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H ISTORIAS QUE NO PASAN, HISTORIAS QUE NO EXISTEN
Rebeca es una niña de 13 años, vive con sus padres y sus dos hermanos mayores, en un ambiente familiar de respeto, cuidado y dedicación. Es un poco despistada, quizás un poco infantil para su edad. El hecho de haber nacido a final de año distorsiona la valoración. En ocasiones la arbitrariedad del calendario disuelve las sutiles diferencias de maduración, en otras, las acentúa. Es una niña noble, sin malicia y de buen corazón, una niña no hecha para la mentira, siempre la descubren. Afectuosa, entrañable y con tantas habilidades sociales como dificultades para destacar en el modelo académico actual. La diferencia con sus hermanos es notable en este ámbito. Son unos chicos también de gran nobleza, ambos con un perfil más ansioso y preocupado, competitivos entre ellos y con gran determinación y persistencia, en contraste con la tendencia a la distracción de Rebeca. La primera injusticia de la vida suele venir de la mano de la naturaleza. Como en una partida de póker, en el primer reparto alguien siempre sale favorecido. Las consultas y exploraciones profesionales descartaron que ese atolondramiento o tendencia a la distracción, innegable, tuviera rango de trastorno. La recomendación en estos casos es de un refuerzo académico. No habiendo problemas clínicos que justificaran su condición, todo quedaba focalizado en un aspecto «actitudinal». Los profesores, para no estigmatizarla, le decían que era muy inteligente, que si quería, podía, de lo que se desprendía que no quería. Los padres, preocupados por su futuro y confiando en todos los profesionales, pensaban que tenían que presionarla para que consiguiera un buen futuro, que no perdiera sus oportunidades, que no desperdiciara su potencial. Es sorprendente la cantidad de horas de castigo que puede haber acumulado una chica a los 13 años, las horas de regaños y de los mismos mensajes: ¿Cómo puede ser que…?, ¿acaso no ves que…?, no has hecho los deberes… Tienes que… tienes que… tienes que… A las que hay que sumar las horas de consejos y «regaños» que recibían los padres por parte de familiares, profesores y profesionales de la salud mental, así como de los libros que enseñan «cómo educar a un hijo»: Tenéis que hacerle saber que todo implica unas consecuencias…., tenéis que estar encima de ella…. Si sigue así se echará a perder… Si no se comporta tenéis que castigarla…
A Rebeca nada le cuadraba: la misma genética que los hermanos, el mismo colegio y el mismo entorno familiar, además, con ayuda extra de profesores particulares y mayor dedicación; la misma familia afectuosa, comprometida y volcada en sus hijos, alentada por el entorno social y profesional. Lo tiene todo para tener éxito, ¿qué puede fallar…? Efectivamente… «Ella», cuando no hay nada que reprochar al entorno, solo ella puede ser el problema, una carga para los demás. ¿Estarían todos mejor sin ella? Después de las innumerables horas valorando la idea, el último recuerdo que conserva es el intenso miedo antes del salto.
Siguiendo los protocolos de asepsia, el equipo médico había tapado a la niña y solo dejaba al descubierto una parte despersonalizada del cuerpo, donde el cirujano aplicaba la diestra incisión. De vuelta a la habitación, quedaba al descubierto todo aquello que hubiera alterado la precisión de aquel profesional bisturí: aquella culpa infinita, aquella incomprensión, aquellas preguntas sin respuesta, aquel dolor eterno, aquella niña… una niña…, una niña que no sabía que una persona podía llegar a pensar en el suicidio, una niña que no sabía ni cómo ni dónde decir algo que «no existe», algo que «no le pasa a nadie», una niña que tomó la decisión sin poder valorarla, porque «eso no pasa», porque «eso no existe». Acabada la primera fase de la recuperación, en la que el goteo de pequeños logros cesa, en la que ya se ven las consecuencias reales…. Llegados a ese momento, la más feliz de todos, Rebeca, volverá a jugar al baloncesto, ahora en un equipo adaptado a sus nuevas limitaciones físicas. El mundo le envía la misma presión que antes, pero ahora tiene más aliados, que la ayudan a que estas exigencias se ajusten a ella de forma más adecuada. Ahora sabe que no valía la pena, que hay otras formas de afrontar esas situaciones, que la muerte no era la salida. Ahora sabe que con menos habilidades que antes el amor de todos los que la rodean es el mismo, que los nuestros no nos quieren por nuestro rendimiento, sino porque estamos, porque somos, sin más… Ahora sabe que puede contar con sus padres y con otros profesionales para trabajar de qué manera afrontar las bromas pesadas de los compañeros de clase, cómo ver tontería e inmadurez donde se podría ver maldad, volver a aprender a afrontar la vida con los propios recursos. ¿Cómo pueden sus padres moderar el exceso de expectativas? ¿Cómo pueden acompañar a su hija en su desarrollo, sea cual sea la característica o particularidad de este? La familia reemprende el camino, vuelve a constituirse como base segura donde refugiarse cuando las exigencias del entorno abruman a la menor. No hay más recuperación de las secuelas físicas y mentales, no hay más buenas noticias, no hay nada más que puedan hacer por recuperar algo más en ella. Debatidos entre la alegría y el alivio, encantados y agradecidos de tenerla, no pueden evitar la tristeza por las habilidades psicofísicas perdidas, ni el miedo de lo que pudieron perder. Ahora se tienen que recuperar ellos, llega el «temido» descanso del guerrero, pero del guerrero que ha ganado la batalla. En esos momentos la sensación de abatimiento es intensa, pero el tiempo la acabará diluyendo en una continuidad de experiencias compartidas. La misma suerte correrá el intenso miedo de que lo vuelva a hacer. Puede dar la sensación de ser un oscuro túnel, pero con la certeza de que es un túnel con luz al final. Todo lo demás se irá borrando en la tierra removida del camino andado, el camino que afortunadamente andarán juntos. Las nuevas vivencias compartidas, la nueva vida creada se acabará imponiendo a las culpas, a las malditas culpas… Las preguntas, los «y si…», los «debería haberlo visto… debería haberlo sabido…», los «¿cómo de mal debería de sentirse para llegar a ese extremo, para hacer eso que «no existe», eso que «no pasa»?». La soledad y el sentimiento de tener la peor suerte imaginable son inevitables, pues eso tan horrible, el intento de suicidio de un hijo, como la muerte por suicidio de un hijo, son cosas que «no pasan», son cosas que «no existen».