Jostein Gaarder - El mundo de Sofia
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- Libro:El mundo de Sofia
- Autor:
- Editor:Ediciones Siruela
- Genre:
- Año:2010
- Índice:4 / 5
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El mundo de Sofia: resumen, descripción y anotación
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Este libro no habría nacido sin el alentador
apoyo de Siri Dannevig. También quiero
agradecer a Maiken Ims su revisión del
manuscrito y sus valiosos comentarios.
Mi gran agradecimiento también a Trond
Berg Eriksen por sus cariñosas observaciones
y sólido apoyo profesional durante muchos años.
El que no sabe llevar su contabilidad
Por espacio de tres mil años
Se queda como un ignorante en la oscuridad
Y sólo vive al día.
Goethe
momento de donde no había nada de nada...
Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de estar de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una máquina.
Se habían despedido junto al hipermercado. Sofía vivía al final de una gran urbanización de chalets, y su camino al instituto era casi el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el fin del mundo, pues más allá de su jardín no había ninguna casa más. Allí comenzaba el espeso bosque.
Giró para meterse por el Camino del Trébol. Al final hacía una brusca curva que solían llamar «Curva del Capitán». Aquí sólo había gente los sábados y los domingos.
Era uno de los primeros días de mayo. En algunos jardines se veían tupidas coronas de narcisos bajo los árboles frutales. Los abedules tenían ya una fina capa de encaje verde.
¡Era curioso ver cómo todo empezaba a crecer y brotar en esta época del año! ¿Cuál era la causa de que kilos y kilos de esa materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra inanimada en cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos de nieve?
Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para hacer los deberes.
A su padre le llegaba únicamente alguna que otra carta del banco, pero no era un padre normal y corriente. El padre de Sofía era capitán de un gran petrolero y estaba ausente gran parte del año. Cuando pasaba en casa unas semanas seguidas, se paseaba por ella haciendo la casa más acogedora para Sofía y su madre. Por otra parte, cuando estaba navegando resultaba a menudo muy distante.
Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.
«Sofía Amundsen», ponía en el pequeño sobre. «Camino del Trébol 3.» Eso era todo, no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía sello.
En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre. Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?
No ponía nada más. No traía ni saludos ni remitente, sólo esas dos palabras escritas a mano con grandes interrogaciones.
Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella. ¿Pero quién la había dejado en el buzón?
Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada de rojo. Como de costumbre, al gato Sherekan le dio tiempo a salir de entre los arbustos, dar un salto hasta la escalera y meterse por la puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.
—¡Misi, misi, misi!
Cuando la madre de Sofía estaba de mal humor por alguna razón, decía a veces que su hogar era como una casa de fieras, en otras palabras, una colección de animales de distintas clases. Y por cierto, Sofía estaba muy contenta con la suya. Primero le habían regalado una pecera con los peces dorados Flequillo de Oro, Caperucita Roja y Pedro el Negro. Luego tuvo los periquitos Cada y Pizca, la tortuga Govinda y finalmente el gato atigrado Sherekan. Había recibido todos estos animales como una especie de compensación por parte de su madre, que volvía tarde del trabajo, y de su padre, que tanto navegaba por el mundo.
Sofía se quitó la mochila y puso un plato con comida para Sherekan. Luego se dejó caer sobre una banqueta de la cocina con la misteriosa carta en la mano.
¿Quién eres?
En realidad no lo sabía. Era Sofía Amundsen, naturalmente, pero ¿quién era eso? Aún no lo había averiguado del todo.
¿Y si se hubiera llamado algo completamente distinto? Anne Knutsen, por ejemplo. ¿En ese caso, habría sido otra?
De pronto se acordó de que su padre había querido que se llamara Synnøve. Sofía intentaba imaginarse que extendía la mano presentándose como Synnøve Amundsen, pero no, no servía. Todo el tiempo era otra chica la que se presentaba.
Se puso de pie de un salto y entró en el cuarto de baño con la extraña carta en la mano. Se colocó delante del espejo, y se miró fijamente a sí misma.
—Soy Sofía Amundsen —dijo.
La chica del espejo no contestó ni con el más leve gesto. Hiciera lo que hiciera Sofía, la otra hacía exactamente lo mismo. Sofía intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo movimiento, pero la otra era igual de rápida.
—¿Quién eres? —preguntó.
No obtuvo respuesta tampoco ahora, pero durante un breve instante llegó a dudar de si era ella o la del espejo la que había hecho la pregunta.
Sofía apretó el dedo índice contra la nariz del espejo y dijo:
—Tú eres yo.
Al no recibir ninguna respuesta, dio la vuelta a la pregunta y dijo:
—Yo soy tú.
Sofía Amundsen no había estado nunca muy contenta con su aspecto. Le decían a menudo que tenía bonitos ojos almendrados, pero seguramente se lo dirían porque su nariz era demasiado pequeña y la boca un poco grande. Además, tenía las orejas demasiado cerca de los ojos. Lo peor de todo era ese pelo liso que resultaba imposible de arreglar. A veces su padre le acariciaba el pelo llamándola «la muchacha de los cabellos de lino», como la pieza de música de Claude Debussy. Era fácil para él, que no estaba condenado a tener ese pelo negro colgando durante toda su vida. En el pelo de Sofía no servían ni el gel ni el spray.
A veces pensaba que le había tocado un aspecto tan extraño que se preguntaba si no estaría mal hecha. Por lo menos había oído hablar a su madre de un parto difícil. ¿Era realmente el parto lo que decidía el aspecto que uno iba a tener?
¿No resultaba extraño el no saber quién era? ¿No era también injusto no haber podido decidir su propio aspecto? Simplemente había surgido así como así. A lo mejor podría elegir a sus amigos, pero no se había elegido a sí misma. Ni siquiera había elegido ser un ser humano.
¿Qué era un ser humano?
Sofía volvió a mirar a la chica del espejo.
—Creo que me subo para hacer los deberes de naturales —dijo, como si quisiera disculparse. Un instante después, se encontraba en la entrada.
No, prefiero salir al jardín, pensó.
—¡Misi, misi, misi, misi!
Sofía cogió al gato, lo sacó fuera y cerró la puerta tras ella.
Cuando se encontró en el caminito de gravilla con la misteriosa carta en la mano, tuvo de repente una extraña sensación. Era como si fuese una muñeca que por arte de magia hubiera cobrado vida.
¿No era extraño estar en el mundo en este momento, poder caminar como por un maravilloso cuento?
Sherekan saltó ágilmente por la gravilla y se metió entre unos tupidos arbustos de grosellas. Un gato vivo, desde los bigotes blancos hasta el rabo juguetón en el extremo de su cuerpo liso. También él estaba en el jardín, pero seguramente no era consciente de ello de la misma manera que Sofía.
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