Traducción de Abel Debritto y Mercé Diago
Esta novela es para las tres personas que no están aquí para leerla.
Para mi padre, Edgar, que me dio fuerza.
Para mi madre, Barbara, que me dio perspicacia.
Para mi hermano, Ian, que me ayudó a subir la montaña y cuyo recuerdo me hace seguir subiendo.
Con el cambio de los tiempos, eran como relámpagos otoñales, algo impropio de la estación, una promesa vacía de lluvia que caería sin que le prestaran atención sobre campos ya desnudos.
Sobre los samuráis de la era Meiji,
Shosaburo Abe
¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?
Cuando cuento, sólo estamos tú y yo juntos
Pero cuando miro adelante por el camino blanco
Siempre hay otro caminando a tu lado
Deslizándose envuelto en un pardo manto, encapuchado
No sé si hombre o mujer
Pero ¿quién es quien va al otro lado tuyo?
La tierra baldía,
T. S. Eliot
Harry atravesó la muchedumbre propia de la hora punta como la aleta de un tiburón que va cortando el agua. Yo le seguía a unos veinte metros desde el otro lado de la calle, sudando, como todos los demás, debido al calor impropio del mes de octubre que hacía en Tokio; y no me quedaba más remedio que admirar lo bien que el muchacho había aprendido lo que le había enseñado. Actuaba como un líquido que se desliza a través de un hueco justo antes de que se cierre, o se escoraba hacia la izquierda para evitar un embotellamiento inminente. Cambiaba de cadencia con tal discreción que nadie se habría percatado de que había cambiado el paso para reducir la distancia que le separaba de nuestro objetivo, que bajaba con excesiva rapidez por Dogenzaka hacia la estación de Shibuya.
El objetivo se llamaba Yasuhiro Kawamura. Era un burócrata de carrera vinculado al Partido Liberal Democrático, o PLD, la coalición política que ha gobernado Japón casi sin interrupción desde la guerra. En aquel momento ocupaba el cargo de viceministro del territorio e infraestructura en el Kokudokotsusho, sucesor del antiguo Ministerio de la Construcción y el Transporte, y no cabía duda de que había hecho algo que había ofendido gravemente a otra persona porque los clientes sólo me llaman en caso de ofensa grave.
Escuché la voz de Harry en el oído.
– Va a entrar en la frutería Higashimura. Le esperaré más adelante.
Ambos llevábamos un auricular controlado por microprocesador de fabricación danesa, lo suficientemente pequeño como para introducirlo en el canal auditivo y necesitar una linterna para encontrarlo. Éste actuaba en conjunción con un transmisor de voz del mismo tamaño que llevábamos bajo la solapa de la americana. Las transmisiones eran ráfagas en UHF, que resultaban muy difíciles de captar si no se sabía exactamente lo que se buscaba, y estaban, en todo caso, codificadas. El equipamiento nos evitaba tener que mantener contacto visual permanente y nos permitía seguir moviéndonos un rato si el objetivo se detenía o cambiaba de dirección. Así pues, aunque yo me encontraba demasiado atrás para verlo, sabía por dónde había salido Kawamura y podía seguir caminando antes de detenerme para seguir guardando la misma distancia que manteníamos. La vigilancia en solitario resulta complicada y me alegraba de poder contar con Harry.
Entré en una farmacia a unos veinte metros de la Higashimura, una de las docenas de estructuras de fachada abierta que flanquean Dogenzaka y que satisfacen la obsesión japonesa por las panaceas para la salud y la lucha contra los gérmenes. Shibuya alberga muchas buzoku, o tribus, distintas, y varios miembros de algunas de ellas estaban representados allí esa mañana, unidos por la necesidad común de disponer de una de las famosas botellas de tónicos energéticos en los que se especializaba el establecimiento, tónicos supuestamente enriquecidos con ginseng y otros ingredientes exóticos cuyo efecto, no obstante, es más prosaico que la sacudida de la cafeína normal y corriente. Había varios sarariman -«hombres asalariados», los trabajadores de las corporaciones- vestidos con traje gris haciendo cola en la caja, con expresión adusta y maletines baratos colgando de sus manos cansadas, fortaleciéndose para otro día más en las fauces de la maquinaria corporativa. Detrás de ellos, dos adolescentes con expresión vacía, el pelo reducido a un estropajo debido a los tintes utilizados para volverlo naranja, las narices agujereadas con aros descomunales, y una vestimenta destinada a proclamar el rechazo del camino tradicional escogido por los sarariman que tienen delante, pero sin ofrecer explicación alguna del que ellos han elegido. Y un jubilado de pelo cano, con la piel flácida pero con el rostro curiosamente radiante, que con toda probabilidad ha venido a Shibuya para disfrutar de uno de los bien conocidos servicios sexuales de la zona, que pagará con una cuenta de pensionista que oculta a su esposa, sin ser consciente de que ella sabe qué trama y, sencillamente, le da igual.
Quería darle a Kawamura unos tres minutos para comprar la fruta antes de que yo saliera, por lo que me entretuve mirando una selección de vendajes en una zona que me permitía ver la calle. Por la forma en que había entrado en la tienda parecía un movimiento calculado para burlar la vigilancia y eso no me gustaba. Si no hubiéramos estado interconectados como estábamos, Harry tendría que haberse detenido de forma brusca para mantener su posición tras el objetivo. Tendría que haber hecho algo ridículo, como atarse los cordones de los zapatos o leer un cartel de la calle, y Kawamura, que con toda seguridad estaría escudriñando el exterior desde la entrada de la tienda, se habría fijado en él. En vez de eso, Harry continuaría más allá de la frutería; se detendría unos veinte metros más adelante, me informaría de su situación y se quedaría atrás cuando le dijera que se reanudaba el desfile.
La frutería era un buen lugar para desviarse, demasiado bueno para alguien que sabía el camino como para elegirla por azar. Pero Harry y yo no íbamos a dejarnos engañar por tretas de aficionados salidas del manual antiterrorista de algún gobierno. He recibido ese tipo de instrucción, y sé lo útil que es.
Salí de la farmacia y seguí bajando por Dogenzaka más despacio que antes, porque tenía que darle tiempo a Kawamura para salir de la tienda. Me asaltaron varias preguntas de forma fugaz. ¿Hay suficiente gente entre nosotros para impedirle la visión si se gira cuando salga? ¿Por cuáles tiendas voy a pasar si necesito esconderme de repente? ¿Hay alguien mirando hacia la gente que se dirige a la estación, ayudando tal vez a Kawamura a impedir la vigilancia? Si había llamado la atención de alguien dedicado a la contravigilancia, ya se habría fijado en mí, porque antes iba a toda prisa para seguir el paso del objetivo y ahora me tomaba mi tiempo; la gente que va camino del trabajo no cambia el paso de ese modo. No obstante, Harry había sido el punto en movimiento, el que ocupaba una posición más llamativa, y yo no había hecho nada que llamara la atención antes de detenerme en la farmacia.
Volví a oír a Harry.
– Estoy en el uno-cero-nueve. -Se refería a que había llegado al famoso centro comercial 109, conocido por su colección de 109 restaurantes y tiendas con estilo.
– Malo -le dije-. La primera planta es la de lencería. ¿Vas a mezclarte con cincuenta jovencitas con uniforme azul marino que compran sujetadores con relleno?
– Pensaba esperar fuera -repuso, y me imaginé que se había sonrojado.
La parte delantera del 109 es un punto de reunión habitual y suele estar lleno de una colección políglota de peatones.
Página siguiente