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Para mis sobrinos,
Pep y Mariola, y los que vengan;
para que os ayude a afrontar los problemas
y las circunstancias de la vida con alegría
El porqué de estas líneas
El 19 de noviembre de 2019 salí en la tele. Aquel día comenzó este libro. Poco antes habían venido a verme Bàrbara Sedó, reportera de un programa de televisión que dirige Ricard Ustrell en TV3, y una operadora de cámara, Andrea González. Tuvimos una larga conversación, que grabaron. También me acompañaban mi hermana Elisabet y mi madre. De esa grabación sacaron el material que se emitió aquel 19 de noviembre.
Bàrbara había conseguido mi dirección de correo electrónico a través de mi médico paliativista, el doctor Christian Villavicencio. Querían abordar el tramo final de la vida pero sin el enfoque polémico de «eutanasia sí - eutanasia no». Me decía:
—Quiero mostrar cómo entiendes y quieres que sea este momento. El acompañamiento. Los paliativos. Poder disfrutar de la vida que todavía tienes, como explicas en la carta que escribiste para La Vanguardia.
Se refería a una carta que os transcribiré más adelante en el libro, porque si la leéis ahora os perderíais cosas que me gustaría compartir. Bàrbara, básicamente, me hacía una petición concreta:
—Querría mantener una conversación contigo. Sobre cómo estás, cómo te sientes en este momento de tu vida, qué miedos tienes y cómo lo quieres afrontar. Creo que tu testimonio puede tener muchísima fuerza. Alguien de tu edad diciendo lo que tú piensas es muy necesario en los medios.
Ignoraba el interés que podía tener mi punto de vista sobre la vida y la muerte hasta que vi las reacciones a esa emisión televisiva. La verdad es que mi vida no es muy larga. Nací en 1995. Estoy terminando los estudios universitarios. Me gusta el Barça y el C. E. Sabadell, el club de fútbol de mi ciudad. También la naturaleza y los animales, en especial los perros. Todo esto no tiene nada de particular, si exceptuamos lo de que sea seguidor del Sabadell.
Mi punto de vista tiene que ver con una circunstancia que me ha acompañado siempre y que, de alguna manera, me ha puesto en una situación que hace que mire con otros ojos tanto la vida como la muerte. Tengo una enfermedad degenerativa que se llama Duchenne, que hace que vaya perdiendo fuerza a lo largo de los años. Ahora me supone estar en una silla de ruedas, no puedo mover casi nada y necesito de la ayuda de mi familia para desplazarme, para beber agua y para cualquier cosa que podáis imaginar que implique movimiento. Sé que es progresivo. Sé lo que comporta que lo sea. Sé cómo avanzará todo.
He aprendido a vivir con la muerte a la vista. O lo que es lo mismo: he estado aprendiendo a morir para poder vivir. Y, paradójicamente, mi vida no está siendo —en sentido estricto— una vida desgraciada. Lo que hasta hace poco a mí me parecía obvio, o natural, la petición de Bàrbara lo puso a la vista de todo el mundo.
En este libro no querría inspirar lástima, sino compartir mi experiencia. Sobre cómo vivir. Sobre cómo mirar de frente a la muerte. Y sobre cómo encontrar un sentido a todo ello. Si lo consigo, me quedaré muy tranquilo.
Un apunte sobre la manera en la que he tenido que escribir este libro. Como podéis imaginar, mi enfermedad me impide, a estas alturas, escribir correctamente en un teclado. Ahora lo que controlo con los dedos es el WhatsApp, y me las arreglo para enviar mensajes cortos. El resto lo dicto; los trabajos de la universidad, principalmente. Voy a un ritmo más lento que los demás, pero solo me faltan dos asignaturas que espero sacarme este curso. Así pues, he ido dictando este libro, y mis padres y algunos de mis hermanos me han ayudado a darle forma, y yo he ido validando los textos finales.
Joan Riambau, el editor, es quien me propuso este proyecto y quien me ha hecho sugerencias sobre cómo estructurarlo.
Vamos allá.
Un 11 de marzo y un 10 de agosto
Cuando tenía entre dos y tres años mi lenguaje era muy limitado y mis padres me veían un poco parado, con tendencia a estar solo. Obviamente, yo no lo recuerdo; es lo que me han contado. Incluso pensaron que era autista o que tenía algún tipo de retraso mental.
Vaya por delante que mi padre es pediatra de profesión, y mi madre, enfermera. Así que hicieron lo que cabría esperar: ir de médicos. La sorpresa vino cuando descubrieron que, en realidad, tenía una sordera por una otitis serosa. El 27 de octubre de 1998 me pusieron unos drenajes en la oreja y me quitaron las vegetaciones. Tenía poco más de tres años. Eso cambió mucho mi comunicación con el resto: dejé de ser un presunto autista y me espabilé un poco. Bueno, lo que sería de esperar en niños de esa edad.
Pero la tranquilidad no duró mucho. A pesar de ser capaz de expresarme mejor, era bastante torpe en la movilidad y me caía a menudo. Tenía unos gemelos muy gruesos, y algunas amigas de mi madre le pronosticaron que sería un buen futbolista. Pero a principios de 1999 me hicieron una analítica al sospechar ya de una enfermedad muscular.
Aquí la hipótesis estuvo mejor enfocada que en las sospechas de autismo. En esta segunda ocasión, efectivamente, las analíticas detectaron unos niveles muy altos de una enzima que se llama creatinfosfocinasa; la tenía en 40.000, cuando lo normal en mi caso debería haber sido 30.
Y así llegó el 11 de marzo de 1999. Aquel día me hicieron una biopsia, que había solicitado el día 1 de marzo el doctor Colomer, neurólogo. Ya veréis que en lo que se refiere a los datos y las fechas, en general seré muy escrupuloso.
La biopsia me hizo mucho daño, a juzgar por los gritos que di; eso, al menos, es lo que recuerda mi madre. Yo no lo recuerdo porque tenía tres años. El resultado fue claro: tenía una enfermedad rara que recibe el nombre de «distrofia muscular de Duchenne». Era, pues, un Duchenne, además de ser un Argemí Ballbè.
Eso, lógicamente, fue un impacto para mi familia. Yo no tenía uso de razón, y me iría dando cuenta con el tiempo. Lo que me dicen es que ese día mis padres se reunieron con algunos de mis hermanos y hermanas y trataron de explicarles la noticia de la forma más precisa y sencilla posible. Eso sí lo tienen mis padres, lo de no poner muchos adornos a la hora de explicar la realidad de las cosas. Cada uno por su cuenta, luego, fue a buscar la expresión «Distrofia muscular Duchenne» en las enciclopedias y los manuales.
Y más de uno lloró. La perspectiva que dibujaban esos textos no iba desencaminada desde el punto de vista médico, por lo que hemos ido viendo después: se trataba de una enfermedad incurable y progresiva que iría limitando mi movilidad y mi capacidad muscular en general. Una cosa distinta es la manera como mis hermanos, mis padres y yo mismo teníamos que responder a esa nueva circunstancia. De esa respuesta es de lo que quiero tratar en este libro. A propósito de esto, permitidme un salto temporal para viajar hasta el 10 de agosto de 2019.
Aquel día me faltaban solo cuatro días para cumplir los veinticuatro. Cuando uno cumple años, a veces la gente se pone a hacer balance. En mi casa hemos celebrado mucho los cumpleaños, siempre, y en efecto voy viendo que todo el mundo tiene sus proyectos y sus ilusiones. Y yo las mías, también.
Aquel día estaba, precisamente, reflexionando con uno de mis hermanos acerca de lo que había sido mi vida hasta entonces. Sobre de dónde vengo.
El escenario de esa conversación ya era ilustrativo de por sí: él estaba bañándose en una piscina y yo lo miraba desde mi silla de ruedas eléctrica. No es que le tuviera envidia. Yo mismo le había dicho que estaría encantado si se zambullía un rato. Antes, años atrás, yo también me habría dado un chapuzón, pero desde hacía un tiempo todo era ya demasiado complicado. Bajarme hasta el agua implicaba moverme con una especie de minigrúa y, con lo frágil que ya estaba, fácilmente podía hacerme daño. Hace un tiempo que ya no puedo mover muchos músculos, aunque sí los de las manos. No puedo acercarme una cerveza hasta los labios —de hecho, ya casi no puedo tomarla—, pero sí puedo teclear en el teléfono móvil, gestionar los comandos de la silla motorizada y manejar un ratón de ordenador.