredación del medio; se permitió que la burbuja de la especulación se hinchase y la gente se olvidó de la desigualdad y de la lucha contra la misma, de las diferencias de clase. Ya sabemos cómo sigue la historia: se ha aceptado que la salida de la crisis pase por el sufrimiento de las víctimas, que no la han creado, y que son la inmensa mayoría de las personas.
Si se comete el error de pensar que lo que nos pasa es una catástrofe, la actitud ante la crisis es «no podemos hacer nada». Si se parte del convencimiento de que es una calamidad, de que el origen es la acumulación de los recursos en muy pocas manos, podemos albergar la esperanza de cambiar la correlación de fuerzas, con propuestas diferentes, con otras formas de actuar.
Solo si estamos convencidos de que lo que nos ocurre tiene un origen, y es humano, no divino, podemos conseguir pasar de la resignación a la acción, y de la acción a la estrategia para empezar a cambiarlo todo.
DESIGUALDAD, CAUSA O CONSECUENCIA
El otro interrogante es si la desigualdad es la causa de la crisis o una de sus consecuencias. Si es la causa, las políticas que incrementen esta desigualdad volverán la crisis todavía más profunda.
Supongo que todos somos conscientes de que vivimos en una de las sociedades más desiguales de la Unión Europea. Según el estudio de la Fundación 1.º de Mayo, España es el segundo país de la UE en términos de desigualdad social, por detrás de Letonia. Esos datos se ven ratificados en el informe que presentó Oxfam-Intermón, que ilustraba que, en España, veinte familias disponen de tantos recursos como el 20% de las personas con menos recursos.
Si se aplica el índice de Gini, puede comprobarse que la desigualdad en España entre 2005 y 2010 aumentó 2,1 puntos, del 31,8% al 33,9%, mientras que la media de la Unión se reducía en una décima y pasaba del 30,6% al 30,5%. En el año 1977, en plena Transición, la remuneración de la población asalariada representaba el 67,3 % del PIB, mientras que en el año 2012, cuatro décadas después, este porcentaje se ha reducido al 53,4%.
El problema de fondo es que en los años de crecimiento no se realizó una política de redistribución de la riqueza que sentase las bases de un modelo mucho más sostenible desde el punto de vista ambiental y social.
El aumento de la desigualdad en relación con la distribución de la renta se disparó entre 2001 y 2007. Las cifras son contundentes: «Los hogares más ricos registraron una renta media mensual de 9.158 euros en 2001, mientras que, en el caso de los más pobres, la media fue de 758 euros. Eso significa que los hogares más ricos tuvieron una renta 9,1 veces más alta que los hogares más pobres. Esta brecha aumentó un 6 % entre 2001 y 2007, hasta llegar a 9,8 veces de diferencia».
Eso pone de manifiesto que el milagro económico español no ocurrió para todos por igual. Por ejemplo, entre 2001 y 2006 «los ingresos medios del 10% de la población más rica crecieron un 23 %, frente a un 11 % del conjunto de la población».