John Lanchester - ¡Uy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar
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- Libro:¡Uy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar
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¡Uy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar: resumen, descripción y anotación
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Para Miranda, Finn y Jesse
Cuando el desarrollo del capital de un país se convierte en subproducto de las actividades propias de un casino, es probable que la tarea se realice mal.
J OHN M AYNARD K EYNES ,
La teoría general del empleo, el interés y el dinero
Sólo una línea delgada separa al estúpido del listo.
D AVID S T . H UBBINS ,
This is Spinal Tap
INTRODUCCIÓN
Annie Hall es una película con muchos grandes momentos, el mejor de los cuales es para mí la única escena con el hermano menor de Annie, Duane Hall, papel que interpreta Christopher Walken, el primero de su larga y brillante carrera de chiflados del cine. De visita en la casa de la familia Hall, Alvy Singer –esto es, Woody Allen– tropieza con Duane, quien inmediatamente comparte con él una fantasía: «A veces, cuando conduzco [...] en la carretera, de noche [...] veo dos faros que vienen hacia mí. A toda velocidad. Siento el impulso repentino de girar el volante directamente hacia el coche que viene en sentido contrario. Me imagino la explosión. El ruido de cristales que se hacen pedazos. Las [...] llamas que se levantan de la gasolina derramada.» Lo que da sentido a la escena es la respuesta de Alvy: «Vale. Bien. Ahora... ahora tengo que irme, Duane, he de volver al planeta Tierra.»
Nunca he experimentado el deseo de Duane Hall de cambiar de carril en la carretera y precipitarme contra los faros que vienen de frente. Sin embargo, he de reconocer que a veces he tenido un pensamiento no demasiado distinto. Es un pensamiento que nunca me asalta en la ciudad, ni en medio del tráfico, ni cuando hay otra persona en el coche, sino cuando estoy solo en el campo, circulo velozmente por una carretera vacía, tengo puesta la radio y todo se mueve con libertad y claridad. Hoy día es raro que se den estas condiciones al volante de un coche, pero si se dan, a veces me viene a la cabeza un pensamiento fugaz, que nunca puse en práctica y espero no hacerlo nunca. Es éste: ¿qué pasaría si justamente ahora metiera la marcha atrás?
Si se le pregunta esto a un aficionado a los coches, lo primero que hace es mirarle a uno de forma divertida y luego volver a mirarle de la misma manera. Finalmente, explica que lo que pasaría es que el motor explotaría: unas piezas chocarían con otras y se harían añicos, las varillas saltarían por los aires, el carburador se reduciría a pedazos, el ruido, el olor y el humo serían increíbles, el conductor sufriría con seguridad graves heridas y lo más probable es que muriera. Estas explicaciones son lo bastante convincentes como para que el pensamiento de meter la marcha atrás me ronde la cabeza muy fugazmente, digamos que medio segundo, una vez cada dos o tres años. Estoy seguro de que nunca lo haré.
Durante los primeros años del nuevo milenio, todo el planeta se movía a gran velocidad, como si circulara a más de ciento diez kilómetros por hora en una carretera despejada y un día de sol. Entre 2000 y 2006, la opinión pública del mundo occidental estaba dominada por la elección de George W. Bush, los ataques del 11 de Septiembre, la «guerra global antiterrorista» y las guerras en Afganistán e Irak. Pero mientras sucedía todo esto, se estaba produciendo algo trascendental, que, aunque no del todo inadvertido, llamaba extrañamente poco la atención: la riqueza del mundo estaba a punto de duplicarse. En 2000, el producto interior bruto mundial –la suma de toda la actividad económica del planeta– era de 36 billones de dólares. A finales de 2006, era de 70 billones de dólares. En el mundo desarrollado, se prestó tanta atención al desplome de las acciones de puntocom –la «mayor destrucción de capital de la historia del mundo», se dijo entonces– que nadie se percató de cómo se recuperaban las economías de Occidente. El mercado de valores, por razones a las que me referiré más adelante, estaba relativamente estancado, pero otros sectores de la economía estaban en auge. Y lo mismo sucedía en el resto del planeta. Un editorial de The Economist señalaba en 1999 que el precio del petróleo había bajado a 10 dólares el barril y emitía una solemne advertencia: no se quedaría en ese valor; había razones para pensar que llegaría a los 5 dólares el barril. ¡Ah!
En julio de 2008, el precio del petróleo había subido a 147,7 dólares y, a consecuencia de ello, los países productores de petróleo rebosaban divisas. Desde el mundo árabe y Rusia hasta Venezuela, los ministerios de Hacienda de todos los países petrolíferos se parecían a la escena de Los Simpson en la que Monty Burns y su ayudante Smithers recogen fajos de billetes y se los lanzan entre sí al grito de «¡La pelea del dinero!». La demanda de petróleo era tan grande debido a que importantes sectores de los países en desarrollo, sobre todo India y China, experimentaban niveles de crecimiento económicos sin precedentes. Ambos países tuvieron repentinamente una nueva clase media que se expandía enormemente y alcanzaba elevados niveles de consumo. El PIB de China crecía a un promedio del 10,8 por ciento anual, mientras que el de India lo hacía al 8,9 por ciento. En quince años, la clase media de India, expresión que entiendo en su amplio significado de sector de la población que ha escapado a la pobreza, pasó de 147 a 264 millones de personas; la de China lo hizo de 174 a 806 millones, probablemente el mayor logro económico de todo el mundo y de todos los tiempos. La renta per cápita en China creció un 6,6 por ciento anual entre 1978 y 2004, cuatro veces más rápido que el promedio mundial. Treinta millones de niños chinos reciben clases de piano. Las dos quintas partes de los estudiantes varones de la escuela secundaria india reciben clases particulares extraescolares. Cuando hay 2.250 millones de personas que viven en países cuyas economías crecen de esta manera, es que se vive en un planeta con unas perspectivas económicas completamente nuevas. Centenares de millones de personas son significativamente más ricas, y tienen que cumplir las nuevas expectativas. Así, el petróleo aumenta, la producción aumenta, el precio de las materias primas –la materia que se usa para producir otras- aumenta, la economía de (casi) todo el planeta está en auge. Quién sabe, piensan los optimistas, si con el crecimiento de la economía mundial a estas tasas, podemos empezar a pensar seriamente en satisfacer los Objetivos de Desarrollo del Milenio de las Naciones Unidas, tales como reducir a la mitad, en 2015, el porcentaje de personas que padecen hambre y de individuos con ingresos inferiores a un dólar diario. Esto parecía una utopía en el momento en que se establecieron los objetivos, pero en un mundo con una riqueza de 34 billones de dólares más, de pronto parece como si esta meta sin precedentes pudiera alcanzarse.
Y entonces fue como si un día la economía global hubiera decidido que, puesto que marchaba a toda velocidad, no habría mejor momento que ése para intentar meter la marcha atrás. El resultado..., bueno, lo que a la mayoría de la gente le parecía un claro cielo azul, un cielo azul más despejado que nunca, terminó siendo un colosal desastre. Esto dejó a una inmensa cantidad de gente haciéndose una pregunta muy simple: ¿qué pasó?
Ya llevo más de dos años observando atentamente la crisis económica. Comencé a trabajar en este tema como parte del marco de referencia para una novela y no tardé en darme cuenta de que había tropezado con la historia más interesante que jamás había encontrado. Mientras empezaba a trabajar en ello, quebró el banco Northern Rock, y resultó claro que, como escribí en aquel momento, «si no se produce una ampliación de nuestras leyes que permita controlar los nuevos vehículos de inversión –extraordinariamente poderosos, extraordinariamente complejos y con un extraordinario potencial de riesgo–, un día serán causa de un desastre financiero sistémico y de proporciones globales». También escribí, a propósito de la evidente burbuja de los precios de la propiedad inmobiliaria: «seréis exculpados de pensar en la inminencia de algún tipo de crac». En ambas ocasiones tuve razón, pero llegué demasiado tarde, porque ya se había hecho todo lo necesario para el estallido de la crisis, aunque la negligencia de los gobiernos de todo el mundo, que no se prepararon para la gran revelación del otoño de 2008, era entonces y sigue siendo hoy asombrosa. Ésta es la primera razón que me impulsó a escribir este libro: el extraordinario interés de lo que ocurrió. Es un relato absolutamente sorprendente, lleno de interés y drama humanos, un relato cuyos aspectos poco visibles de orden matemático, económico y psicológico son básicos en esta historia de las últimas décadas, y a la vez misteriosamente desconocidos del público general. Hemos oído mucho acerca de las «dos culturas», la de la ciencia y la de las artes, particularmente en 2009, porque este año se cumplió el quincuagésimo aniversario del discurso en el que C. P. Snow utilizó la frase por primera vez. Pero no estoy seguro de que el inmenso abismo entre ciencia y arte sea tan real hoy como lo era hace medio siglo (no hay ninguna duda, por ejemplo, de que un lector común que desee adquirir una formación científica básica, lo tiene hoy más fácil que en cualquier otro momento de la historia). Me parece que es mucho mayor el abismo que existe entre el mundo de las finanzas y el del público general, y que es necesario estrechar ese abismo, si no se quiere que los miembros de la industria financiera lleguen a convertirse en una especie de sacerdotes que administran sus propios misterios y a los que el resto de la humanidad teme y odia. Mucha gente brillante y culta no tiene ni idea de los elementos básicos de la economía, de lo que quienes pertenecen al mundo de las finanzas consideran hechos primordiales del funcionamiento del mundo. Yo, que soy un extraño al mundo de las finanzas y la economía, aliento la esperanza de poder hablar desde el otro lado de ese abismo.
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